Читать бесплатно книгу «Riverita» Armando Palacio Valdés полностью онлайн — MyBook

III

A comer, a comer—dijo doña Martina.

Y en el mismo instante un criado apareció con la humeante sopera entre las manos.

D. Bernardo se levantó para ofrecer el asiento al coronel Bembo; pero éste, conociendo las costumbres de la casa, se guardó muy bien de aceptarlo; si el anfitrión hubiera cambiado de sitio, quizá no le sentase tan bien la comida. Ocupó un puesto a su derecha; sentáronse Vicente, Carlos y Miguel en las sillas que doña Martina les fue designando, mientras Hojeda aguardaba en pie a que todos estuviesen colocados para acomodarse.

Faltaba Eulalia.

–¿Dónde está Eulalia?—preguntó su madre.

El criado manifestó que la había visto hacía un instante subir a su cuarto. Enrique y Miguel se miraron y sonrieron como cazurros; pero estaban un poco pálidos.

–A ver—dijo doña Martina al criado,—suba usted al cuarto de la señorita y dígale que ya estamos a la mesa.

No hubo necesidad. En aquel momento apareció Eulalia, toda sofocada, con los ojos llorosos y una jofaina entre las manos.

–¿Qué es eso?—preguntó doña Martina con sorpresa.

–¡Mamá, no sabes lo que han hecho en mi cuarto esos chicos!—profirió Eulalia con trabajo y dispuesta a sollozar.—¡Todo lo han revuelto y estropeado!… ¡Los polvos de los dientes llenos de agua!… ¡Los frascos de esencia abiertos y menos de mediados!… ¡El jabón hecho una repla!… ¡Los cepillos de dientes por el suelo!… ¡La esponja llena de porquería!… ¡La colcha de mi cama llena de betún! Y la toalla ¡mira cómo la han dejado!…

Y exhibió a los circunstantes con una mano la toalla donde estaban señalados como carbón los dedazos asquerosos de su primo y hermano, y con la otra la jofaina, conteniendo un licor negro y espeso, que al moverse la dejaba teñida.

–¿Pero quién ha hecho eso?—preguntó doña Martina.

–Enrique y Miguel.

–¡Se habrá visto muchacho más cerdo!—exclamó, dando la vuelta a la mesa para acercarse al primero.

Y luego que se hubo acercado le arrimó un par de bofetadas que se oyeron en la cocina, y sobre éste otro par, y otro después, y así sucesivamente, hasta que D. Bernardo exclamó en voz alta e imperiosa:

–¡Mujer!

Doña Martina suspendió la corrección y volvió los ojos a su esposo con sorpresa.

–Observa—dijo éste bajando la voz y señalando al coronel—que hay personas delante…

–Dispénseme V., coronel—manifestó la señora sofocada aún por la ira;—pero no lo puedo remediar… ¡Este hijo con sus cochinerías me quita la vida!

El hijo, en tanto, daba tales gritos, que no diré en la cocina, sino en toda la vecindad debieran oírse perfectamente.

Se había levantado de la silla, y en el colmo del furor pegaba allá en un rincón patadas horrendas en el suelo.

–¡Contra! ¡recontra! ¡me c… en diez!… ¡Por esa cochina!… ¡por esa sinvergüenza!… ¡por esa metebaza!…

–¡Chis! ¡chis!… ¡Silencio, niño!—dijo D. Bernardo, frunciendo aún más la frente, lo cual, en verdad, parecía imposible.

–¡Vamos, Enrique!—exclamó doña Martina, procurando reprimirse.

–¿Y por qué no le pegan a Miguel que hizo más que yo, recontra?—gritó con furor.

–¡Vamos, Enrique!—volvió a exclamar doña Martina.—¡Tengamos la fiesta en paz!

Y acercándose a él y metiéndole la voz por el oído, comenzó a decirle:

–¿No comprendes, mentecato, que Miguel no es hijo mío?… Si lo fuese le pegaría como a ti… Pero tú eres mayor qué él, y estás en tu casa… Debieras dar ejemplo… ¡A quién se le ocurren sino a ti esas cosas, majadero!… Eres capaz tú solo de revolver esta casa y todas las de Madrid… ¿Es eso lo que te enseña el maestro en la escuela? ¿Di, gaznápiro, di?…

Le tenía cogido por un brazo, y cada una de estas frases iba acompañada de una fuerte sacudida. Cuando hubo concluido su filípica, le dejó llorando en el rincón y se fue detrás de Eulalia, que se había subido de nuevo al cuarto, para cerciorarse del número y de la clase de estragos allí ejecutados.

