De pronto, un sonido metálico, de mística vibración, suave como la voz de una mujer, cortó el aire, envolviendo los ruidos de la calle. Era para Ojeda la más amada de todas las visitas invisibles que venían a buscarles en su encierro amoroso.
–La campana de don Miguel—murmuró tristemente una boca junto a su cuello.
Sí; la campana de don Miguel, la que todas las tardes les avisaba el momento de sacudir la dulce pereza, de levantarse y comenzar los preparativos de partida… «Don Miguel» era Cervantes, y la campana la de un convento inmediato donde aquél había sido enterrado. Nadie conocía su tumba. Sus huesos se pulverizaban revueltos con los de los sacristanes y antiguos vecinos del barrio; pero era indiscutible que allí habían dado tierra a su cadáver, y esto bastaba para Fernando. Y desconociendo la personalidad del convento y de sus habitantes femeninos, la campana de las pobres monjas era siempre para los dos amantes «la campana de don Miguel».
Sentían gran satisfacción y hasta orgullo ingiriendo en sus ocultos amores el recuerdo del famoso hidalgo. Ojeda, que era poeta, había decidido tomar aquella casa, para sus encuentros amorosos, sólo por la vecindad del convento. Además, este barrio popular y sucio había sido el de los grandes autores del Siglo de Oro, el llamado «barrio de los poetas». En el espacio ocupado por tres calles pequeñas habían vivido casi a un tiempo los hombres más célebres de la literatura castellana.
Cuando al cerrar la noche salía Fernando, sintiendo en su brazo el brazo de la amante y en la muñeca el dulce cosquilleo de sus dedos juguetones, deteníase algunas veces en la angosta acera antes de ganar las calles amplias del centro de la ciudad. «Ésta era la casa de Lope de Vega…» Ésta no; era otra que ocupaba el mismo sitio y tenía un huerto, y en él, a la sombra de contados árboles, escribía aquel trabajador portentoso comedias a centenares y versos a millones… Vestía la sotana; pero llevaba bajo de ella, por la noche, su buena espada de Toledo para poner en fuga a los enemigos que le salían al encuentro. Galante y desalmado en su juventud, como don Juan, habíase acogido, viendo próxima la vejez, al seguro de la Iglesia para decir su misa entre un acto terminado de escribir y otro que empezaba a versificar. Las hojas secas de su huerto crujían bajo las amplias sayas de pizpiretas comediantas que venían en busca de madrigales improvisados por el maestro a puerta cerrada. Y en una casa próxima había vivido Quevedo, y más allá otros poetas de menos renombre…
El respeto del viajero por las ruinas «donde ha ocurrido algo» sentíalo Ojeda al pasar por estas calles angostas, con el pavimento desigual cubierto de suciedades, grupos de chicuelos jugando «al toro» en las esquinas, comadres sentadas ante las puertas, por las que se esparcían vahos de puchero pobre, y balcones que goteaban una humedad de ropa vieja puesta a secar. Por estos mismos lugares había pasado también, siglos antes, un sacerdote de alta frente remangándose la sotana en los charcos y llevándose la otra mano a los bigotes y la perilla con gesto de antiguo soldado. Era don Pedro Calderón. Las procesiones del barrio habían visto formar muchas veces en ellas a un anciano enjuto, de barbillas blancas, tartamudo, con una mano mutilada, el hidalgo Cervantes, veterano de guerras famosas, que aguardaba la hora de la muerte con melancólica resignación sin otro título que el de «Esclavo de la Hermandad del Santo Sacramento».
–¡La campana de don Miguel!—repitió una voz junto a Ojeda—.Hay que tener resolución… ¡Arriba!
