Por entonces abandonó Gabriel el ambiente tranquilo de la librería religiosa. Su fama de humanista había llegado hasta un editor vecino de la Sorbona que publicaba libros clásicos, y Luna, sin salir de la orilla izquierda del Sena, saltó al Barrio Latino para corregir pruebas en latín y griego. Ganaba doce francos al día: mucho más que aquellos canónigos de Toledo que en otros tiempos le parecían grandes duques. Vivía en un hotelito de estudiantes, cerca de la Escuela de Medicina, y sus discusiones vehementes por la noche, entre el humo de las pipas, con los compañeros de hospedaje, le instruían tanto como los libros de la odiada ciencia. Aquellos estudiantes que le prestaban volúmenes o le indicaban los autores que debía buscar en sus horas libres en la biblioteca de la montaña de Santa Genoveva, reían como paganos ante sus exaltadas afirmaciones de antiguo seminarista.
Durante dos años, el joven Luna no hizo otra cosa que leer. De vez en cuando se permitía acompañar a sus amigos en alguna escapatoria, sumiéndose en la vida alegre y amorosa del barrio. Gastó los codos de sus mangas en las mesas de las cervecerías. La Mimí de Murger pasó varias veces ante él menos melancólica que en la obra del poeta, y el ex seminarista tuvo sus idilios de una tarde de domingo en los bosques inmediatos a París. Pero Gabriel no era un temperamento amoroso; la curiosidad, el ansia de saber, le dominaban, y después de estas escapadas, de las que volvía más fresco, con el cerebro más despierto, como si saliera de un baño que calmaba su juventud, entregábase con mayores ánimos al estudio. La Historia, la verdadera Historia, cuya fría limpidez contrastaba con la intrincada maraña de prodigios de los cronicones leídos en la niñez, abatió gran parte de sus creencias. El catolicismo no fue ya para él la religión única. Ya no partió en dos períodos la historia de la Humanidad, antes y después de la aparición en Judea de unos hombres obscuros que se esparcieron por el mundo predicando una moral cosmopolita sacada de las máximas de los pueblos orientales y de las enseñanzas de la filosofía griega. Las religiones fueron para él invenciones humanas, sometidas a las condiciones de existencia de todo organismo, con su infancia generosa, capaz de ciegos sacrificios, su virilidad absorbente y dominadora, en la que las antiguas dulzuras se convierten en imposiciones autoritarias del poder, y su vejez irremediable, con una lenta agonía que hace que el enfermo, adivinando su próximo fin, se agarre a la vida con el ansia de la desesperación.
La antigua fe intentaba renacer en Luna, pugnando por arrojar lejos las nuevas convicciones que le dominaban; pero las lecturas del día siguiente bastaban para borrar estas reminiscencias que agitaban durante la noche su pensamiento. El cristianismo no era ya para Gabriel más que una de las muchas manifestaciones del pensamiento humano, deseoso de explicarse la presencia del hombre en la tierra y el pavoroso misterio de lo que pueda existir más allá de la muerte. Estos dos problemas venían preocupando al ser humano desde que, salido de la barbarie prehistórica, con una casa que le pusiera al abrigo de las fieras, un vestido que le librase del frío y la tierra cultivada asegurando su nutrición, pudo desarrollar la más tardía de sus facultades: el pensamiento.
Su fe en el catolicismo como religión única desapareció completamente. Al perder sus creencias en el dogma perdió también, como consecuencia lógica, aquella fe en la monarquía que le había llevado a pelear en las montañas. Apreciaba ahora claramente la historia de su país sin prejuicios de raza. Los historiadores extranjeros le mostraban la triste suerte de España, estacionada en el período crítico de su desarrollo, cuando salía joven y vigorosa del fecundo período de la Edad Media, por el fanatismo de sacerdotes e inquisidores y la demencia de unos reyes que, faltos de medios, quisieron resucitar la monarquía de los Césares, agotando al país en esta empresa de locos. Los pueblos que habían roto con el Pontificado, volviendo para siempre la espalda a Roma, eran más prósperos y felices que aquella España que dormitaba como una mendiga a la puerta de la iglesia.
