Читать книгу «Asesinato en la mansión» онлайн полностью📖 — Фионы Грейс — MyBook.
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CAPÍTULO CINCO

―¡Creía que eran unas vacaciones! ―explotó la voz furiosa de Naomi al otro lado del teléfono que Lacey sujetaba con el hombro.

Ésta suspiró, dejando de escuchar el sermón de su hermana y sin dejar de escribir en el ordenador de la biblioteca de Wilfordshire. Estaba comprobando el estado de su aplicación online para pasar de una visa de vacaciones a una de creación de negocio.

Tras reunirse con Stephen, se había dedicado en cuerpo y mente a la investigación y había descubierto que, como hablante inglesa con una buena cantidad de capital en el banco, lo único que se le exigía era un plan de negocios decente, algo con lo que tenía amplia experiencia gracias a la costumbre de Saskia de descargar todas sus responsabilidades sobre sus hombres aunque estuviesen muy por encima de su posición. Sólo había necesitado algunas tardes para compilar el plan de negocio y entregarlo, y había sido un proceso sin la más mínima dificultad que había hecho que se sintiese todavía más segura de que el universo estaba guiando su nueva vida.

La pantalla entró en el portal oficial del gobierno británico y vio que su solicitud todavía aparecía como «pendiente». Estaba tan desesperada por empezar que no pudo evitar hundirse un poco en su silla, decepcionada. Volvió a concentrarse en la voz de Naomi, que seguía hablando junto a su oído.

–¡No puedo CREER que vayas a mudarte! ―estaba gritando su hermana―. ¡De manera permanente!

–No es permanente ―le explicó Lacey con calma. A lo largo de los años había acumulado mucha práctica para no dejar que los cambios de humor de Naomi la provocasen―. La visa es sólo para dos años.

Ups. Paso en falso.

–¿DOS AÑOS? ―chilló Naomi, llegando a la cúspide de su enfado.

Lacey puso los ojos en blanco; había sido completamente consciente de que su familia no apoyaría su decisión. Naomi la necesitaba en Nueva York para que le hiciera de niñera, al fin y al cabo, y su madre la trataba básicamente como una mascota que ofreciese apoyo emocional. El mensaje eufórico que había enviado al grupo Chicaz Doyle había sido recibido con la misma gratitud con la que se habría recibido una bomba nuclear y ahora, días más tarde, todavía estaba lidiando con las consecuencias.

–Sí, Naomi ―contestó con voz decepcionada―. Dos años. Creo que me lo merezco, ¿no te parece? Le entregué catorce años a David, quince a mi trabajo, y Nueva York me ha tenido durante treinta y nueve. ¡Ya casi tengo cuarenta, Naomi! ¿De verdad quieres pasarte toda la vida viviendo en el mismo sitio? ¿Tener sólo una clase de trabajo? ¿Estas únicamente con un hombre?

El atractivo rostro de Tom apareció en su mente al decir aquello, y Lacey sintió cómo las mejillas se le caldeaban al instante. Había estado tan ocupada organizando su nueva vida en potencia, que no había vuelvo a la pastelería. Su visión de los largos desayunos en el patio se había visto sustituida de manera temporal por un plátano que se comía por el camino y un frappucino preparado que vendía la tienda de alimentación. De hecho, no se le había ocurrido hasta ahora que, si su trato con Stephen y Martha salía adelante, acabaría alquilando el local que había justo delante del de Tom y lo vería todos los días por la ventana. El estómago le dio un salto de pura felicidad al pensarlo.

–¿Qué pasa con Frankie? ―lloriqueó Naomi, devolviéndola a la realidad.

–Le he enviado unos caramelos.

–¡Necesita a su tía!

–¡Y todavía me tiene! No me he muerto, Naomi, simplemente voy a vivir durante una temporada en el extranjero.

Su hermana colgó la llamada.

«Treinta seis años pero como si tuviese dieciséis», pensó Lacey con sarcasmo.

Guardó el teléfono en el bolsillo y, al hacerlo, notó que algo parpadeaba en la pantalla del ordenador. El estado de su solicitud había cambiado de «pendiente» a «aprobada».

Lacey se levantó de un salto, soltando un gritito y alzando el puño en señal de victoria. Todos los ancianos que habían estado jugando al solitario en los demás ordenadores se giraron, mirándola alarmados.

–¡Lo siento! ―exclamó Lacey, intentando controlar su entusiasmo.

Volvió a dejarse caer en su silla, sin aliento por el asombro. Lo había conseguido. Le había dado luz verde a que pusiera en marcha su plan. Y había sido todo tan fácil que no pudo evitar sospechar que el destino había tenido algo que ver…

Excepto que todavía quedaba un último obstáculo que superar. Necesitaba que Stephen y Martha accediesen a alquilarle el local.

