Lo que el notario iba dejando en las habitaciones del primer piso aparecía misteriosamente en el desván, como si le hubiesen salido patas. Doña Cristina y sus sirvientas, obligadas á vivir en continua pelea con el polvo y las telarañas de un edificio que se desmenuzaba poco á poco, sentían un odio feroz contra todo lo viejo.
Arriba no eran posibles las desavenencias y batallas de los muchachos por falta de disfraces. No tenían mas que hundir sus manos en cualquiera de los arcones que latían con sordo crepitamiento de carcoma, y cuyos hierros, calados como encajes, se desclavaban de la madera. Unos blandían espadines de puños de nácar ó largas tizonas, luego de envolverse en capas de seda carmesí obscurecidas por los años. Otros se echaban en hombros colchas de brocado venerables, faldas de labradora con gruesas flores de oro, guardainfantes de rico tejido que crujían como papel.
Cuando se cansaban de imitar á los cómicos con ruidoso choque de espadas y caídas de muerte, Ulises y otros amantes de la acción proponían el juego de «ladrones y alguaciles». Los ladrones no podían ir vestidos con ricas telas, su uniforme debía ser modesto. Y revolvían unos montones de trapos de colores apagados que parecían arpilleras. En las diversas manchas de su tejido se adivinaban piernas, brazos, cabezas, ramajes de un verde metálico.
Don Esteban había encontrado estos fragmentos rotos ya por los labradores para tapar tinajas de aceite ó servir de mantas á las mulas de labor. Eran pedazos de tapices copiados de cartones del Ticiano y de Rubens. El notario los guardaba únicamente por respeto histórico. El tapiz carecía entonces de mérito, como todas las cosas que abundan. Los roperos de Valencia tenían en sus almacenes docenas de paños de la misma clase, y al llegar la fiesta del Corpus cubrían con ellos las vallas de los terrenos sin edificar en las calles seguidas por la procesión.
Otras veces, Ulises repetía el mismo juego con el título de «indios y conquistadores». Había encontrado en los montones de libros almacenados por su padre un volumen que relataba, á dos columnas, con abundantes grabados en madera, las navegaciones de Colón, las guerras de Hernán Cortés, las hazañas de Pizarro.
Este libro influyó en el resto de su existencia. Muchas veces, siendo hombre, encontró su imagen latente en el fondo de sus actos y sus deseos. En realidad, sólo había leído algunos fragmentos. Para él lo interesante eran los grabados, más dignos de su admiración que todos los cuadros del desván.
Con la punta de su estoque trazaba en el suelo una línea, lo mismo que Pizarro en la isla del Gallo ante sus desalentados compañeros, prontos á desistir de la conquista. «Que todo buen castellano pase esta raya…» Y los buenos castellanos—una docena de pilluelos con largas capas y tizonas, cuya empuñadura les llegaba á la boca—venían á agruparse en torno del caudillo, que imitaba los gestos heroicos del conquistador. Luego surgía el grito de guerra: «¡Sus, á los indios!»
Estaba convenido que los indios debían huir: para eso iban envueltos modestamente en un trozo de tapiz y llevaban en la cabeza plumas de gallo. Pero huían traidoramente, y al verse sobre vargueños, mesas y pirámides de sillas, empezaban á disparar volúmenes contra sus perseguidores. Venerables libros de piel con dorados suaves, infolios de blanco pergamino, se abrían al caer en el suelo, rompiéndose sus nervios, esparciendo una lluvia de páginas impresas ó manuscritas, de amarillentos grabados, como si soltasen la sangre y las entrañas, cansados de vivir.
El escándalo de estas guerras de conquista atrajo la intervención de doña Cristina. Ya no quiso admitir más á unos diablos que preferían las gritonas aventuras del desván á las delicias místicas de la abandonada capilla. Los indios eran los más dignos de execración. Para compensar la humildad de su papel con nuevos esplendores, habían acabado por meter sus tijeras pecadoras en tapices enteros, cortándose varias dalmáticas de modo que les cayese sobre el pecho una cabeza de héroe ó de diosa.
Ulises, al quedar sin compañeros, encontró un nuevo encanto á la vida en el desván. El silencio poblado de chasquidos de maderas y correteos de animales invisibles, la caída inexplicable de un cuadro ó de unos libros apilados, le hacían paladear una sensación de miedo y de misterio nocturnos bajo los chorros de sol que entraban por los tragaluces.
En esta soledad se encontraba mejor. Podía poblarla á su capricho. Le estorbaban los seres reales, como los inoportunos ruidos que despiertan de un ensueño hermoso. El desván era un mundo con varios siglos de existencia, que le pertenecía por entero y se plegaba á todas sus fantasías.