Mientras tanto, D. Bernardo, de malísimo talante, no tanto por la travesura de su hijo como por las incorrecciones de su esposa, sirvió la sopa a todos los comensales, llenando también el plato de aquélla y el de su hija ausente. Al llegar al de Enrique, dijo en tono perentorio:

–Niño, ven a sentarte a la mesa.

Pero Enrique se hizo el sueco y siguió gimiendo y pataleando a ratos.

–¡Niño!—gritó D. Bernardo con voz estentórea.—¡Ven ahora mismo a sentarte a la mesa!

El muchacho levantó la cabeza atemorizado y mirando a su padre que tenía los ojos clavados en él con terrible expresión de cólera, comenzó a caminar a regañadientes y como arrastrado hacia la mesa. Y acaso hubiera llegado a ella sin novedad si en aquel momento no viese aparecer por la puerta a la causante de los bofetones, a Eulalia, que entraba en el comedor seguida de su mamá. Verla y sentirse poseído de insano furor fue todo uno.

–¡Indecente! ¡por ti me han pegado! ¡Ya me las pagarás todas juntas, recontra!… ¡Te he de romper esas narizotas de trompeta! ¡Metebaza!… ¡Fea!… ¡Feona!… ¡Chula!…

Al oírse insultar de este modo, Eulalia no pudo contenerse y se arrojó como una fiera sobre su hermano, dándole tal estirón de pelos, que el berrido de Enrique, al sentirlo, hizo levantarse asustados a los presentes. Doña Martina, que apesar de sus travesuras tenía pasión decidida por aquél y que ya estaba medio arrepentida de haberle castigado, se indignó muchísimo.

–¡Oyes, mentecata! ¿quién eres tú para pegar a tu hermano? ¿No estamos aquí tu padre y yo para eso? ¡Aguarda, aguarda un poco, que yo te bajaré los humillos!…

Y se dirigió a su hija con la mano levantada: esta circunspecta joven lo hubiera pasado mal a no ponerse en salvo corriendo en torno de la mesa; doña Martina no pudo atraparla: al mismo tiempo, lo mismo Hojeda que el coronel, procuraron poner paz.

D. Bernardo estaba tan irritado con las tosquedades de su esposa, que no pudo decir ni hacer nada: siguió sentado con los ojos clavados en el plato mientras un enjambre de pensamientos sombríos y melancólicos relacionados con su desigual matrimonio, le bullía en la cabeza.

Finalmente, fuéronse calmando poco a poco los ánimos que estaban irritados. Doña Martina dejó de perseguir a su hija y se sentó a la mesa, aunque murmurando amenazas; aquélla también se sentó mirando recelosa a su madre; D. Bernardo, haciendo un prodigioso esfuerzo de diplomacia para sobreponerse a su justo desabrimiento, entabló conversación con el coronel. El único que pagó los vidrios rotos fue el mísero Enrique: la autoridad del padre y de la madre, de común acuerdo, decidieron que se quedara sin comer, ¡por insolente! Mas, como sucede siempre que en España se castiga a un criminal, no faltaron empeños en seguida para que la sentencia se casara; los ruegos de Hojeda y el coronel lograron al fin que la pena se redujera solamente a la privación del postre. Y el buen Enrique (a quien hay que agradecer por lo menos el que en medio de su cólera rabiosa no sacase la badila homicida que tenía en el forro de la chaqueta) vino a sentarse a la mesa con las mejillas coloradas de los cachetes, los ojos y las narices húmedas y los pelos caídos por la frente. Estaba tan horroroso, que su primo Miguel, compadeciéndole muy de veras, sintió unos deseos atroces de reír; los cuales, como es natural, trató de contener por cuantos medios estuvieron a su alcance, mordiéndose los labios, mirando hacia otro sitio, etc., etc. Pero quiso su mala suerte que Enrique vino a entender, por la contracción del rostro sin duda, las ganas que le retozaban por el cuerpo, y con tal motivo empezó a lanzarle unas miradas feroces, envenenadas. Entonces Miguel ya no fue dueño de sí, y de improviso, en un momento de silencio, soltó el trapo de la risa, y con él a chorretazos por boca y narices la cucharada de sopa que acababa de tragar. Todos los rostros se volvieron con asombro.

–¿De qué te ríes, Miguel?—le preguntó su tía.

–¡De mí, recontra, de mí!—gritó Enrique desesperado.