En este período de su evolución intelectual, Gabriel tuvo un ídolo, y muchas tardes abandonaba el trabajo para ir a oírle durante una hora en el Colegio de Francia. Era Ernesto Renán. Luna le admiraba con doble afecto: por su talento y por su historia. Era como de su familia. El grande hombre había pasado también por el Seminario y guardaba aún cierto aspecto clerical, como si hubiera sufrido más hondamente la presión del troquel eclesiástico. Era un rebelde: «los martillos para derribar el templo, dentro del templo se forjaban». Cumplíase la ley fatal de todas las religiones, cuando la fe se desvanece y la gran muchedumbre no siente el fervor de la primera edad.
Gabriel se asombraba viendo cómo iba el sabio desentrañando los orígenes intelectuales del pueblo hebreo, que habían servido de base al cristianismo; cómo desarmaba el inmenso retablo ante el cual había permanecido de rodillas la humanidad diecinueve siglos, pieza por pieza, marcando sus diversas procedencias. El seminarista español se indignaba contra su antigua fe con toda la fogosidad de un temperamento vehemente. ¡Y él había podido creer en todo aquello, considerándolo el resumen de la humana sabiduría! El cristianismo desempeñaba un papel beneficioso en un período de la infancia de la humanidad. Llenaba la vida de los hombres durante la Edad Media, cuando no podía darse un paso fuera de la religión, y en la tierra, asolada por las luchas, no había otra esperanza que el cielo ni más lugar de asilo para el pensamiento que la catedral en la ciudad y el monasterio en el campo. «Las ferias, las reuniones para negocios o placeres—como decía su maestro—, eran fiestas religiosas; las representaciones escénicas eran misterios; los viajes, peregrinaciones, y las guerras, cruzadas.» Pero después se partía la vida: lo religioso a un lado, lo humano a otro. El arte colocaba la Naturaleza sobre el ideal; los hombres pensaban más en la tierra que en el cielo: la Razón nacía; cada uno de sus avances era un paso atrás para la Fe, y llegaba el momento, por fin, en que los clarividentes, los que se inquietaban por el porvenir, pensaban ya en cuál había de ser la nueva creencia que sustituyese a la religión agonizante. Luna no vacilaba: la Ciencia, únicamente la Ciencia ocuparía el hueco de la religión, muerta para siempre.
Influido por el helenismo de su maestro, que fácilmente prendía en él, acostumbrado como estaba al trato diario con los autores griegos, soñaba con que la humanidad del porvenir fuese una inmensa Atenas, una democracia artística y sabia gobernada por grandes pensadores, sin más luchas que las de las ideas ni otra ambición que la de pulir la inteligencia, de costumbres dulces y dedicada a los goces del espíritu y al culto de la Razón.
De sus antiguas creencias, Gabriel sólo conservaba la idea de Dios creador con cierto escrúpulo supersticioso. Algo le desconcertaba la astronomía, estudio al que se había entregado con entusiasmo casi infantil, atraído por el encanto de lo maravilloso. Aquel infinito por el que en otro tiempo revoloteaban las legiones de ángeles, y que servía de camino a la Virgen en sus descensos terrenales, se poblaba de pronto de miles de millones de mundos, y cuanto más potentes eran los instrumentos inventados por el hombre, mayor se hacía su número, prolongándose las distancias en una inmensidad que causaba vértigos. Unos cuerpos se atraían a otros girando por el espacio a razón de millares y millones de leguas por minuto, y toda esta nube de mundos caía y caía, sin pasar dos veces por el mismo punto de la silenciosa inmensidad, en la que surgían otros astros y otros y otros, así como iban perfeccionándose los instrumentos de observación. ¿Dónde estaba en este infinito el Dios que fabricaba la tierra en seis días, que se irritaba por el capricho de dos seres inocentes sacados del barro y hechos carne de un soplo, y hacía surgir de la nada el sol y tantos millones de mundos, sin más objeto que alumbrar este planeta, triste molécula de polvo de la inmensidad?
El Dios de Gabriel, al perder la forma corporal que le habían dado las religiones y difundirse en la creación, perdía todos sus atributos. Al agigantarse para llenar el infinito, confundiéndose con él, se hacía tan sutil, tan impalpable para el pensamiento, que casi era un fantasma. El panteísmo, como decía Schopenhauer, equivale a licenciar a Dios por inútil.
