Читать бесплатно книгу «Los argonautas» Висенте Бласко-Ибаньеса полностью онлайн — MyBook
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Ocuparon los dos amigos una mesita inmediata a una de las puertas. Desde allí veían la ascensión por la amplia escalera de todos los que abandonaban el comedor. Pasaron ante ellos los hijos mayores del doctor Zurita con otros jóvenes argentinos que regresaban de París. Todos saludaron a Maltrana con amigable familiaridad. Sonreían al verle, recordando tal vez los cuentos con que amenizaba sus tertulias en el fumadero a altas horas de la noche, cuando finalizaban por cansancio las partidas de poker.

–Hermosa juventud—dijo a Ojeda su compañero—. Fíjese en los tipos: altos, musculosos, esbeltos y con una gran agilidad en los miembros. Deben ser famosos bailarines de tango. ¡Excelentes muchachos, todos amigos míos!… Vea sus dientes sanos de lobo joven; su pelo, tan abundante, que necesitan aplastarlo con pomada hasta formar dos almohadillas lustrosas. No queda en sus cabezas dónde plantar un cabello más. Son hermosos ejemplares del cultivo intensivo de la pilosidad… Y las manos finas, aunque estén deformadas por los ejercicios de fuerza; y los pies pequeños, reducidos, altos de empeine, cuidados con meticulosidad; de día siempre encerrados en charol con cañas de colores, de noche con forro de seda calada y escarpines que martirizarían a muchas señoras. Son pies que parecen tener una vida aparte, pies sabios que pueden seguir sin error las más difíciles combinaciones del baile… Y ellas igualmente ¡qué finura de extremidades!… En esta Arca de Noé, amigo Fernando, se reconoce el origen étnico de cada uno sólo con mirar al suelo… Mire esos otros que suben.

Y sonrieron los dos viendo ascender por los peldaños algunos pies de masculina dimensión, a pesar de que asomaban bajo una corola de faldas recogidas. Tras ellos subían enormes zapatos de hombre, embetunados y de fuerte morro, que dejaban en la alfombra una huella de pesadez. Muchos comerciantes que se habían endosado el frac en honor del soberano, guardaban sobre su abdomen la gruesa cadena de oro, cargada, como un relicario, de medallones, dijes, lápices y fetiches, y en los pies los fuertes botines de uso diario.

Ojeda acogió con incrédula sonrisa las consideraciones de su amigo acerca de la superioridad de una raza sobre otra por la finura de las extremidades.

–Los «latinos», como usted dice, Maltrana, somos bellamente ligeros, más «alados» que estas gentes del Norte. Se ve la influencia aristocrática de los conquistadores andaluces en los pies breves y graciosos de las sudamericanas. El indio también tiene el pie pequeño… Pero ¡quién sabe si el mundo no está destinado a ser una presa de los pies grandes! Fíjese con qué autoridad insolente y ruidosa van avanzando esos navíos de cuero y cartón. Allí donde se detienen se incrustan, y la pesada voluntad que los habita tiene que hacer un esfuerzo para cambiarlos de lugar. Marchan sin gracia y con lentitud, pero lo que ellos cubren es suyo y no lo abandonan. Nuestros pies son más graciosos, tienen algo del salto del pájaro, pero dejan poca huella.

Sonó una risa femenil, ruidosa, petulante, en la que se adivinaba un deseo de hacer volver las cabezas. Ascendió por la escalera un vestido de color de sangre, y detrás de su cola, majestuosamente suelta, varios fracs parecían correr para alcanzarlo y dominarlo.

–Nélida, nuestra amiga Nélida, con su escolta de admiradores—dijo Maltrana—. Todas las naciones de a bordo están representadas en este séquito amoroso. Sólo faltamos nosotros; pero tengo la certeza de que si usted no va a ella, ella le buscará.

Admiraba su boca de «tigresa en celo», según él decía; boca de húmedo carmesí, en la que brillaba luminoso el nácar de una dentadura voraz. Al abrirse con el desperezo de la risa, sus dientes, un tanto agudos, parecían surgir de este estuche rojo, como salen las uñas de la zarpa de un felino.