–¡Vamos, silencio!—le dijo doña Martina encarándose severamente con él.—¿Tienes ganas de llevarlas otra vez? Miguel no se ríe de ti… ¿Por qué se ha de reír, tontuelo?…

–Porque sí… yo bien lo sé… ¡Porque es un hipócrita!…

–¡Silencio, te digo… y a comer!

Miguel se había puesto muy serio, comprendiendo que había cometido una grosería, y que se la disimulaban por ser convidado. Durante un rato largo pudo conseguir reprimirse, haciendo para ello titánicos esfuerzos. Enrique tenía fijos en él sus ojazos saltones cargados de ira, adivinando perfectamente lo que le andaba por dentro. Si levantaba la vista y veía aquel rostro mocoso, más feo aún por la cólera, estaba perdido. Por eso no la movía un instante del plato, devorando el cocido que su tía le había servido, sin mascar los bocados. Llegó un instante, sin embargo, en que por casualidad o por atracción magnética se encontraron sus ojos. Y ya no pudo más. Otro flujo de risa; los garbanzos esparcidos por la mesa; los rostros de los comensales vueltos de nuevo hacia él. Pero esta vez había más severidad que asombro pintada en ellos, mayormente en el de su tío.

–¿Qué es eso, Miguel?—le dijo con aparente calma.—¿Por qué estamos tan risueños?

Miguel se puso muy colorado, y no contestó.

–¿Te ríes acaso porque han castigado a tu primo por faltas que los dos habéis cometido?… No está bien eso, Miguel, no está bien eso.... Debieras ser un poco más generoso..... Si a ti no te han pegado, no es porque no lo merecieses, bien lo sabes, sino porque tu tía no tiene autoridad para hacerlo. Pero afortunadamente para todos, y para ti también—añadió mirando al coronel con sonrisa maliciosa,—no faltará dentro de poco tiempo quien la tenga y ponga las cosas en orden, que buena falta está haciendo. Entonces, amiguito, quizá le toque a Enrique reírse de ti, aunque tampoco haría bien… La buena educación y la moral cristiana prohíben reírse de los males del prójimo…

Miguel, que se había ido poniendo cada vez más colorado, al llegar a este punto rompió a llorar, y se echó de bruces sobre la mesa. D. Bernardo sonrió satisfecho del triunfo obtenido por su oratoria. Doña Martina acudió inmediatamente a consolar al niño.

–Vamos, Miguelito, no llores, tonto.... Si tu tío te quiere mucho..... No tomes a mal lo que te dice..... Si él..... Tú eres un buen chico, ya lo sé, y lo saben todos..... Eres incapaz de reírte de Enrique porque le hayan pegado..... ¿Verdad que no te ríes de eso?

Miguel se abstuvo de hablar, porque no quería mentir, ni tampoco llamar feo a su primo. Siguió todavía algunos momentos con las narices metidas por el mantel como en son de protesta contra las reticencias mal intencionadas de su tío. Al fin, vencido de los ruegos y los halagos de la tía, levantó la cabeza: aquélla se apresuró a secarle las lágrimas y los mocos con su propio pañuelo. Tomó otra vez el tenedor y siguió comiendo.

La conversación giró en seguida, por iniciativa del mismo D. Bernardo, sobre la necesidad absoluta que tenía su hermano de llevar a casa una señora, opinión que ya le oímos emitir no hace mucho tiempo.

–Si mi hermano se empeña en permanecer soltero, mucho más valdría que se deshiciese de los muebles y se fuese a vivir a una fonda.....

Hay que advertir que D. Bernardo consideraba lo de vivir en fonda punto menos que una deshonra: por no pisar estos establecimientos vulgares, donde las personas se confunden ridículamente en torno de la mesa redonda, procuraba tener siempre en las poblaciones que visitaba una casa de respeto (así la llamaba) donde no hubiera más huéspedes que él. De este modo se comprenderá fácilmente la inflexión desdeñosa que dio a la palabra fonda cuando pasó por sus labios.

–No sé si V. habrá observado, D. Pablo—siguió dirigiéndose al coronel (a Hojeda rara vez le concedía este honor),—qué desbarajuste hay en casa de Fernando..... Rara vez se encuentra una cosa en su sitio: el polvo anda esparcido por los muebles: los criados por donde les parece. A mí me ha pasado más de una vez ir a ella y no haber uno para quitarme el abrigo. ¡Si le dijese a V., coronel, que en cierta ocasión mi hermano fue a mudarse de camisa, y no pudo, porque no había ninguna planchada!

–¡Hum!—gruñó el gigante en señal de admiración, pero sin apartar los sentidos del roast-beef que tenía delante.

