Читать книгу «Asesinato en la mansión» онлайн полностью📖 — Фионы Грейс — MyBook.
image

CAPÍTULO CUATRO

Lacey se asomó a la ventana del escaparate vacío, rebuscando en su mente los recuerdos que había despertado en ella, pero no logró visualizar nada en concreto. Se trataba más de un sentimiento, algo más profundo que la sensación de nostalgia y que rozaba el enamorarse de alguien.

Siguió mirando por la ventana y, al distinguir el interior, vio que la tienda estaba vacía y las luces apagadas. El suelo era de madera pálida y había muchas estanterías empotradas en distintos nichos, además de una gran mesa de madera contra una de las paredes. La lámpara que colgaba del techo era una antigua de latón. «Y cara», pensó. «Deben de habérsela dejado por error».

Fue entonces cuando se percató de que la puerta de la tienda no estaba cerrada así que, incapaz de contenerse, entró en ella.

Del interior del local manó un olor metálico mezclado con el del polvo y el moho, y Lacey se vio sacudida al instante por otro golpe de nostalgia. Aquel olor era exactamente el mismo que había tenido la vieja tienda de antigüedades de su padre.

Siempre le había encantado aquel sitio. De niña había pasado muchas horas en el laberinto que formaban todos aquellos tesoros, jugando con las escalofriantes muñecas de porcelana china y leyendo toda clase de comics infantiles de coleccionistas, desde Bunty hasta The Beano, pasando por los excepcionalmente raros y valiosos originales de Rupert El Oso. Pero lo que más le había gustado de todo había sido examinar las distintas baratijas e imaginarse qué vidas y personalidades debían de haber tenido las personas a las que habían pertenecido en una ocasión. Había una lista sin fin de chismes, peculiaridades y artilugios, y cada uno de aquellos objetivos había tenido el mismo extraño aroma mezcla de metal, polvo y moho que estaba oliendo en aquel preciso instante.

Del mismo modo en que ver el Cottage Crag junto al océano había despertado en ella su antiguo sueño de la infancia de vivir junto al mar, ahora se encontró recuperando el antiguo deseo infantil de tener su propia tienda.

Hasta la distribución del local le recordaba a la antigua tienda de su padre. Miró a su alrededor y las imágenes sacadas de lo más profundo de su memoria se superpusieron a lo que veían sus ojos, casi como si fuese una hoja de papel de calco colocada sobre un dibujo. De repente fue capaz de ver las estanterías repletas de preciosas reliquias ―principalmente menaje de cocina victoriano, algo en lo que su padre había estado especialmente interesado― y allí, en el mostrador, visualizó la gran caja registradora de latón, ésa tan anticuada y voluminosa con las teclas duras que su padre había insistido en usar porque «te mantiene ágil mentalmente» y «mejora tu capacidad mental para las matemáticas». Lacey sonrió para sí misma, soñadora, mientras las palabras de su padre le resonaban en los oídos y las imágenes y recuerdos se reproducían frente a sus ojos.

Estaba tan perdida en su ensoñación que no oyó los pasos que salían de la parte trasera del local y se dirigían hacia ella, ni tampoco notó al hombre al que pertenecían dichos pasos y que emergió por la puerta con el ceño fruncido y marchó directamente hacia ella. No se percató de que no estaba sola hasta notar un golpecito en el hombro.

El corazón le dio un salto en el pecho y Lacey estuvo a punto de soltar un grito de sorpresa, girándose bruscamente. Tras un segundo su cerebro se dignó a captar el rostro del desconocido: era un anciano de cabello blanco y ralo, ojos de un azul brillante y unas bolsas amoratadas bajo los ojos.

–¿Puedo ayudarla? ―dijo el hombre con tono brusco y nada amistoso.

Lacey se llevó la mano al pecho. Le hizo falta un momento para comprender que no el hombre que le había tocado el hombro no era el fantasma de su padre, y que ella tampoco era una niña en mitad de su tienda de antigüedades, sino una mujer adulta de vacaciones en Inglaterra. Una mujer adulta que, en aquel momento, había irrumpido en una propiedad privada.

–¡Oh, Dios mío, lo siento muchísimo! ―exclamó a toda prisa―. No me había dado cuenta de que había alguien. La puerta estaba abierta.

El hombre la fulminó con la vista con gesto escéptico.

–¿Es que no ve que la tienda está vacía? Aquí no hay nada que comprar.