Ocupó una mesa ella sola, e inmediatamente la rodearon sus acompañantes. Hablaba en alemán, inglés, francés y español con todos ellos, llevándose a los labios un cigarrillo sin encender. Uno de los adoradores se inclinó ofreciéndole la llama de un fósforo.

–Ése es el que llaman «el barón»—dijo Maltrana—: un belga que nos abruma con su hermosura de Antinoo, petulante e insufrible lo mismo que esas muchachas que alcanzan en un concurso el premio de belleza… Por el momento, es el preferido.

–¡Nélida!… ¡Nélida!—gritó una voz de mujer.

Era la mamá, que, desde una mesa cercana, pretendía corregir con este llamamiento la audacia de su hija. Podía tolerarse que fumasen las artistas, pero no una señorita que viaja con sus padres. Bastaba ver la actitud de las damas que estaban en el jardín de invierno: fingían no reparar en ella, pero se adivinaba en sus ojos una impresión de escándalo… Todo esto pareció decirlo la madre con su mirada y su breve llamamiento. Pero Nélida se limitó a contestar fríamente: «¡Mamá!», y encogiéndose de hombros siguió fumando. La madre se replegó vencida, cruzó los brazos sobre el vientre y quedó en la inmovilidad de una esfinge cobriza al lado de su esposo, que hablaba con un vecino.

–Ese padre es admirable—dijo Isidro—, tan admirable como la niña. Vea su aire de patriarca, sus barbas y sus melenas canas, la mansedumbre con que habla y la deferencia con que escucha. Por dos veces se declaró en quiebra hace años; pero en América se olvidan pronto estas cosas, y según parece, vuelve ahora para reanudar sus antiguos trabajos.

Había perdido en Europa gran parte de su fortuna, pues lo que obtiene éxito a un lado del Océano no lo obtiene en el otro, y regresaba, después de catorce años de ausencia, con el propósito de explotar varios negocios estupendos, según él, que aún le quedaban por allá.

–Creo que es una mina—continuó—en el Norte de la república, cerca de Bolivia, no sé si de petróleo, de diamantes o de libras esterlinas recién acuñadas. Ha olido que soy pobre, y no se digna exponerme sus planes; pero ya verá cómo se le aproxima así que se percate de que usted desea trabajar en América y lleva dinero para eso. Le va a proponer algún negocio, como se lo está proponiendo en este momento a Pérez, el que se sienta a su lado; Pérez el anglómano, que se indignaba esta mañana en Tenerife; el «amigo de la civilización»… Y si el señor Kasper se digna interesar a usted en sus asuntos, inútil es decirle que su fortuna está hecha. ¡Padre extraordinario!…

Y Maltrana contempló al bondadoso patriarca con una admiración irónica.

–De vez en cuando se da cuenta de que existe su hija, y la acaricia bondadosamente. La madre, con el buen sentido que ha podido salvar de la oleada de grasa que invade su cuerpo, llama la atención de su marido sobre la conducta de Nélida. Los escrúpulos y preocupaciones de una educación recibida en una república del Pacífico la hacen protestar de los escándalos de esta muchacha, que nada tiene suyo, que física y moralmente pertenece al padre, y que mira con cierta superioridad, cual si fuese una nodriza o una criada vieja, a la mulatona que la llevó en el vientre… Y el padre se conmueve y abraza a Nélida. «¡Pobrecita! Las personas atrasadas no saben cómo debe educarse una joven moderna. Es la ignorancia, el fanatismo de la gente que habla español…» Y Nélida, que a su vez se acuerda de que tiene un padre, le acaricia las melenas con manoseos de gata amorosa y suspira agradecida: «Papá… papá…». La familia más interesante de todo el buque. Y aún falta el otro, el «guardia de corps».

Y señalaba un jovencito moreno, subido de color, sentado entre los adoradores de Nélida.