Y entre el revoloteo de las cubiertas repelidas, pasó sobre él un cuerpo de satinados y firmes contactos. La vio de pie ante la chimenea, envuelta en fulgores de horno que inflamaban con tono arrebolado las nacaradas blancuras de su desnudez. Protestó, como siempre, al notar que el amante, incorporándose en la cama, buscaba el conmutador eléctrico. Nada de luz: ella gustaba de comenzar sus arreglos al fulgor de la chimenea. Más adelante podría encender. Y vagó por la habitación, buscando de mueble en mueble las piezas de ropa esparcidas al azar en la locura pasional del primer momento. Pasaba del resplandor de la chimenea a los rincones de sombra, preocupada con estas rebuscas, mostrando, en su impúdica distracción, al agacharse y erguirse, las más recónditas intimidades. Cada vez que tornaba al círculo de luz, una nueva prenda cubría su cuerpo.
Fernando la seguía con su vista desde el fondo del lecho, iluminada inferiormente de rojo y con el busto perdido en la penumbra. Bregaba jadeante y frunciendo el ceño con la angostura del corsé, que se resistía a encerrarla en su molde. Siempre ocurría lo mismo: su cuerpo, después de los supremos espasmos, parecía dilatarse en el reposo de la más noble de las fatigas. La veía encerrada en un medallón de seda, vestido interior impuesto por la estrechez de los trajes de moda, con cierto aire masculino y gracioso de doncel medieval, agitando sus crenchas cortas de gruesos bucles negros, su pelo verdadero, libre de los postizos del peinado, que esperaban sobre el mármol de la chimenea el momento del acople. La dama elegante, de gesto altivo e irónico, tomaba en la intimidad un aspecto de paje.
Después él se veía de pie, yendo hacia ella, con la voz ronca y temblona de emoción. «¡Paje adorado!… ¡Y no verte más! ¡Perderte dentro de poco!…»
Pero la amante, arreglándose el pelo ante el espejo, hablaba con una frialdad fingida, temblándole la voz. «Vístete… Vámonos pronto. ¡Y pensar que una noche como ésta tengo que ir con tía al Real!… ¡Qué rabia!»
Un estrépito de metales golpeados arrancó a Ojeda de su ensimismamiento. Esta impresión le hizo temblar, mientras su memoria retrogradaba al presente.
De nuevo se encontró en el invernáculo, ante los pliegos de la carta empezada. Los camareros recogían del suelo las teteras y bandejas, inmóviles poco antes sobre un aparador. El movimiento de las cosas era cada vez más violento. Casi toda la gente había desaparecido mientras soñaba Fernando con los ojos entornados. Algunos sillones mecíanse solos, como si quisieran juguetear entre ellos al verse sin ocupación; las mesas, abandonadas, crujían ladeándose lo mismo que en las evocaciones de espíritus. Sólo quedaba en las ventanas un débil resplandor lívido: la luz eléctrica descendía conquistadora de los techos, invadiendo hasta los últimos rincones. En el salón de lujo, algunas señoras pelirrubias, de mejillas rojas, hacían labores, o con las gafas caladas leían periódicos ilustrados. La música continuaba sonando imperturbable para ellas y los camareros.
Quiso arrancarse Fernando este paladeo de recuerdos melancólicos. «¡A escribir!» Necesitaba terminar la carta, pues al amanecer del día siguiente llegarían a puerto… Pero la música le retuvo, paralizando su voluntad con la vibración de algo conocido. ¿Qué cantaba el violoncelo?… Vio de pronto, como trazada en el aire por los sones graves de dicho instrumento, la varonil figura de Wolfram de Eschembach, el noble trovador consejero de Tannhauser el maldito, y su imaginación puso palabras al canto melancólico de las cuerdas. «¡Oh tú, mi dulce estrella de la tarde, que lanzas desde el fondo del cielo tu suave resplandor!…» El wagneriano canto le hizo recordar otra estrella aparecida en un momento doloroso de su existencia, y de nuevo olvidó el presente y quedó inmóvil en su asiento, como un cuerpo sin alma, como un fakir en rígida meditación, en torno del cual crecen las lianas y se enroscan las serpientes mientras su espíritu vive a miles de leguas.