Los estudiantes amigos de Gabriel pusieron en sus manos los libros de Darwin, de Büchner y de Haeckel; y el secreto de la creación natural, que inquietaba su pensamiento después de la abolición de la omnipotencia divina, se desgarró ante sus ojos. Vio cómo había surgido la vida sobre aquella esfera que rodaba centenares de millones de años en el espacio, sufriendo cataclismos y transformaciones. Cuando la vejez enfriaba su corteza, la vida animal asomaba como una consecuencia del medio favorable, ajustándose a las condiciones de éste, comenzando con formas tímidas y microscópicas de existencia, con el musgo que apenas cubre las rocas, con el animal que apenas presenta los vestigios de un organismo rudimentario. Y con este prólogo de la creación natural comenzaba la vida, desarrollándose al través de millones y millones de años, interrumpida a veces por los cataclismos de la tierra agitada por las últimas crisis de su crecimiento, y continuando adelante con la ciega tenacidad que anima a la Naturaleza. Era una cadena infinita de evoluciones, de formas abortadas y de organismos triunfantes por la selección, hasta llegar al hombre, que, por un esfuerzo supremo de la materia que encierra su cráneo, sale de la bestialidad, se despoja de la envoltura animal de sus antecesores, a los que hace sus esclavos, y reina sobre el planeta.
Nada quedó en Gabriel de sus antiguos ideales. Su conciencia fue un campo raso sobre el que había soplado el vendaval. La última creencia, la postrera, que aún se mantenía erguida como un monolito en medio de ruinas, explicando el origen de la creación, se vino abajo. Luna se despidió de Dios como de un fantasma consolador que se interpone entre el hombre y la Naturaleza.
Pero el antiguo seminarista no era capaz de permanecer inactivo con su bagaje de nuevas ideas. Necesitaba creer en algo, dedicar a la defensa de un ideal la fe de su carácter, hacer uso de aquel ardor de proselitismo que había causado admiración en la clase de Elocuencia del Seminario. La sociología revolucionaria se apoderó de él. Primero fue Proudhon con sus audaces escritos; después completaron la obra algunos «militantes» que trabajaban en la misma imprenta que él, viejos soldados de la Commune que acababan de volver del destierro o de las prisiones de Oceanía, y reanudaban su campaña contra la organización social con un ardor acrecentado por los dolores sufridos y el ansia de venganza. Con ellos fue a las reuniones del anarquismo; oyó a Reclús y al ex príncipe Kropotkine, y las palabras del difunto Miguel Bakounine llegaron a él como el evangelio de un San Pablo del porvenir..
Gabriel había encontrado su nueva religión y se entregó por completo a ella, soñando en la regeneración de la humanidad por el estómago. Creyendo en una vida futura, los desgraciados aún tenían el falso consuelo de la felicidad después de la muerte. Pero la religión era mentira, y no, existiendo más vida que la presente. Luna se indignaba contra la injusticia social, que condena a la miseria a muchos millones de seres para la felicidad de unos miles de privilegiados. La autoridad, fuente de todos los males, era para él el mayor de los enemigos. Había que matarla, pero creando antes hombres capaces de subsistir sin amos, sacerdotes y soldados. La dulzura de su carácter, el odio que le inspiraba la violencia después de sus tres años de guerrillero, le hacían apartarse de los nuevos camaradas, que soñaban con hecatombes por la dinamita y el puñal para aterrar al mundo, obligándolo a aceptar por el miedo las nuevas doctrinas. No; él confiaba en la fuerza de las ideas y en la inocente evolución de la humanidad. Había que trabajar como los primeros apóstoles del cristianismo, seguros del porvenir, pero sin prisa por ver realizadas sus ideas; puestos los ojos, en la labor del día, sin pensar en los años y los siglos que tardaría en dar su fruto.
El ardor del proselitismo le hizo abandonar París a los cinco años. Sentía el ansia de ver mundo, de estudiar por sí mismo las miserias sociales y las fuerzas de que disponían los desheredados para su gran transformación. Además, veíase molestado por la vigilancia de la policía francesa, a causa de sus íntimas relaciones con los estudiantes rusos del Barrio Latino, jóvenes de mirada fría y lacias melenas, que osaban implantar en París las venganzas del nihilismo. En Londres conoció a una inglesa joven, enferma, que, movida como él por el ardor de la propaganda revolucionaria, iba de la mañana a la noche por los paseos y los alrededores de los talleres repartiendo folletos y hojas impresas que guardaba en una caja de sombreros siempre pendiente de su brazo. Lucy fue al poco tiempo la compañera de Gabriel. Se amaron sin arrebato, con una pasión fría y calmosa, más por la comunidad de ideales que por la instintiva aproximación del sexo; un amor de revolucionarios, con el pensamiento dominado por la rebeldía contra lo existente, sin dejar sitio a otros entusiasmos.