–Lo sé ―continuó, acelerada y desesperada por limpiar su buen nombre y borrar el ceño lleno de desconfianza que tenía aquel anciano en la cara―. Pero no he podido contenerme. Este lugar me recuerda tanto a la tienda de mi padre. ―Para su sorpresa, los ojos se le llenaron de repente de lágrimas―. Llevo sin verlo desde que era niña.

El ademán del hombre cambió en un instante y pasó de estar ceñudo y a la defensiva a ser suave y amable.

–Querida, querida, querida ―dijo con gentileza, sacudiendo la cabeza mientras Lacey corría a secarse las lágrimas―. No pasa nada, querida. ¿Tu padre tenía una tienda como ésta?

Lacey se sintió avergonzada al instante por haber descargado sus emociones sobre aquel hombre, además de culpable por haberlo hecho reaccionar así, como un terapeuta experimentado que mostraba compasión sin juicio alguno, interés y que la animaba a hablar en lugar de llamar a la policía para sacarla de su propiedad. Pero no pudo evitarlo; se abrió a él y dejó que fuese su corazón el que cogiese las riendas.

–Vendía antigüedades ―explicó, con una sonrisa de nuevo en los labios ante los recuerdos incluso mientras las lágrimas seguían aguándole los ojos―. El olor de este local me ha hecho sentir tanta nostalgia, y lo he recordado todo de golpe. La tienda tiene hasta la misma distribución. ―Señaló hacia la habitación trasera por la que debía de haber entrado aquel hombre―. Aquella sala se usaba como almacén, pero siempre quiso convertirla en una sala de subastas. Era muy larga, y daba a un jardín.

El hombre empezó a reírse por lo bajo.

–Venga a echar un vistazo. Esta habitación también es larga, y da a un jardín.

Emocionada por su compasión, Lacey lo siguió a través de la puerta y entró en la habitación trasera. Era larga y estrecha, lo que le daba cierto parecido con un vagón de tren, y casi idéntica a la que su padre había soñado con convertir en una sala de subastas. La cruzó y salió a un maravilloso jardín largo y estrecho que debía medir unos quince metros. Había plantas llenas de color por todas partes, y unos árboles y arbustos ubicados en lugares estratégicos ofrecían la cantidad perfecta de sombra. Una valla alta hasta la rodilla era lo único que lo separaba del jardín de la tienda aledaña, que al parecer lo usaba únicamente como almacén y había puesto varios cobertizos de plástico grandes, feos y grises y una hilera de cubos de basura. En comparación, el jardín en el que estaba Lacey parecía inmaculado.

Le dio la espalda al jardín vecino, centrándose en el del local.

–Es increíble ―dijo con efusividad.

–Sí, es un lugar muy bonito ―contestó el hombre, recogiendo una maceta que estaba tumbada y enderezándola―. La gente que lo tenía alquilado lo usaba como residencia y tienda de jardinería.

Lacey notó al instante el aire melancólico en su voz. En ese momento se percató de que el gran invernadero de cristal que tenía delante tenía las puertas abiertas de par en par y que había varias plantas con sus macetas tiradas por el suelo, con los brotes aplastados y la tierra diseminada por toda la zona. Empezaba a sentir curiosidad; el ver aquellas plantas tiradas así en un jardín que por otra parte había sido cuidadosamente atendido parecía de lo más raro. Su mente dejó a su padre de lado al instante y se centró en el presente.

–¿Qué ha pasado? ―preguntó.

La expresión del anciano era ahora de lo más triste.

–Por eso estoy aquí. Esta mañana he recibido una llamada de uno de los vecinos diciendo que parecía que habían vaciado el local durante la noche.

Lacey jadeó.

–¿Les han robado? ―Su mente no lograba asimilar el concepto de un crimen en el precioso y tranquilo pueblo costero de Wilfordshire. Le parecía que se trataba de la clase de lugar donde lo peor que podía ocurrir era que el clásico niño travieso robase una tarta recién hecha del alféizar de la ventana en el que la habían dejado para que se enfriase.

El hombre negó con la cabeza.

–No, no, no. Se han marchado. Han recogido todo lo que tenían a la venta y se han ido. No me han dado ningún preaviso, y también me han dejado con todas sus deudas. Facturas de suministros sin pagar y una montaña de recibos. ―Volvió a sacudir la cabeza con tristeza.

