–Se me dise, señore, que ahí afuera hay un hombre de coló que desea fraternisá con nosotros. ¿Tenéis inconveniente en que esta víctima de la injustisia sosial entre a saludaros?
–¡Que entre, que entre ahora mismo!—gritaba la asamblea como un solo hombre, presa de entusiasmo abolicionista.
Entonces Valle abría la puerta y sacaba de la mano al negrito, el cual se dejaba abrazar de todos los comensales entre vítores y aplausos. Y después se emborrachaba como cualquier blanco, y aun mejor algunas veces. Este personaje oportuno, que llegaba siempre por casualidad al final de los banquetes abolicionistas, andando el tiempo llegó a ser conocido en Madrid. La gente solía decir cuando pasaba por la calle: «Ahí va el negrito de Valle.»
Las ideas políticas de éste, aunque muy democráticas, estaban templadas por aquella eterna y dulce y amable sonrisa de que hemos hecho mención: esta sonrisa era el mejor salvo-conducto para entrar y ser bien acogido en todos los salones de la corte: gracias a ella, D. Bernardo Rivera, que no tenía pizca de demócrata ni abolicionista, se dignaba otorgarle su amistad protectora:—«Es un muchacho excelente—solía decir,—salvo sus ideas…; pero ya las irá modificando con el tiempo.» Con aquella sonrisa, beneficiada con acierto, se podía hacer una gran carrera.
Los dos pollos (como doña Martina los llamaba) fueron saludados con efusión por los presentes. D. Bernardo les entregó generosamente su mano, aunque sin perder un punto la gravedad que tan bien le sentaba. Al instante se entabló una conversación animadísima acerca de los asuntos que entonces embargaban la atención de la corte: uno de ellos era la llegada reciente del célebre tenor Mario. Romillo lo esclareció de un modo notabilísimo; entre otros datos importantes, hizo saber que Mario había dado orden a L'Hardy, el pastelero de la Carrera de San Jerónimo, de que no vendiese más botellas de champagne, pues probablemente necesitaría él las existencias que hubiese.
–¡Ave María purísima! ¿Pero se las va a beber todas?—exclamó cándidamente Hojeda.
–Sí señor—repuso gravemente Romillo.—Se bebe por término medio una docena de botellas todos los días.
–¡No haga V. caso, hombre!—exclamó doña Martina riendo.—Este Romillo siempre tiene ganas de bromas. Se las beberán entre él y sus amigachos.
Estaban a los postres. Romillo y Valle fueron invitados a tomar café y se sentaron a la mesa. Después del tenor Mario, versó la plática sobre los fusilamientos de algunos sargentos que se habían sublevado. Romillo dio acerca de este punto pormenores no menos interesantes: uno de los reos no había quedado muerto en el acto; se levantó pidiendo misericordia; el confesor trató de interponerse entre él y los cañones de los fusiles; pero el General que mandaba las tropas acudió, y alzando la espada lleno de cólera, le dijo:
–¡Padre cura, a su puesto, o le fusilo a V. en el acto!
–¡Qué horror!—exclamó Valle, poniendo los ojos en blanco y posándolos después blandamente sobre Eulalia.
–En efecto—dijo D. Bernardo,—es muy triste todo eso, pero de absoluta necesidad. ¿Dónde iríamos a parar si no se castigase con mano fuerte la rebelión?
–Que se castigue de otro modo señó; la pena de muerte debe ser proscrita de los códigos.
–No vayamos a las declamaciones, amigo Valle: la pena de muerte debe de subsistir mientras haya criminales que la merezcan. V. es muy joven, querido, y tiene las ideas generosas, pero irreflexivas, propias de la juventud. Cuando V. haya vivido más, verá que no puede gobernarse con el corazón, sino con la inteligencia.
–Tal ves sea lo que usté dise… pero yo no lo puedo remediá… ¡me causan horró todas las penas corporale!
Al pronunciar estas palabras sus labios estaban contraídos por una sonrisa de inefable dulzura, mientras sus ojos seguían mirando a la primogénita de Rivera.
D. Bernardo todavía se dignó contradecir otras cuantas veces al joven abolicionista, favor que éste supo apreciar en lo que valía, procurando dar a sus argumentos un sesgo sentimental que no molestase poco ni mucho al respetable prohombre: dejábase acorralar algunas veces, otras se escapaba por medio de un sofisma evidente, otras se confesaba vencido, aunque persistiendo en sus creencias.