–Es el hermano pequeño, el único que se asemeja a la madre. Acompaña a Nélida por todo el buque, y ella lo acepta como una prolongación de la familia, porque esta vigilancia honorable le permite ir sola entre los hombres. El muchacho es medio imbécil, le dan ataques epilépticos, habla con incoherencia. Cuando ella tiene interés en quedarse sola lo envía al camarote para que busque cualquier cosa, y el chico se resiste recordando que debe obedecer a mamá. Pero intervienen los adoradores de la hermana, amigos que le dan champán y buenos cigarros, y acaba por ausentarse, hasta que se tropieza con la madre, que le riñe por haber olvidado sus deberes…

Ojeda, sintiendo un interés repentino por este relato, miraba a Nélida.

–Los dos hermanos—continuó Maltrana—se odian con un odio de raza, y por la noche disputan y se pegan. Ella enseña a sus amigos las marcas de los golpes; él oculta los arañazos bajo una capa de polvos, pero afirma con un rencor balbuciente que se lo contará todo a su hermano el mayor, el único equilibrado de la familia, un centauro de la Pampa, un estanciero, al que respeta el padre, adora la madre y tiene un miedo horrible la hermosa Nélida. Cuando habla de él se pone pálida. Se ve que este mozo del campo no cree en «la educación de una joven a la moderna», y arregla a palos los problemas de honor. La niña tiembla al pensar en la futura entrevista y en lo que pueda decir el hermanito, que la amenaza con sus revelaciones; por ella no llegaríamos nunca a Buenos Aires… Pero sus terrores pasan pronto: los olvida apenas se ve rodeada de hombres. Cuando se acaricia los labios con su lengua de gata, es capaz de saltar por encima del vengador de la Pampa que tanto miedo le infunde.

Otra vez los ojos negros de la madre, ojos abultados y dulces, que recordaban la mirada lacrimosa de los llamados andinos, se fijaron en la hija con una severidad titubeante. «¡Nélida!», volvió a gritar. Pero Nélida no se dignó responder, y bebiendo el resto de su taza púsose de pie, encendiendo otro cigarrillo. El grupo de fieles se levantó tras ella. Iban a pasear por la cubierta hasta la hora del baile. Salieron en tropel, y el hermano quiso reunirse con su madre, pero ésta se indignó:

–Anda vos con Nélida, grandísimo zonzo. ¿A qué venís acá?… No la perdás de vista.

Con éste, que era de su color y su sangre, mostrábase autoritaria la buena señora, obligándolo a correr detrás de Nélida.

El doctor Zurita, arrellanado en un sillón, seguía con los ojos entornados las espirales de humo de su gran cigarro. Las damas de su familia hablaban con otras argentinas de las mesas inmediatas.

–Le hago falta a mi buen doctor—dijo Maltrana—. Se está aburriendo con la charla de las señoras… Yo también siento la falta del magnífico cigarro que seguramente me guarda… ¿Usted sale a la cubierta, Ojeda?… Voy en busca del tributo.

Al aproximarse al doctor, éste pareció despertar, al mismo tiempo que rebuscaba en los bolsillos de su smoking.

Che, Maltrana; venga para acá, galleguito simpático… Tome uno de hoja.

Y le entregó un cigarro enorme, al mismo tiempo que añadía en voz baja:

–Siéntese, amigo, y conversemos… Diga qué le pareció esta fiesta de los gringos. ¡Qué pavada! ¿no?…

Ojeda salió a la cubierta. La luz de los reverberos incrustados en el techo de las dos calles iluminaba de alto a abajo a los paseantes, sin que sus cuerpos proyectasen sombra en el suelo. Caminaban apresuradamente, con una movilidad de bestias enjauladas, lo mismo que se camina en los colegios, los conventos y los presidios, buscando suplir con la rapidez de la locomoción lo limitado del espacio. Las mujeres desfilaban masculinamente, a grandes zancadas, temiendo la exuberancia adiposa de una digestión inmóvil. Desafiábanse los grupos a quién daría los pasos más largos, y circulaban con una rapidez de fuga entre las ventanas de los salones y los grupos acodados en las barandas.