*

Lacey se sentía ansiosa mientras deambulaba por el centro del pueblo. No quería alejarse demasiado de la tienda porque, en cuanto recibiese la llamada de Stephen, iría directa hacia allí con la chequera en la mano y un bolígrafo para cerrar el trato  antes de que su lado autosaboteador le dijera que no era capaz de hacer algo así. Pero se le daba excepcionalmente bien entretenerse mirando escaparates, así que se puso manos a la obra examinando todo lo que podía ofrecerle el pueblo. De repente sus zapatos náuticos baratos se atascaron entre dos adoquines, haciendo que perdiese pie y se torciera el tobillo, momento en el que comprendió que, si quería que la tomasen en serio como una posible propietaria de un negocio, tendría que despedirse de toda su conjunto informal de tienda de segunda mano.

Puso rumbo hacia la boutique de ropa que había junto al local vacío que esperaba que se pasase a ser suyo en breve.

«Bien puedo conocer a los vecinos», pensó.

Cruzó la puerta y se encontró en un espacio con aspecto de lo más minimalista en el que sólo se habían expuesto ciertos objetos muy concretos. La mujer que había tras el mostrador alzó la vista ante su entrada, y arrugó la nariz con prepotencia al ver el atuendo que llevaba puesto. Era delgada como un palo y con un aspecto bastante severo, pero llevaba el cabello castaño y ondulado peinado exactamente igual que Lacey. Ésta pensó, divertida, que el vestido negro que llevaba la dependienta hacía que pareciese una especie de clon maligna de ella misma.

–¿Puedo ayudarla? ―preguntó la mujer con voz aguda y desagradable.

–No, gracias ―contestó Lacey―. Sé exactamente lo que quiero.

Eligió un traje de dos piezas de entre las perchas, uno del mismo tipo que había acostumbrado a llevar en Nueva York, pero se detuvo de golpe. ¿De verdad quería replicarse a sí misma? ¿Quería vestirse como la mujer que había sido antes? ¿O quería ser una persona distinta?

Volvió a girarse hacia la dependienta.

–En realidad, quizás sí que me venga bien un poco de ayuda.

El rostro de la mujer permaneció impasible mientras salía de detrás del mostrador y se acercaba. Estaba claro que asumía que Lacey iba a ser una pérdida de tiempo ―¿qué clase de persona que comprase en tiendas de segunda mano podía permitirse ir de compras en una boutique como aquella?―, y Lacey esperaba ansiosa que llegase el momento de hacer aparecer su tarjeta de crédito delante de la cara sentenciosa de aquella mujer.

–Necesito algo para ir a trabajar ―dijo―. Formal, pero no demasiado envarado, ¿sabes?

La mujer parpadeó.

–¿A qué se dedica?

–A las antigüedades.

–¿Antigüedades?

Lacey asintió con la cabeza.

–Ajá. Antigüedades.

La mujer eligió algo de entre las perchas. Era un conjunto a la moda, ligeramente atrevido y con un toque andrógino en el corte. Lacey se lo llevó al probador y se lo puso para comprobar la talla; el reflejo que le devolvió la mirada desde el espejo le dibujó una enorme sonrisa en los labios. Estaba fabulosa, si se le permitía decirlo. La dependienta, a pesar de su expresión agriada, tenía un gusto impecable y se le daba muy bien elegir prendas que sentasen bien a cualquier cuerpo.

Salió entusiasmada del probador.

–Es perfecto; me lo quedo. Y cuatro más en otros colores.

La dependienta arqueó las cejas bruscamente.

–¿Disculpe?

El teléfono de Lacey empezó a sonar y, al mirar la pantalla, vio que era una llamada desde el número de Stephen.

El corazón le dio un salto. ¡Había llegado el momento! ¡La llamada que tanto había estado esperando! ¡La llamada que decidiría su futuro!

–Me lo quedo ―le repitió a la dependienta; la anticipación había conseguido que le faltase la respiración―. Y cuatro más en los colores que creas que me queden bien.

La dependienta pareció ligeramente perpleja mientras iba a la habitación trasera ―a uno de esos horribles cobertizos que hacían de almacén, pensó Lacey― en busca de más conjuntos.

Contestó al teléfono.

–¿Stephen?

–Hola, ¿Lacey? Estoy con Martha. ¿Podrías pasarte por la tienda para hablar?

Su tono sonaba prometedor y Lacey no pudo evitar sonreír.

–Desde luego. Estaré allí en cinco minutos.