Metido en un cofre sin tapa, lo hacía balancearse, imitando con la boca los rugidos de la tempestad. Era una carabela, un galeón, una nave, tal como los había visto en los viejos libros: las velas con leones y crucifijos pintados, un castillo en la popa y un figurón tallado en el avante, que se hundía en las olas para reaparecer chorreando.
El cofre, en fuerza de empujones, abordaba la costa tallada á pico de un arcón, el golfo triangular de dos cómodas, la blanda playa de unos fardos de telas. Y el navegante, seguido de una tripulación tan numerosa como irreal, saltaba á tierra tizona en mano, escalando unas montañas de libros, que eran los Andes, y agujereaba varios volúmenes con el regatón de una lanza vieja para plantar su estandarte. ¿Por qué no había de ser conquistador?…
Inútilmente acudían á su memoria fragmentos de conversación entre su padrino y su padre, según los cuales todo era conocido en la superficie de la tierra. Algo, sin embargo, quedaría por descubrir. El era el punto de encuentro de dos líneas de marinos. Los hermanos de su madre tenían barcos en la costa de Cataluña. Los abuelos de su padre habían sido valerosos y obscuros navegantes, y allá en la Marina estaba su tío el médico, un verdadero hombre de mar.
Al fatigarse de estas orgías imaginativas, contemplaba los retratos de diversas épocas almacenados en el desván. Prefería los de mujeres: damas de melena corta y rizada, con un lazo en una sien, como las que pintó Velázquez, caras largas del siglo siguiente, con boca de cereza, dos lunares en las mejillas y una torre de pelo blanco. El recuerdo de la basilisa parecía esparcirse por estos cuadros. Todas las damas tenían algo de ella.
Entre los retratos de hombres había un obispo que le molestaba por su edad absurda. Era casi de sus años; un obispo adolescente, con ojos imperiosos y agresivos. Estos ojos le inspiraban cierto pavor, y por lo mismo decidió acabar con ellos: «¡Toma!» Y clavó su espada en el viejo cuadro, añadiendo á sus desconchados dos agujeros en el lugar de las pupilas. Todavía, para mayor remordimiento, añadió unas cuantas cuchilladas… En la misma noche, estando su padrino invitado á cenar, el notario habló de cierto retrato adquirido meses antes en las inmediaciones de Játiva, ciudad que miraba con interés por haber nacido los Borgia en una aldea cercana. Los dos hombres eran de la misma opinión. Aquel prelado casi infantil no podía ser otro que César Borgia, nombrado arzobispo de Valencia, por su padre el Papa, cuando tenía diez y seis años. Un día que estuviesen libres examinarían con detenimiento el retrato… Y Ulises, bajando la cabeza, sintió que se le atragantaban los bocados.
Ir á casa del padrino representaba para él un placer más intenso y palpable que los juegos solitarios del desván. El abogado don Carmelo Labarta se mostraba ante sus ojos como la personificación de la vida ideal, de la gloria de la poesía. El notario hablaba de él con entusiasmo, compadeciéndole al mismo tiempo.
–¡Ese don Carmelo!… El primer civilista de nuestra época. A espuertas podría ganar el dinero, pero los versos le atraen más que los pleitos.
Ulises entraba en su despacho con emoción. Sobre las filas de libros multicolores y dorados que cubrían las paredes veía unas cabezotas de yeso, con frentes de torre y ojos huecos que parecían contemplar la nada inmensa.
El niño repetía sus nombres como un pedazo de santoral, desde Homero á Víctor Hugo. Después buscaba con su vista otra cabeza igualmente gloriosa, aunque menos blanca, con las barbas rubias y entrecanas, la nariz rubicunda y unas mejillas herpéticas que en ciertos momentos echaban á volar las películas de su caspa. Los ojos dulces del padrino, unos ojos amarillos moteados de pepitas negras, acogían á Ulises con el amor de un solterón que se hace viejo y necesita inventarse una familia. El era quien le había dado en la pila bautismal su nombre, que tanta admiración y risa despertaba en los compañeros de colegio; él quien le había contado muchas veces las aventuras del navegante rey de Itaca con la paciencia de un abuelo que relata á su nieto la vida del santo onomástico.
Luego, el muchacho consideraba con no menos devoción todos los recuerdos de gloria que adornaban la casa: coronas de hojas de oro, copas argentinas, desnudeces marmóreas, placas de diversos metales sobre fondo de peluche, en las que brillaba imperecedero el nombre del poeta Labarta. Todo este botín lo había conquistado á punta de verso en los certámenes, como guerrero incansable de las letras.