Se vio en una calle mal alumbrada, levantándose el cuello del gabán mientras ella se estremecía en su abrigo de pieles. Les hacía temblar el brusco tránsito del dormitorio caldeado al vientecillo glacial del anochecer. Salieron de la casa con cierto encogimiento, sin atreverse a mirar los muebles y los cuadros, modesta decoración reunida al azar cuatro años antes. Guardaban demasiados recuerdos para ser contemplados con indiferencia, y ellos se habían propuesto mantener hasta el último momento su fingida serenidad. Ojeda dio unos duros a la portera, que les salía al paso arrebujada en un mantón para abrir los cristales del zaguán. La adelantaba la propina del próximo mes.
–¡Que Dios se lo pague, señoritos! Tápense bien, que hace mucho frío… ¡Hasta mañana, señoritos!
Fernando se conmovió con las palabras de la buena mujer. ¡Cuándo sería ese mañana!… Mañana vendría su viejo criado a levantar la casa, a llevarse aquellos muebles que él le regalaba para evitar la profanación de una venta.
Ella, al dar algunos pasos en la calle, se detuvo y ordenó imperiosamente:
–¡Escupe!…
¿Por qué?… Pasada la sorpresa, él obedeció. Recordaba que en todos sus viajes, cada vez que se creían felices en un lugar, formulaba su amante el mismo deseo. «Escupe para que volvamos.» Equivalía a dejar algo de sus personas que alguna vez había de atraerlos irresistiblemente. Hizo lo mismo ella, y súbitamente tranquilizada se agarró de su brazo. Los menudos pies, montados en altos tacones, vacilaban doloridos cada vez que descendían de la acera al arroyo empedrado con guijarros desiguales. Por esto se apoyaba con fuerza en Ojeda, haciéndole sentir del hombro a la rodilla el adorable y firme contacto de su cuerpo.
–Volverás, Fernando—murmuraba—. Se lo he pedido… a quién tú sabes, y así será. Tú te ríes de estas cosas, tú eres un impío, pero para eso estoy yo: para pedir por ti y que salgas en bien de esta aventura que se te ha metido en la cabeza.
¿Volver a Madrid?… Ojeda recordaba las palabras de su amante cuando al empezar la tarde se habían juntado. Ya que él se iba en la misma noche, ella saldría para París dos días después.
–¡Y así lo haré!—afirmaba la mujer—. ¡Oh, Madrid! ¡cómo lo odio! ¡qué horror quedarme aquí para siempre!… Y bien mirado, lo que temo es vivir en él… sin ti… ¡Pobrecito Madrid! ¡Yo que lo quiero tanto! ¡yo que te he conocido viviendo en él!… Pero no, no podría estar aquí una semana más. Te vería por todos lados; cada calle nos guarda un recuerdo. No; decididamente… lo detesto. Pero tú volverás, dime que volverás pronto. Piensa que has escupido para volver, y eso es importante. No vendrás aquí mismo… conforme… Pero volverás a Europa. ¡Y esto es Europa, Fernando!… Nos juntaremos en París, y si no en Suiza… o si te parece mejor en Italia, o tal vez en Atenas o El Cairo. Todo lo conocemos. ¡Hemos sido felices en tantos lugares!… Pero dime cuándo vas a volver. ¡Dímelo cierto!… ¡no me engañes!
El rostro de Fernando se crispó con una risa dolorosa. ¡Volver! Aún no había emprendido el viaje y al término de él le aguardaba lo desconocido, con sus aventuras y misterios. Volvería pronto; cuando más, tardaría un año. ¡Palabra!
–¡Un año!…—murmuró ella—. ¡Maldito dinero!
Pasaban ante el convento y tuvieron que bajar de la acera cediendo el paso a unas devotas enmantilladas de negro que se dirigían a la iglesia. Ojeda inclinó la cabeza. «¡Adiós, don Miguel!» Se despedía mentalmente del ilustre vecino. Aquél había sido un hombre completo, un hombre representativo de su época: soldado de mar y tierra, cautivo rebelde, héroe ignorado, creyente y mujeriego, adulador sin éxito de nobles y ricos. Sólo había faltado en la vida intensa del gran hidalgo el embarque para las Indias.