–Sus rasone son poderosa, no tienen vuelta de hoja, lo comprendo perfectamente; pero no puedo juzgá a la humanidad tan mal; sigo creyendo que lo medio suave son preferible.
La discusión de esta suerte era sabrosa para don Bernardo, y nada perdía con ello el joven cubano. Doña Martina le contemplaba con admiración y simpatía, participando de sus opiniones caritativas. Eulalia le escuchaba sin disgusto, que era lo mejor que podía esperarse de esta severa doncella.
Al fin Romillo llamó la atención de todos, sacando del bolsillo del gabán un lindo artefacto, que según dijo le acababan de enviar de París. Era un estereoscopio de nuevo sistema; de otro bolsillo sacó una colección de vistas, iluminadas unas, otras sin luz, representando los paisajes y monumentos más notables del universo. En torno de él se agruparon inmediatamente todos, exceptuando el jefe de la familia, a quien no podían interesar tales bagatelas, y Romillo fue colocando las vistas y mostrándoselas, explicando previamente lo que significaban.
–Alrededores de Nápoles… Ahí tienen VV. el Vesubio a un lado… el golfo debajo…
–¡Hermoso país!—exclamó D. Facundo, que después de los niños, y acaso antes, era el que con más afán ponía los ojos en los cristales.—Hombre, qué ganas tengo yo de hacer un viaje por Italia.
–Pues a ello.
–¡Si no se gastase tanto!
–Pero, hombre de Dios, ¿para quién quiere usted ese gatazo que tiene en casa? ¿No es mejor que se divierta por cuenta de los herederos?—dijo doña Martina.
–Mi gato está más flaco de lo que V. piensa, Martinita.
–La torre inclinada de Pisa.
–¡Vaya una cosa rara y sorprendente!—exclamó el coronel.—Yo no sé cómo ha podido construirse esa torre.
–Haciendo que la vertical que pasa por el centro de gravedad, caiga dentro de la base—manifestó Carlitos, que había estudiado su poquito de física en la escuela.
–Muy bien, chico, muy bien—repuso el coronel mirándole.—Eres ya un sabio.
Carlitos se puso colorado de gusto. Pero Enrique, que estaba detrás, se indignó con aquella prueba de sabiduría que acababa de dar su hermano, y le dijo al oído:
–¡Farol! ¿Ya has metido la cucharada? ¡Farol de retreta!
El Gran Arquitecto, que tenía mucho puntillo y no estaba avezado a sufrir injurias tan manifiestas, le alumbró por toda contestación una soberana morrada en las narices. Pero Enrique, que conocía a dónde llegaban las fuerzas de su erudito hermano, sin proferir una queja, se arrojó sobre él como un león, y le hubiera despedazado a no intervenir muy oportunamente en la contienda doña Martina.
–Envía esos niños a la cama—ordenó D. Bernardo.
–Ahora, ahora; en cuando lleven a Miguel a su casa—repuso la señora.—Estoy esperando que el criado concluya de comer.
–El puerto de la Habana—dijo Romillo poniendo el estereoscopio delante al coronel.
–Su país de V.—dijo Eulalia a Valle, con un amago de sonrisa.
–¿Tiene V. deseos de ver su tierra?—preguntó doña Martina.
–¡Y cómo no, señora!—respondió el cubano poniendo otra vez los ojos en blanco y con afluencia admirable.—¿No he de tener deseo de ver a mi paí, lo sitio donde se han deslisado lo año de mi infansia? ¿No he de tener grabado en mi corasón aquello paraje tan delisioso, aquella naturalesa tan rica? ¿No he de apetesé encontrarme otra ves en medio de aquella selva vírgene, bajo un sielo siempre asul, y bebé el agua del coco y comé la piña y el plátano y la guayaba?
Hablaba de carrera y sin detenerse cual si le hubiesen dado cuerda.
Cuando terminó el panegírico, volvió a poner los ojos en su sitio, y el rostro perdió repentinamente su expresión animada, como si el mecanismo interior se hubiese parado.
–Paisaje de las orillas del Nilo—manifestó Romillo.
–De aquí salieron las siete vacas gordas y las siete flacas que vio José en sueños, ¿no es verdad?—preguntó doña Martina mientras miraba con atención por los cristales.
–Justamente—contestó Hojeda,—las que simbolizaban los años de abundancia y de miseria. ¿No anda por ahí el palacio de Faraón, Martinita?