–¡Qué horror!—exclamó doña Martina, como siempre que se hablaba de este suceso inaudito: ya sabemos que su fuerte era la plancha.

–¡Vea V., vea V. cómo come su hijo!..... soltando la carne ya mascada en el plato!

Miguel se puso colorado otra vez hasta las orejas.

–¡Vamos, Bernardo, déjale ya!—manifestó su esposa; y dirigiéndose después al coronel:—Aprenda V., amigo Bembo; las mujeres hacen más falta en las casas de lo que a V. se le figura.

–No lo dudo, no lo dudo—murmuró el gigante sin apartar los ojos del plato.

–Y si no lo duda V., picaronazo, ¿por qué no sigue V. el ejemplo de mi cuñado?

–Señora, no me siento aún preparado.

Doña Martina soltó una carcajada estrepitosa, burda, que hizo arquear levemente las cejas a D. Bernardo.

–No lo estará V. nunca, si Dios no pone en ello la mano, ¡que ojalá la ponga pronto!

–Esa felicidad, primero le ha de tocar a don Facundo que a mí—murmuró con voz cavernosa.

Hojeda levantó la cabeza turbado. Pocas cosas le molestaban tanto como verse aludido en este asunto de mujeres: por eso el socarrón del coronel lo hacía siempre que hallaba oportunidad.

–¡Yo!..... coronel..... ruego a V..... el matrimonio.....

–¡A buena parte va V., amigo Bembo!..... Hojeda es un egoistazo..... Más de veinte veces le he querido casar, y siempre me ha dado calabazas a la novia.

–Permítame V., Martinita—se apresuró a decir D. Facundo,—yo no he dado calabazas a nadie..... Estas son cosas muy graves, Martinita.....

–Hojeda no se casa—prosiguió la señora,—por no abandonar su vida de solterón egoísta. ¿Quién le quita a él de dar su paseíto por la mañana en el Retiro, su sermoncito por la tarde en las Calatravas o en la Encarnación, sus toros o novillos los domingos, etc., etc.?

–Sepamos lo que está comprendido en esas etcéteras, D. Facundo—manifestó el coronel.

Hojeda le miró con ira, y no contestó.

–Pero V. es otra cosa, coronel; V. es un hombre de mundo, menos arregladito que Hojeda, y puede hacer feliz a cualquier muchacha.

–Ya lo oye V., D. Facundo—dijo el coronel.—Los hombres arregladitos no pueden hacer felices a las muchachas.

–No, hombre, no; no quiero decir eso—manifestó doña Martina riendo…

Pero en aquel instante entraron en el comedor dos nuevos tertulios y se suspendió la conversación. Ninguno de los dos llegaría a veinticinco años: dieron la mano con gran confianza a los señores y besaron a los niños, lo cual testimoniaba su amistad con la familia de Rivera. El uno era delgado, pálido, ojos pequeños, bastante feo todo él, aunque vestido con gran pulcritud y elegancia: se llamaba Juan Romillo, hijo de un rico camisero de la calle del Príncipe: su padre le había destinado al foro, en el cual no había hecho grandes adelantos; en cambio desde muy niño había despuntado en el arte de vestirse y en el conocimiento pleno, absoluto, de cuantas noticias verdaderas o falsas corrían por la villa: en las casas donde él entraba no se leían los diarios noticieros, porque eran inútiles: a esto se reducía su ciencia y sus partes. El otro era un guapo chico, rubio, sonrosado, de barba rala e incipiente, ojos azules y húmedos, los labios siempre plegados con sonrisa tierna y humilde, los ademanes respetuosos sin ser encogidos. Había nacido en Cuba de una familia opulenta, que después se arruinó en el juego de Bolsa al establecerse en España. Era abogado también, como su amigo y condiscípulo Romillo, pero mucho más estudioso y aprovechado, lo cual era de necesidad, pues Romillo tenía en perspectiva una fortuna considerable, mientras él solamente la que adquiriese con su trabajo. Figuraba en la Academia de Jurisprudencia como orador de esperanzas, y había fundado en compañía de otros una sociedad para la abolición de la esclavitud, y otra para abolir las quintas y matrículas de mar. En estos asuntos de interés humanitario mostraba Valle (Arturo del Valle era su nombre) una actividad y un interés tan laudables como prodigiosos: el número de asambleas, o meetings

1
...
...
10

Бесплатно

0 
(0 оценок)

Читать книгу: «Riverita»

Установите приложение, чтобы читать эту книгу бесплатно