Lacey se quedó sorprendida al oír que la tienda llevaba vacía únicamente desde aquella mañana y que se había metido sin darse cuenta en un escenario en desarrollo, introduciéndose por accidente en una misteriosa narrativa que no había hecho más que comenzar.

–Lo siento muchísimo ―dijo, sintiendo una empatía genuina hacia aquel hombre. Ahora le tocaba a ella interpretar el papel de terapeuta y devolver el gesto amable que le había mostrado antes―. ¿Irá todo bien?

–En realidad no ―contestó taciturno―. Tendremos que vender el local para pagar las facturas y, sinceramente, yo y mi esposa somos demasiado mayores para esta clase de estrés. ―Se dio un golpecito en el pecho como para indicar la fragilidad de su corazón―. Pero tener que despedirse de este sitio será una maldita lástima. ―La voz le falló―. Lleva años en la familia. Lo adoro. Hemos tenido a algunos arrendatarios de lo más coloridos en todo este tiempo. ―Se rió por lo bajo y los ojos se le aguaron al recordarlo―. Pero no. No podemos volver a pasar por un bache así. Es demasiado estrés.

La tristeza de su voz fue suficiente como para romperle el corazón a Lacey. Qué situación más horrible en la que encontrarse. Qué terrible. La profunda empatía que sentía hacia el anciano resonaba con su propia situación, con el modo en el que le habían arrancado injustamente la vida que había creado con David en Nueva York. Sintió la repentina responsabilidad de que debía solucionar aquel problema.

–Alquilaré el local ―soltó, pronunciando aquellas palabras antes de que su cerebro tuviese tiempo de comprender lo que estaba diciendo.

Las cejas blancas del anciano se arquearon con una sorpresa más que evidente.

–Perdona, ¿qué acaba de decir?

–Lo alquilaré ―repitió Lacey a toda prisa, antes de que la parte lógica de su mente tuviese oportunidad de intervenir y quitarle aquella idea de la cabeza―. No puede venderlo; tiene demasiada historia, usted mismo lo ha dicho. Tiene demasiado valor sentimental. Y yo soy una persona de extrema confianza. Tengo experiencia llevando un negocio. Más o menos.

Pensó en la guardia de seguridad de cejas oscuras del aeropuerto y en cómo le había dicho que necesitaría una vida para trabajar, y la confianza con que ella le había asegurado que lo último que quería hacer mientras estuviese en Inglaterra era trabajar.

¿Y qué pasaba con Naomi? ¿Y con su trabajo con Saskia? ¿Qué iba a hacer?

De repente, nada de todo eso importaba. La sensación que había sacudido a Lacey al ver el local había sido algo parecido a amor a primera vista, e iba a tirarse de cabeza.

–¿Y bien? ¿Qué le parece? ―le preguntó al hombre.

En anciano parecía algo sobrecogido, y Lacey no pudo culparle. Aquella americana desconocida vestida con un conjunto salido de una tienda de segunda mano le estaba preguntando si podía alquilar su local, un local que ya había decidido que iba a vender.

–Bueno… Yo… ―empezó a decir―. Sería agradable que pudiese seguir en la familia un poco más. Y ahora tampoco es un buen momento para vender, no con cómo está el mercado. Pero primero tendría que hablar con mi esposa Martha.

–Por supuesto ―concedió Lacey. Escribió a toda prisa su nombre y su teléfono en un trozo de papel y se lo tendió, sorprendida por lo segura que se sentía―. Tómese todo el tiempo que necesite.

A fin de cuentas, ella también necesitaba algo de tiempo para solucionar el tema de la visa, organizar un plan de negocios, pensar en las finanzas, el stock y… bueno, en todo. Quizás debería empezar por comprar el libro de Guía para idiotas sobre cómo llevar una tienda.

–Lacey Doyle ―dijo el hombre, leyendo el papel que le había tendido.

Lacey asintió con la cabeza. Dos días antes, aquel nombre se le había antojado completamente desconocido, pero ahora volvía a parecer el suyo.

–Yo soy Stephen ―continuó el anciano.

Se dieron la mano.

–Esperaré ansiosa tu llamada ―dijo Lacey.

Y, con aquello, salió del local con el corazón lleno de anticipación. Si Stephen decidía alquilárselo, acabaría quedándose en Wilfordshire de un modo mucho más permanente de lo que había planeado en un principio. Aquella idea debería haberla asustado pero, en lugar de eso, la dejó encantada. Parecía lo correcto. Y más que lo correcto, parecía el destino.