–No señor, no le veo; lo que sí hay son unos animales muy feos, así como serpientes grandes…
–A ver, mamá, déjame ver…—dijo Carlitos con mucho afán.
Su mamá le puso el estereoscopio delante.
–Son cocodrilos—manifestó enseguida el niño con suficiencia.—Pertenecen a la clase de los reptiles, orden de los saurios, familia de los crocodílidos.
–¡Mucho, mucho, chico!—manifestó el coronel con la misma sorna.
–Todos los animales se dividen en cinco tipos…
–¿Nada mas?
–No señor, nada más: vertebrados, articulados, moluscos, radiados y heteremorfos… Lo que hay es que después se dividen en clases, órdenes, familias, géneros y especies… Los vertebrados se dividen en cinco clases: mamíferos, aves, reptiles, anfibios y peces; los mamíferos en catorce órdenes: bimanos, cuadrumanos, quirópteros, insectívoros, fieras, pinnípedos…
–Vamos, niño, basta—dijo a esta sazón don Bernardo, que comenzaba a ver lo ridículo de todo aquello.
–Roedores, desdentados, proboscideos, paquidermos…
–¡Basta te digo, niño!
–Solípedos, rumiantes, sirenios y cetáceos.
–¡Si no te callas, Carlitos, voy allá y te arranco las orejas! Cuidado con lo cargante que se pone este chiquillo algunas veces!
–¡Anda, bien empleado te está, por farol!—le dijo por lo bajo Enrique.
–Déjele V., amigo Rivera, déjele V. esplayarse. ¿V. no sabe que la ciencia a veces produce indigestiones?—manifestó el coronel.
Carlitos cerró la boca muy mohíno.
–El templo de Santa Sofía en Constantinopla—vea V., coronel—dijo Romillo.
–¡Hombre, muy hermoso!… No sabía yo que en Constantinopla hubiese un templo semejante. ¡Qué columnas tan preciosas! ¡qué columnas!…
–Vea V., D. Facundo, vea V.—dijo Romillo quitándoselo al coronel y poniéndoselo delante al boticario.
Al mismo tiempo apretó un resorte que el aparato tenía, y trocó la vista del templo por la de una figura obscena. Sólo para esta broma había comprado y traído el estereoscopio.
Hojeda apartó instantáneamente los ojos horrorizado, y encarándose con el coronel, le preguntó con retintín:
–¿Y le gusta a V. esto, coronel?… ¡No están malas columnas!
El coronel le miró sorprendido.
–A ver, a ver…—dijeron todos.
Romillo volvió a colocar la vista primitiva, que fue muy celebrada. Entonces D. Facundo, viéndole sonreír, cayó en la broma y comenzó a dirigirle miradas iracundas; y hasta se acercó a él disimuladamente para decirle por lo bajo con voz irritada:
–¡Parece mentira que un joven bien educado traiga aquí esas porquerías!
–¿Qué tiene V., D. Facundo?—preguntó Juanito en voz alta.
El boticario, desconcertado con la audacia de aquel mequetrefe, contestó lleno de confusión:
–Nada, nada; le preguntaba a V. si aún faltaban muchas vistas… porque deseo retirarme temprano esta noche.
–Si no te molesta mucho, Facundo—dijo don Bernardo,—desearía que te quedases un ratito aún con nosotros. Tengo una sorpresa que darte…
–Molestarme… de ningún modo… aguardaré lo que tú quieras…
El estereoscopio continuó dando juego algún tiempo, y mientras lo daba, apareció en el comedor el último retoño de los Sres. de Rivera, que venía dormido en brazos de la nodriza. Era una niña de catorce meses, de carita ovalada y pálida, con cierta expresión triste y reflexiva.
–Aquí está mi Serafina—exclamó la madre llena de gozo y orgullo.
Los tertulios fueron depositando un beso en la frente de la criatura, procurando no despertarla, y la nodriza se retiró.