Más allá del nimbo de luz láctea en que iba envuelto el buque, extendían el mar y la noche el misterio de su obscuro azul punteado de fosforescencias de agua y fulgores siderales. Algunos miraban las estrellas, discutiendo sus nombres. Gentes del otro hemisferio ojeaban impacientes el horizonte, creyendo ver asomar a ras del agua la famosa Cruz del Sur… No se distinguía aún; pero dentro de cuatro o cinco días la verían elevarse majestuosa en el firmamento. Y muchos parecían entusiasmados con esta esperanza, como si al contemplar la constelación admirada desde su niñez se creyesen ya en sus casas.

La noche era calurosa. Muchas gorras habían quedado abandonadas en las perchas del antecomedor. Las cabezas erguíanse descubiertas sobre el albo triángulo de las pecheras, brillando al pasar junto a los reverberos con reflejos de laca negra. Ni el más leve soplo de brisa desordenaba la armonía de los peinados femeninos. Al cruzarse los grupos en su apresurada marcha, se saludaban, como si no se hubiesen visto en mucho tiempo. Cambiaban sonrisas y guiños, lo mismo que en el paseo de una ciudad. Todas las mesas del fumadero estaban ocupadas. Algunos grupos tenían ante ellos un pequeño mantel verde y paquetes de naipes. Ojeda, en una de sus vueltas, vio al señor Munster a la puerta del café. Al fin iba a realizar sus deseos; ya tenía medio formada su partida de bridge. Había conquistado en el salón a la madre de Nélida, y creía poder contar igualmente con Mrs. Power. A pesar de esto, volvió a repetir, con una tenacidad de maniático:

–¡Qué extraño que usted no sepa, señor! ¡Un juego tan distinguido!…

Fernando, cansado de circular entre los grupos, que al encontrarse en sus vueltas se inmovilizaban obstruyendo el paso, se detuvo en la parte de proa, apoyándose en la barandilla. Sus ojos experimentaron la voluptuosidad del descanso al sumirse en el obscuro azul poblado de suaves luces. Circulaba a su espalda el movimiento humano acompañado de vivos resplandores; ante él la silenciosa calma del mar tropical, dormido como un lago sin riberas.

Estaba triste. La alegría del champán que le había acompañado al levantarse de la mesa, convertíase ahora, al quedar solo, en una melancolía inexplicable. Ojeda se comparaba a ciertas vasijas en cuyo interior los líquidos más dulces se agrían, perdiendo su perfume. ¡Ay, el doloroso recuerdo de lo que dejaba atrás!…

Un sentimiento confuso de despecho y envidia uníase a su tristeza. Así como el buque iba entrando en los mares tranquilos de inmóvil esmeralda, en las noches cálidas pobladas de titilaciones de espuma y de luz, parecía transformarse. Un ambiente de dulce complicidad, de bondadosa protección, extendíase desde los salones lujosos a los más profundos camarotes. Hombres y mujeres de idiomas diferentes, que habían subido al trasatlántico en distintos puertos y lo abandonarían en diversas tierras, se buscaban, se saludaban, se sonreían, para acabar paseando juntos, hablando en alta voz palabras sin interés, y mirándose al mismo tiempo fijamente en las pupilas, inclinando la cabeza el uno hacia el otro como impulsados por una atracción irresistible. Obscuros instintos servían de guía a la gran masa para seleccionar sus afectos, fraccionándose en grupos de dos seres, según las afinidades de sus gustos o las ocultas atracciones reflejadas en los ojos. Se modelaba aquella noche el boceto de lo que iba a ser esta sociedad lejos del resto de la tierra, vagabunda sobre una cáscara de acero en el desierto de los mares. Este mundo efímero, que sólo podía durar diez o doce días, ofrecería los mismos incidentes de un mundo que durase siglos. Los diez días iban a representar en la vida de muchos tanto como diez años.

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