Luna y su compañera pasaron a Holanda y a Bélgica y se instalaron después en Alemania, siempre viajando de grupo en grupo de compañeros, dedicándose a diversos trabajos, con esa facilidad de adaptación de los revolucionarios universales, que sin dinero corren el mundo sufriendo privaciones y encontrando siempre, en el momento difícil, una mano fraternal que los levanta y los pone de nuevo en camino.
A los ocho años de esta vida, la amiga de Gabriel murió tísica. Estaban en Italia. Luna, al verse solo, se dio cuenta por primera vez del dulce apoyo que le había prestado la compañera de su vida. Olvidó sus entusiasmos revolucionarios para llorar a Lucy, lamentándose del vacío que dejaba en su existencia. No la había amado como aman los demás hombres, pero era su compañera, su hermana; se compenetraban los dos en gustos y aficiones; la miseria en común los había fundido en una sola voluntad. Además, Gabriel sentíase aviejado antes de hora por aquella existencia de aventuras emocionantes y penosas privaciones. En varios sitios de Europa le habían encarcelado por sospechas de complicidad con los terroristas. La policía le había golpeado muchas veces. Comenzaba a serle difícil viajar por el continente, pues su fotografía figuraba con la de muchos compañeros en los centros policíacos de las principales naciones. Era un perro vagabundo y peligroso, que acabaría por ser expulsado a puntapiés de todas partes.
Gabriel no podía vivir solo. Estaba habituado a ver cerca de él unos ojos azules, a oír una voz acariciadora, con inflexiones de pájaro, que le animaba en los momentos difíciles, y no pudo resistir la soledad en tierra extraña después de la muerte de Lucy. Despertóse en él un vehemente amor por la tierra natal. Quería volver a España, de la que tanto se había burlado, y que ahora, a pesar de su atraso secular, le parecía interesante. Pensaba en sus hermanos, que seguían agarrados como plantas a los sillares de la catedral, sin enterarse de lo que ocurría en el mundo, sin buscar noticias suyas, como si lo hubieran olvidado.
Con repentino impulso, como si temiese morir lejos del suelo natal, volvió a España. En Barcelona le proporcionaron los compañeros la dirección de una imprenta, pero antes de ocupar su puesto quiso pasar unos días en Toledo. Volvía envejecido antes de los cuarenta años, hablando cuatro o cinco idiomas y más pobre que salió de allí. Supo que su hermano el jardinero había muerto, y que la viuda refugiada con su hijo en un desván de las Claverías, lavaba ropa para los canónigos. Esteban, el Vara de palo, le acogió después de tan larga ausencia con la misma admiración que cuando estaba en el Seminario. Se hacía lenguas de sus viajes y convocaba a toda la gente del claustro alto para que oyera a aquel hombre que iba de una parte a otro del mundo como si fuese su propia casa. En sus preguntas embrollaba dolorosamente la geografía; no reconociendo en ella más que una división: países de herejes y de cristianos.
Gabriel compadecíase de la miseria tranquila de aquella gente; admiraba su mansedumbre de servidores del templo, satisfechos de vegetar y morir en el mismo sitio, sin curiosidad alguna por lo que ocurría más allá de los muros. La iglesia le parecía una gran ruina. Era el caparazón de piedra de un animal en otros tiempos poderoso y fuerte, pero que había muerto hacía más de un siglo, deshaciéndose su cuerpo, evaporándose su alma, sin dejar otro vestigio que aquella envoltura exterior, semejante a las conchas que encuentran los geólogos en los yacimientos prehistóricos, y que por su estructura dejan adivinar las partes blandas del ser extinguido. Viendo las ceremonias del culto, que en otros tiempos le conmovían, sentía impulsos de protesta, deseos de gritar a sacerdotes y acólitos que se retirasen, pues su tiempo había pasado, la fe había muerto, y únicamente por rutina y por miedo a la opinión ajena volvía la gente a aquellos lugares que antes llenaba de la mañana a la noche el fervor religioso.
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