Al anunciarse unos Juegos Florales temblaban los competidores, temiendo que al gran don Carmelo se le ocurriese apetecer alguno de los premios. Con asombrosa facilidad se llevaba la flor natural destinada á la oda heroica, la copa de oro del romance amoroso, el par de estatuas dedicadas al más completo estudio histórico, el busto de mármol para la mejor leyenda en prosa, y hasta el «bronce de arte» recompensa del estudio filológico. Los demás sólo podían aspirar á las sobras.
Por fortuna, se había confinado en la literatura regional, y su inspiración no admitía otro ropaje que el del verso valenciano. Fuera de Valencia y sus pasadas glorias, sólo la Grecia merecía su admiración. Una vez al año le veía Ulises puesto de frac, con el pecho constelado de condecoraciones y una cigarra de oro en la solapa, distintivo de los felibres de Provenza.
Era que se iba á celebrar la fiesta de la literatura lemosina, en la que desempeñaba siempre un primer papel: vate premiado, discurseante, ó simple ídolo, al que tributaban sus elogios otros poetas, clérigos dados á la rima, encarnadores de imágenes religiosas, tejedores de seda que sentían perturbada la vulgaridad de su existencia por el cosquilleo de la inspiración; toda una cofradía de vates populares, ingenuos y de estro casero, que recordaban á los Maestros Cantores de las viejas ciudades alemanas.
Labarta, después de transcurridos doscientos años, no había llegado á perdonar á Felipe V, déspota francés que reemplazó á los déspotas austriacos. El había suprimido los fueros de Valencia. «¡Borbón, maldito seas!…» Pero se lo decía en verso y en lemosín, circunstancias atenuantes que le permitían ser partidario de los sucesores de Felipe el Maldito y haber figurado por unos meses como diputado mudo del gobierno.
Su ahijado se lo imaginaba á todas horas con una corona de laurel en las sienes, lo mismo que aquellos poetas misteriosos y ciegos cuyos retratos y bustos ornaban la biblioteca. Veía perfectamente su cabeza limpia de tal adorno, pero la realidad perdía todo valor ante la firmeza de sus concepciones. Su padrino debía llevar corona cuando él no estaba presente. Indudablemente la llevaba á solas, como un gorro casero.
Otro motivo de admiración eran los viajes del grande hombre. Había vivido en el lejano Madrid—escenario de casi todas las novelas leídas por Ulises—, y cierta vez hasta había pasado la frontera, lanzándose audazmente por un país remoto titulado el Mediodía de Francia, para visitar á otro poeta que él llamaba «mi amigo Mistral». Su imaginación, pronta é ilógica en sus decisiones, envolvía al padrino en un halo de interés heroico semejante al de los conquistadores.
Al sonar las campanadas de las doce, Labarta, que no admitía informalidades en asuntos de mesa, se impacientaba, cortando el relato de sus viajes y triunfos.
–¡Doña Pepa! Aquí tenemos al convidado.
Doña Pepa era el ama de llaves, la compañera del grande hombre, que llevaba quince años atada al carro de su gloria. Se entreabría un cortinaje, y avanzaba una pechuga saliente sobre un abdomen encorsetado con crueldad. Después, mucho después, aparecía un rostro blanco y radiante, una cara de luna. Y mientras saludaba al pequeño Ulises con su sonrisa de astro nocturno, seguía entrando y entrando el complemento dorsal de su persona, cuarenta años carnales, frescos, exuberantes, inmensos.
El notario y su esposa hablaban de doña Pepa como de una persona familiar, pero el niño nunca la había visto en su casa. Doña Cristina elogiaba sus cuidados con el poeta, pero desde lejos y sin deseos de conocerla. Don Esteban excusaba al grande hombre.
–¡Qué quieres!… Es un artista, y los artistas no pueden vivir como Dios manda. Todos, por serios que parezcan, son en el fondo unos perdidos. ¡Qué lástima! Un abogado tan eminente… ¡El dinero que podría ganar!…
Las lamentaciones del padre abrieron nuevos horizontes á la malicia del pequeño. De un golpe abarcó el móvil principal de nuestra existencia, que hasta entonces sólo había columbrado envuelto en misterios. Su padrino tenía relaciones con una mujer; era un enamorado como los héroes de las novelas. Recordó muchas de sus poesías valencianas, todas dirigidas á una dama; unas veces cantando su belleza con la embriaguez y la noble fatiga de una reciente posesión; otras quejándose de su desvío, pidiéndole la entrega de su alma, sin la cual no es nada la limosna del cuerpo.
