Pablo Valls era conocido en toda Palma. Cuando tomaba asiento en la terraza de un café del Borne formábase en torno de él un apretado círculo de oyentes, que sonreían ante sus ademanes enérgicos y su voz ruidosa, incapaz de sonar en tono discreto.
–Yo soy chueta, ¿y qué?… ¡Judío de lo más judío! Todos los de mi familia procedemos de «la calle». Cuando yo mandaba el Roger de Launa, una vez que estuve en Argel me detuve a la puerta de la sinagoga, y un viejo, luego de mirarme, dijo: «Tú puedes pasar: tú eres de los nuestros.» Y yo le di la mano y contesté: «Gracias, correligionario.»
Los oyentes reían, y el capitán Valls, declarando a gritos su calidad de chueta, miraba a todas partes como si desafíase a las casas, a las personas, al alma de la isla, hostil a su raza por un odio absurdo de siglos.
Su rostro delataba su origen. Las patillas rubias y canosas, unidas por un bigote corto, revelaban al marino retirado de la navegación; pero sobre estos adornos capilares resaltaba su perfil semita, su curva y pesada nariz, su mentón saliente y unos ojos de párpados prolongados, con pupilas de ámbar o de oro, según era la luz, en las que parecían flotar algunos puntos de color de tabaco.
Había navegado mucho; había vivido largas temporadas en Inglaterra y los Estados Unidos, y de la permanencia en estas tierras de libertad, insensibles a los odios religiosos, traía una franqueza belicosa que le impulsaba a desafiar las preocupaciones de la isla, tranquila e inmóvil en su estancamiento. Los otros chuetas, atemorizados por varios siglos de persecución y menosprecio, ocultaban su origen o procuraban hacerlo olvidar con su mansedumbre. El capitán Valls aprovechaba todas las ocasiones para hablar de él, ostentándolo como un título de nobleza, como un reto que lanzaba a la general preocupación.
–Soy judío, ¿y qué?…—seguía gritando—. Correligionario de Jesús, de San Pablo y otros santos a los que se venera en los altares. Los butifarras hablan con orgullo de sus abuelos, que datan casi de ayer. Yo soy más noble, más antiguo. Mis ascendientes fueron los patriarcas de la Biblia.
Luego, indignándose contra las preocupaciones que se habían ensañado en su raza, volvíase agresivo.
–En España—decía gravemente—no hay cristiano que pueda levantar el dedo. Todos somos nietos de judíos o de moros. Y el que no… el que no…
Aquí se detenía, y tras una breve pausa afirmaba con resolución:
–Y el que no, es nieto de fraile.
En la Península no se conoce el odio tradicional al judío que aún separa la población de Mallorca en dos castas. Pablo Valls se enfurecía hablando de su patria. No existían en ella judíos de religión. Hacía siglos que había quedado disuelta la última sinagoga. Todos se habían convertido en masa, y los rebeldes fueron quemados por la Inquisición. Los chuetas de ahora eran los católicos más fervorosos de Mallorca, llevando a sus creencias un fanatismo semita. Rezaban en alta voz, hacían sacerdotes a sus hijos, buscaban influencias para meter a sus hijas en los conventos, figuraban como gente de dinero entre los partidarios de las ideas más conservadoras, y sin embargo pesaba sobre sus personas la misma antipatía que en otros siglos, y vivían aislados, sin que ninguna clase social quisiera aliarse con ellos.
–Cuatrocientos cincuenta años llevamos en el cogote el agua del bautismo—seguía vociferando el capitán Valls—, y somos aún los malditos, los réprobos, como antes de la conversión. ¿No tiene gracia esto?… «¡Los chuetas! ¡Cuidado con ellos! ¡Mala gente!…» En Mallorca hay dos catolicismos: uno para los nuestros y otro para los demás.
Luego, con un odio en el que parecían concentradas todas la persecuciones, decía el marino, refiriéndose a sus hermanos de raza:
–Bien empleado les está, por cobardes, por tener demasiado amor a la isla, a esta Roqueta en la que hemos nacido. Por no abandonarla se hicieron cristianos, y hoy que lo son de veras les pagan a coces. De seguir judíos, esparciéndose por el mundo como lo hicieron otros, tal vez serían a estas horas personajes y banqueros de reyes, en vez de estar en las tiendecitas de «la calle» fabricando bolsillos de plata.
Escéptico en materias religiosas, despreciaba o atacaba a todos: a los judíos fieles a sus antiguas creencias, a los conversos, a los católicos, a los musulmanes, con los que había vivido en sus viajes a las costas de África y en las escalas de Asia Menor. Otras veces sentíase dominado por una ternura atávica, mostrando cierto respeto religioso hacia su raza.
Él era semita: lo declaraba con orgullo golpeándose el pecho. «El primer pueblo del mundo.»
–Éramos unos piojosos muertos de hambre cuando vivíamos en Asia, porque allí no había con quién hacer comercio ni a quién prestar dinero. Pero nadie más que nosotros ha dado al rebaño humano sus pastores actuales, que aún serán por muchos siglos los amos de los hombres. Moisés, Jesús y Mahoma son de mi tierra… Qué tres socios de fuerza, ¿eh, caballeros? Y ahora hemos dado al mundo un cuarto profeta, también de nuestra raza y nuestra sangre, sólo que éste tiene dos caras y dos nombres. Por un lado se llama Rothschild, y es el capitán de todos los que guardan el dinero; por otro lado se llama Carlos Marx, y es el apóstol de los que quieren quitárselo a los ricos.