En las calles en cuesta que descendían a la Carrera de San Jerónimo, unos terrenos sin edificar dejaban abierto un ancho espacio de cielo entre las casas. Los ojos de los dos se fijaron al mismo tiempo en una estrella que resaltaba sobre las otras con brillo extraordinario. Él, volviendo la mirada hacia su compañera, creyó ver el reflejo del astro, como un punto de luz, en el temblor de una lágrima. A través del velillo del sombrero columbraba su pálido perfil, empequeñecido por un gesto de dolorosa timidez, los labios apretados, las alillas de la nariz dilatadas por la angustia, una raya profunda entre las cejas: la arruga vertical que anunciaba siempre sus preocupaciones y sus enfados.
–Oye, y no te burles—dijo ella rompiendo el silencio—. Quería pedirte que cuando estés allá y te acuerdes un poco de mí contemples a esta misma hora esa estrella. Lo pensé anoche… lo he pensado todas estas noches. Tú la mirarás acordándote de mí, y yo la miraré al mismo tiempo. Será como en las novelas… ¡y quien sabe si algo de nosotros llegará a encontrarse! ¡Hay en el mundo cosas tan misteriosas!…
Lo decía con acento de desesperada humildad, como un condenado a muerte que se acoge a la más absurda esperanza, y Ojeda, después de contestarle, se arrepintió de su franqueza ¡Pobre María Teresa! Cuando ella contemplase la estrella al anochecer, él estaría viendo el sol de las primeras horas de la tarde. Y aunque para los dos fuese de noche al mismo tiempo, ¡quién sabe si luciría sobre sus cabezas el mismo astro!… Cada hemisferio de la tierra tiene su cielo y sus constelaciones.
Ella bajó la frente, anonadada. «¡Tan lejos! ¡tan lejos!…» Con voz queda siguió haciendo preguntas, curiosa por conocer la distancia que iba a separarlos y atemorizada al mismo tiempo por su magnitud. ¿Y era cierto que una carta tardaría cerca de un mes en establecer la comunicación entre sus pensamientos? ¿Y transcurriría un espacio de tiempo igual para obtener la respuesta?… Ellos que se habían creído infelices cuando en sus cortas separaciones, viviendo el uno en Madrid y el otro en París, pasaban dos días sin noticias.
–Óyeme bien—dijo acortando el paso y fijando sus ojos en los de Fernando con imperiosa resolución—. No quiero que te vayas. ¡No te irás, no debes irte!… Me dice el corazón que va a ocurrir algo malo.
Golpeaba el suelo con un pie; apretaba convulsivamente con su garrita enguantada una muñeca de Ojeda, como si temiese verlo desaparecer.
Él tuvo un movimiento de impaciencia. ¡Quedarse!… Era imposible, le aguardaban allá. ¿Cómo podía ocurrírsele esto en el último momento?… Además, nada adelantarían con tal resolución. Unas horas de felicidad con la esperanza de que no iban a separarse, y luego, al día siguiente, las mismas exigencias que le obligarían a partir, la misma necesidad de rehacer su vida.
–No, Teri; tú sabes que debo marcharme. Tú misma me lo aconsejaste; te pareció bien que fuese como un valiente a la conquista de la fortuna. Hace un mes que hablamos del viaje con relativa tranquilidad, y ahora… ahora te opones como una niña. Valor; mírame a mí. ¿Crees que no sufro como tú?…
Pero ella bajaba la cabeza con obstinación. Habían hablado del viaje durante un mes tranquilamente porque todavía estaba lejos. Confiaba… sin saber en qué: no quería pensar. Era algo como la muerte, que todos sabemos que vendrá a su hora; pero la vemos tan lejos… ¡tan lejos!… Guardaba cierta calma cuando el viaje era sólo un motivo de conversación; pero ahora era una realidad, un hecho que iba a ocurrir dentro de unas horas, y no podía resignarse.