Ulises se imaginó una gran señora, hermosa como doña Constanza. Cuando menos, debía ser marquesa. Su padrino bien merecía esto. Y se imaginó igualmente que sus encuentros debían ser por la mañana, en uno de los huertos de fresas inmediatos á la ciudad, adonde le llevaban sus padres á tomar chocolate después de oír la primera misa en los amaneceres dominicales de Abril y Mayo.
Mucho después, cuando sentado á la mesa del padrino sorprendió cruzándose sobre su cabeza las sonrisas de éste y el ama de llaves, llegó á sospechar si doña Pepa sería la inspiradora de tanto verso lacrimoso y entusiástico. Pero su buena fe se encabritaba ante tal suposición. No, no era posible; forzosamente debía existir otra.
El notario, que llevaba largos años de amistad con Labarta, pretendía dirigirle con su espíritu práctico, siendo el lazarillo de un genio ciego. Una renta modesta heredada de sus padres bastaba al poeta para vivir. En vano le proporcionó su amigo pleitos que representaban enormes cuentas de honorarios. Los autos voluminosos se cubrían de polvo en la mesa, y don Esteban había de preocuparse de las fechas, para que el abogado no dejase pasar los términos del procedimiento.
Su hijo, su Ulises, sería otro hombre. Le veía gran civilista, como su padrino, pero con una actividad positiva heredada del padre. La fortuna entraría por sus puertas como una ola de papel sellado.
Además, podía poseer igualmente el estudio notarial, oficina polvorienta, de muebles vetustos y grandes armarios con puertas alambradas y cortinillas verdes, tras de las cuales dormían los volúmenes del protocolo envueltos en becerro amarillento, con iniciales y números en los lomos. Don Esteban sabía bien lo que representaba su estudio.
–No hay huerto de naranjos—decía en los momentos de expansión—, no hay arrozal que dé lo que da esta finca. Aquí no hay heladas, ni vendaval, ni inundaciones.
La clientela era segura; gentes de Iglesia, que llevaban tras de ellas á los devotos, por considerar á don Esteban como de su clase, y labradores, muchos labradores ricos. Las familias acomodadas del campo, cuando oían hablar de hombres sabios, pensaban inmediatamente en el notario de Valencia. Le veían con religiosa admiración calarse las gafas para leer de corrido la escritura de venta ó el contrato dotal que sus amanuenses acababan de redactar. Estaba escrito en castellano y lo leía en valenciano, sin vacilación alguna, para mejor inteligencia de los oyentes. ¡Qué hombre!…
Después, mientras firmaban las partes contratantes, el notario, subiéndose los vidrios á la frente, entretenía á la reunión con algunos cuentos de la tierra, siempre honestos, sin alusiones á los pecados de la carne, pero en los que figuraban los órganos digestivos con toda clase de abandonos líquidos, gaseosos y sólidos. Los clientes rugían de risa, seducidos por esta gracia escatológica, y reparaban menos en la cuenta de honorarios. ¡Famoso don Esteban!… Por el placer de oírle habrían hecho una escritura todos los meses.
El futuro destino del príncipe de la notaría era objeto de las conversaciones de sobremesa en días señalados, cuando estaba invitado el poeta.
–¿Qué deseas ser?—preguntaba Labarta á su ahijado.
Los ojos de la madre imploraban al pequeño con desesperada súplica: «Di arzobispo, rey mío.» Para la buena señora, su hijo no podía debutar de otro modo en la carrera de la Iglesia.
El notario hablaba, por su parte, con seguridad, sin consultar al interesado. Sería un jurisconsulto eminente; los miles de duros rodarían hacia él como si fuesen céntimos; figuraría en las solemnidades universitarias con una esclavina de raso carmesí y un birrete chorreando por sus múltiples caras la gloria hilada del doctorado. Los estudiantes escucharían respetuosos al pie de su cátedra. ¡Quién sabe si le estaba reservado el gobierno de su país!…
Ulises interrumpía estas imágenes de futura grandeza:
–Quiero ser capitán.
El poeta aprobaba. Sentía el irreflexivo entusiasmo de todos los pacíficos, de todos los sedentarios, por el penacho y el sable. A la vista de un uniforme, su alma vibraba con la ternura amorosa del ama de cría que se ve cortejada por un soldado.
–¡Muy bien!—decía Labarta—. ¿Capitán de qué?… ¿De artillería?… ¿De Estado Mayor?
Una pausa.
–No; capitán de buque.
Don Esteban miraba el techo, alzando las manos. Bien sabía él quién era el culpable de esta disparatada idea, quién metía tales absurdos en la cabeza de su hijo.
Y pensaba en su hermano el médico, que vivía retirado en la casa paterna, allá en la Marina, un hombre excelente pero algo loco, al que llamaban el Dotor las gentes de la costa y el poeta Labarta apodaba el Tritón.
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