La historia de su raza en la isla la condensaba Valls a su modo en breves palabras. Los judíos eran muchos, muchísimos, en otros tiempos. Casi todo el comercio estaba en sus manos; gran parte de las naves eran suyas. Los Febrer y otros potentados cristianos no tenían reparo en asociarse con ellos. Los tiempos antiguos podían llamarse de libertad; la persecución y la barbarie eran relativamente modernas. Judíos eran los tesoreros de los reyes, los médicos y otros cortesanos en las monarquías medioevales de la Península.—Al iniciarse los odios religiosos, los hebreos más ricos y astutos de la isla habían sabido convertirse a tiempo, voluntariamente, fundiéndose con las familias del país y haciendo olvidar su origen. Estos católicos nuevos eran los que después, con el fervor del neófito, habían azuzado la persecución contra sus antiguos hermanos. Los chuetas de ahora, los únicos mallorquines de origen judío conocido, eran los descendientes de los últimos convertidos, los nietos de las familias en las que se había ensañado la Inquisición.
Ser chueta, proceder de la calle de la Platería, a la que se llamaba por antonomasia «la calle», era la peor desgracia que le podía ocurrir a un mallorquín. En vano se habían hecho revoluciones en España y aclamado leyes liberales que reconocían la igualdad de todos los españoles; el chueta, al pasar a la Península, era un ciudadano como los otros, pero en Mallorca era un réprobo, una especie de apestado, que sólo podía emparentar con los suyos.
Valls comentaba irónicamente el orden social en que habían vivido, escalonadas durante siglos, las diversas clases de la isla, y del que quedaban aún muchos peldaños intactos. Arriba, en la cúspide, los orgullosos butifarras; luego los nobles, los caballeros; después los mossons; tras éstos los mercaderes y los menestrales, y a continuación los payeses, cultivadores del suelo. Abríase aquí un enorme paréntesis en el orden seguido por Dios al crear a unos y a otros: un vasto espacio libre que cada cual podía poblar a su capricho. Indudablemente, detrás de los mallorquines nobles y plebeyos venían en orden de consideración los cerdos, los perros, los asnos, los gatos, las ratas… y a la cola de todas estas bestias del Señor, el odiado vecino de «la calle», el chueta, paria de la isla. Nada importaba que fuese rico, como el hermano del capitán Valls, o inteligente, como otros. Muchos chuetas, funcionarios del Estado en la Península, militares, magistrados, hacendistas, al volver a Mallorca encontraban que el último mendigo se consideraba superior a ellos, y al creerse molestado prorrumpía en insultos contra sus personas y sus familias. El aislamiento de este pedazo de España rodeado de mar servía para mantener intacta el alma de otras épocas.
En vano los chuetas, huyendo de este odio que perduraba a través del progreso, extremaban su catolicismo con una fe vehemente y ciega, en la que influía mucho el terror infiltrado en su alma y en su carne por una persecución de siglos. En vano seguían rezando a gritos en sus casas, para que se enterasen los vecinos de la calle, imitando en esto a sus abuelos, que hacían lo mismo y además guisaban la comida en las ventanas con el propósito de que viesen todos que comían cerdo. Los odios tradicionales de separación no caían vencidos. La Iglesia católica, que se titula universal, era cruel e inabordable para ellos en la isla, pagando su adhesión con hurañas repulsiones. Los hijos de los chuetas que deseaban ser curas no encontraban sitio en el Seminario. Los conventos cerraban las puertas a toda novicia procedente de «la calle». Las hijas de los chuetas se casaban en la Península con hombres notables o de gran fortuna, pero en la isla apenas encontraban quien aceptase su mano y sus riquezas.
–¡Gente mala!—continuaba diciendo irónicamente Valls—. Son trabajadores, ahorran, viven en paz en el seno de sus familias, hasta son más católicos que los otros; pero son chuetas, y algo tendrán cuando les odian. Tienen… «algo», ¿se enteran ustedes? «algo». Él que quiera saber más que averigüe.
Y el marino reía hablando de los pobres payeses del campo, que hasta pocos años antes afirmaban de buena fe que los chuetas estaban cubiertos de grasa y tenían rabo, aprovechando la ocasión de encontrar solo a un niño de «la calle» para desnudarlo y convencerse de si era cierto lo del apéndice caudal.
–¿Y lo de mi hermano?—proseguía Valls—. ¿Y lo de mi santo hermano Benito, que reza a voces y parece que se vaya a comer las imágenes?…
Todos recordaban el caso de don Benito Valls, y reían francamente, ya que el hermano era el primero en burlarse del suceso. El rico chueta se había visto dueño, al cobrar unos créditos, de una casa y valiosas tierras en un pueblo del interior de la isla. Al ir a tomar posesión de la nueva propiedad, los vecinos más prudentes le habían dado buenos consejos. Era muy dueño de visitar su hacienda durante el día, ¿pero pernoctar en su casa?… ¡nunca! No había memoria de que un chueta hubiese dormido en el pueblo. Don Benito no prestó atención a estos consejos y se quedó una noche en su propiedad; pero apenas se metió en la cama huyeron los caseros. Cuando el amo se cansó de dormir saltó del lecho. Ni el más tenue resplandor entraba por las rendijas. Creía haber dormido doce horas lo menos, pero aún era de noche. Abrió una ventana, y su cabeza tropezó cruelmente en la obscuridad; intentó franquear la puerta, y no pudo. Durante su sueño el vecindario había tapiado todos los huecos y salidas, y el chueta
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