Terminaron al fin las vistas. Romillo guardó su estereoscopio, no sin recibir antes algunas miradas como saetazos del indignado Hojeda. Valle había conseguido acercarse a la primogénita de los Rivera, y procuraba entretenerla agradablemente hablándole de sus muchísimas ocupaciones, lo requerido y solicitado que era de todo el mundo, los aplausos que ganaba donde quiera que pedía la palabra, etc., etc. Los niños habían formado un grupo y se divertían en un rincón, exceptuando el comedido Vicente, que se paseaba silenciosamente a lo largo de la estancia, bien resuelto a no ser confundido con aquella chiquillería. Doña Martina, el coronel, Romillo y Hojeda, formaban el núcleo de la tertulia, departiendo alegremente en torno de la mesa, mientras el señor de Rivera se mantenía un poco alejado de ellos con un periódico en la mano. Al cabo, dejándolo sobre la mesa y acercándose, les dijo soplando antes repetidas veces:
–Voy a darles a VV. una noticia que creo ha de serles grata, dada la amistad que me profesan y el cariño y el interés con que han compartido hasta ahora, lo mismo nuestros pesares que nuestras alegrías.
Todos alzaron la cabeza con sorpresa.
–Pero antes de dársela, les ruego que me aguarden aquí algunos instantes. Trataré de ser breve, para que la curiosidad no les pique mucho tiempo.
Y salió del comedor.
–¿De qué se trata, doña Martina, de qué se trata?—preguntaron a una voz todos.
–Señores, yo no lo sé tampoco—repuso ésta, dejando no obstante adivinar en sus ojos gozosos que lo sabía perfectamente.
–Vamos, Martinita, dígalo V.
–¡No lo sé, Hojeda, no lo sé!…
–Señores, aguardemos, ya que doña Martina no quiere decirlo—manifestó Romillo.—D. Bernardo no puede tardar mucho.
Tardó, sin embargo, más de lo que contaban; un buen cuarto de hora lo menos. Al fin se oyó en el pasillo algo como repiqueteo de armas y espuelas, y apareció en la puerta el Sr. de Rivera vestido de máscara.
Gran asombro en todos los circunstantes.
–Pero, ¿qué es eso, D. Bernardo?
–Señores—dijo éste solemnemente;—el capítulo de caballeros de la orden de San Juan de Jerusalem, me ha hecho la honra de recibirme en su seno. Aquí me tienen VV. de gran uniforme…
–Muy lindo, Rivera, muy lindo… está V. admirablemente—dijo el coronel, sin poder comprenderse bien, por la entonación, si hablaba seria o irónicamente. Lo más cierto debía ser lo último, porque D. Bernardo estaba hecho un verdadero adefesio. El uniforme era de color rojo subido. Parecía una langosta cocida; y para que la semejanza fuese más notable, la muchedumbre de cordones y correas que le envolvían remedaban bastante bien las antenas de aquel animalucho. Un espadón disforme le colgaba de la cintura; el tricornio estaba adornado con plumas.
–¡Y qué calladito se lo tenía!—dijo Valle.
–Yo lo sabía ya hace días, pero no me atrevía a publicarlo, comprendiendo que D. Bernardo se estaba haciendo el uniforme para dar una sorpresa a sus amigos, como así resultó—repuso Juanito Romillo, a quien molestaba muchísimo el ignorar cualquier noticia.
–Está muy bien, ¿no es verdad?—preguntó doña Martina, llena de cándido orgullo.
–Admirable, señora, admirable—contestó el coronel con voz cavernosa.—A ver Rivera, dé V. la vuelta para que le examinemos por todas partes…
D. Bernardo giró gravemente en redondo, haciendo sonar el terrible espadón y las espuelas. En aquel instante se oyó un resuello singular en la estancia, al cual siguió una explosión de carcajada contenida. Era el pobre Miguel que, después de haber trabajado como un héroe para contener la risa, poniéndose colorado como un pimiento, había reventado al fin, con gran dolor de su alma. Su tío le clavó una mirada capaz de dejarle seco en el acto; los demás le miraron también severamente y con asombro; nadie dijo nada, sin embargo. Después que se hubo desahogado, bajó la cabeza lleno de confusión y vergüenza. D. Bernardo se retiró inmediatamente, y en el comedor hubo unos momentos de silencio embarazoso. Hojeda, para templar el mal efecto de la imprudencia del niño, se apresuró a entablar conversación acerca de la orden de San Juan, haciendo de ella y de sus miembros calurosos elogios. Sin embargo, doña Martina, que estaba realmente enojada, al cabo de pocos minutos llamó al ayo de los niños para que subiera a acostarlos, y ordenó al lacayo que condujese a Miguel a su casa.
El chico se despidió, todavía confuso, de la tertulia, y dejó la casa de su tío, situada en la calle del Prado, y se fue paso entre paso con el lacayo hasta la suya, que estaba en la del Arenal.
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