–Y no te veré, Fernando; ¡piénsalo bien! No te veré, y pasarán días, semanas, meses, ¡quién sabe si años!… Y tú tampoco me verás, y sólo habrá entre nosotros pedazos de papel en los que intentaremos poner el alma y sólo pondremos letras. ¡Señor! ¡Terminar así… tal vez para siempre, cuando hemos pasado cuatro años juntos, creyendo morir si transcurrían unas semanas sin vernos!…
Estaban en la Carrera de San Jerónimo, marchando en dirección contraria a la gran corriente de gentío que remontaba la calle hacia el interior de la ciudad. Las familias burguesas, endomingadas, llevaban blanqueados los zapatos por el polvo de los paseos. Grupos de hombres comentaban con enérgica gesticulación los incidentes de la corrida de novillos de aquella tarde. Mujeres del pueblo, tirando de la mano de sus pequeños, seguían al marido, que iba con la capa caída, la gorra ladeada y los ojos brillantes, canturreando todos algún coro de la zarzuela de moda. Venían de merendar en las Ventas y paladeaban la última alegría del vino barato, la tortilla de escabeche y la contemplación del mísero paisaje de las afueras, más abundante en techos de cinc, polvo y pianos de manubrio que en aguas y árboles.
–¡Qué rabia me da esta gente!—decía Teri mirándolos con hostilidad y evitando su contacto—. No, rabia no; ¡pobrecitos! Tal vez envidia… ¡Pensar que ellos se quedan y que tú te vas!… Son más dichosos que nosotros: vivirán aquí, donde tan felices hemos sido.
Luego añadió, con un acento de infantil ligereza que contrastaba con su máscara trágica y el brillo lunar de sus ojos:
–Mira, en vez de irte a América, de escribir versos y todas esas ambiciones de judío que te vienen de pronto por ganar dinero debías ser uno de éstos; albañil, por ejemplo: no, albañil no; podías caerte de un andamio, ¡pobrecito mío!… Carpintero; eso es; o ebanista… Ebanista mejor. Y estarías de lo más guapo con tu capa y tu gorra; y yo con mantón y moño alto, lleno de peinetas. Y ahora nos iríamos a nuestro barrio cogiditos del brazo; no como vamos, sino más alegres, y mañana de buena mañana, tú al taller y yo a buscar a mi hombre a mediodía con la cestita llena, y comeríamos juntos en un banco de paseo o al borde de una acera… Y mi hombre, como es buen mozo, seguramente que gustaría a otras, y yo me pelearía con ellas y les arrancaría el moño… Di, ¿no me crees capaz de reñir por ti, para que no se te lleve otra?… Pero el mundo está mal arreglado. ¡Y pensar que estas pobres gentes tal vez nos envidien a nosotros!… ¡A ti, que te vas sin saber por qué ni para qué! ¡A mí, que seguramente voy a morir!… No hay justicia, Señor, ni pizca de justicia.
Este deseo de vida popular transformó repentinamente sus ademanes y su lenguaje.
–¡Dinero cochino!… ¡dinero indecente! El tiene la culpa de todo lo que nos pasa. Por él te vas tú y me quedo yo muerta de pena. ¡Pero Señor! ¿no podría ser ese dinero canalla como el sol, como el aire, que es de todos y para todos? Las mujeres no entendemos de muchas cosas, pero yo creo que así debía arreglarse el mundo para que las gentes fuesen felices… Y si no puede ser así, que lo supriman al muy ladrón… No, no hables; no me irrites con tus palabrotas de sabio; no me hagas la contra, mira que estoy muy nerviosa. Di conmigo: «¡Muera el dinero!».
Y como si con estas palabras hubiese desahogado toda su indignación, añadió mansamente:
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