La dependienta volvió con los brazos llenos de trajes y Lacey se percató de la impecable paleta de colores que había elegido: carne, negro, azul marino y rosa suave.

–¿Quiere probárselos? ―preguntó la mujer.

–No. Si son iguales que éste, me fío. ¿Puedes cobrarme, por favor? ―Habló a toda prisa; su voz reflejaba lo poco que le quedaba de paciencia―. Oh, y me llevaré éste puesto.

La dependienta no parecía nada impresionada con el modo en que Lacey estaba intentando meterle prisa y, casi como venganza, se tomó su tiempo pasando por cada todos los trajes y doblándolos cuidadosamente y envolviéndolos en papel de seda.

–¡Espera! ―exclamó Lacey cuando la mujer sacó una bolsa de papel para meter toda la ropa dentro―. No puedo llevar una bolsa de una tienda. Necesitaré un bolso. Uno bueno. ―Desvió la mirada hacia la hilera de bolsos expuestos en la estantería que había detrás de la cabeza de la mujer―. ¿Puedes elegirme uno que pegue con los trajes?

A juzgar por la expresión de la dependienta, uno podría pensar que estaba lidiando con una loca. Pero, a pesar de todo, se giró, consideró los bolsos que había a la venta, y eligió uno de mano de tamaño grande con una hebilla dorada.

–Perfecto ―comentó Lacey, dando saltitos como una corredora que estuviese esperando el disparo de salida―. Cóbralo.

La mujer hizo lo que se le ordenaba y empezó a llenar cuidadosamente el bolso con los trajes.

–Serán…

–¡ZAPATOS! ―gritó de repente Lacey, interrumpiéndola. Menuda cabeza de chorlito; si habían sido precisamente los zapatos náuticos de tan mala calidad los que le habían llevado hasta allí―. ¡Necesito zapatos!

La dependienta logró parecer, de algún modo, todavía menos impresionada que antes. Quizás creía que Lacey le estaba gastando una broma pesada y que al final de la compra se escaparía corriendo.

–Nuestros zapatos están allí ―contestó con frialdad, haciendo un gesto con el brazo.

Lacey examinó la pequeña selección de preciosos zapatos de tacón que habría llevado de estar en Nueva York, donde había considerado que unos tobillos doloridos era un riesgo laboral que debía correrse, pero ahora las cosas eran distintas, se recordó a sí misma. No tenía ninguna necesidad de llevar unos zapatos que le doliesen.

Su mirada se posó en unos zapatos brogue negros; encajarían a la perfección con la calidad andrógina de su nueva colección de trajes. Fue directo hacia ellos.

–Éstos ―dijo, dejándolos en el mostrador, justo delante de la dependienta.

La mujer no se molestó en preguntarle si quería probárselos, así que los pasó por la caja y se tapó la boca con el puño para soltar una pequeña tos cuando el precio que apareció en la pantalla de la caja alcanzó los cuatro dígitos.

Lacey sacó su tarjeta, pagó, se puso los zapatos nuevos, le dio las gracias a la dependienta, y salió dando saltitos de la tienda para entrar en el local vacío que había al lado. La esperanza le floreció en el pecho; estaba a tan solo unos momentos de distancia de recibir las llaves de parte de Stephen y convertirse en la vecina de la para nada impresionada dependienta de la tienda en la que acababa de adquirir una identidad completamente nueva.

Stephen la miró como si no la reconociera cuando cruzó la puerta.

–Creía que habías dicho que parecía un poco atolondrada ―dijo en voz baja la mujer que había junto a él y que debía de ser su esposa, Martha. Si había intentado ser discreta, había fallado por completo; Lacey pudo oír todas y cada una de sus palabras.

Se señaló la ropa.

–Tachán. Le dije que sabía lo que estaba haciendo ―bromeó.

Martha le dirigió una mirada a Stephen.

–¿Qué te tiene tan preocupado, viejo tonto? ¡Es la respuesta a nuestras plegarias! ¡Dale ahora mismo el alquiler!

Lacey no se lo podía creer. Menuda suerte. Estaba claro que el destino había intervenido.

Stephen se apresuró a sacar varios documentos de un maletín y los colocó sobre el mostrador, frente a Lacey. A diferencia de los papeles del divorcio a los que Lacey se había quedado mirando con incredulidad en un momento de pesar y disociación corporal, aquellos parecían brillar llenos de promesas y oportunidades. Sacó su bolígrafo, el mismo con el que había firmado los papeles del divorcio, y plasmó su firma sobre el documento.

Lacey Doyle. Propietaria de un negocio.

Su nueva vida quedaba sellada.

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