–Sus ojos resplandecían de alegría y orgullo al mismo tiempo. Los de Castro chispearon de anhelo. Sus mejillas se colorearon y respondió con voz alterada entre dudando y afirmando:
–Quince mil pesetas.
La expresión alegre y triunfal del rostro de la dama se trocó instantáneamente en otra de cólera y despecho.
–¡Quita!, ¡quita allá, puerco!—exclamó furiosa dándole un fuerte golpe en la cara con el lujoso manguito—. No piensas más que en el dinero…. No tienes ni pizca de delicadeza.
–¡Yo pensaba!…
También hubo cambio de decoración en la fisonomía de Castro. Se puso más triste que la noche.
–En la guita, sí; ya acabo de decírtelo…. Pues no, señor; aquí no viene nada de eso. Sólo hay un alfilerito de corbata que yo ¡tonta de mí! he comprado al pasar, en casa de Marabini, como una prueba de que te tengo siempre en el pensamiento.
–Y yo te lo agradezco en el alma, pichona—manifestó el joven haciendo un esfuerzo supremo sobre sí mismo para vencer el repentino abatimiento y resultando de él una sonrisa forzada y amarga—. ¿Por qué te disparas de ese modo?… Dame eso…. Bien se conoce que tienes muy mala idea formada de mí.
Clementina se negó a entregar el recuerdo. El joven insistió humildemente. Había, no obstante, en sus ruegos un tinte de frialdad que dejaba traslucir, para el espíritu penetrante de una mujer, el sordo disgusto y la tristeza que en el fondo del alma sentía.
–Nada, nada; mi pobre alfilerito que estás despreciando horriblemente … (¡se te conoce en la cara!) … irá a la cajita donde guardo los recuerdos de los muertos.
Alzóse del diván; bajó el velo del sombrero. Pepe aún insistía por mostrarse galante y desagraviarla. Al fin, cuando ya estaba cerca de la puerta, volvióse repentinamente y sacó del fondo del manguito una primorosa carterita, que le presentó, mirándole al mismo tiempo fijamente a la cara. Los ojos del joven, después de posarse en la cartera con ávida expresión de gozo, chocaron con los de su amada. Contempláronse unos instantes, ella con expresión maliciosa y triunfante, él con gratitud y gozo reprimidos.
–¡Si siempre lo he dicho yo! ¡Si no hay otra como mi nena para saber querer!… Ven aquí, deja que te dé las gracias, rica mía; deja que te adore de rodillas.
Y la arrastró, embargado por el entusiasmo, hacia el diván, la obligó a sentarse de nuevo y se dejó caer de rodillas besando con fervor sus manos enguantadas.
–¡Jesús, qué locura!—exclamó la dama un tanto confusa—. ¡Vaya una cosa para hacer tales extremos!
–No es por el dinero, nena mía; no es por el dinero; es porque tienes una manera de hacer las cosas original; porque tienes la gracia de Dios; porque eres una barbiana…. ¡Toma, toma, retemonísima!
Y le abrazaba las rodillas y se las besaba con calurosos ademanes. No contento, se prosternó aún más y le besó los pies o por mejor decir, el tafilete de sus zapatos.
–¡Qué bajo eres, Pepe!—exclamaba ella riendo.
–No importa que me llames lo que quieras. Soy tuyo, ¡tuyo hasta la muerte! Te quiero más que a Dios. Quiero a estos piececitos tan ricos y los beso. ¿Lo ves? A ver; que venga alguien a decirme que no debo hacerlo.
Clementina le miraba risueña. No era fácil averiguar si gozaba en realidad o se divertía simplemente con aquella adoración o más bien aquel regocijo estrepitoso de perro que se arrastra el sentirse acariciado y lame los pies de su señor.
–No sólo te debo la felicidad, sino también la honra. No sabes lo que he sufrido desde anteayer por la maldita deuda—decía él con voz conmovida.
–¿Volverás a jugar, eh? ¿Volverás a jugar, perdido?—preguntaba ella tirándole de los cabellos, borrando aquella primororosa raya que los partía tan lindamente.
–No … particularmente sobre mi palabra te aseguro….
–Ni sobre tu palabra, ni sobre tu dinero, grandísimo trasto…. Me voy, me voy—añadió con un gesto de mimo, levantándose y corriendo a mirar la hora al reloj de la chimenea—. ¡Uf, qué tarde!… Adiós, chiquillo.
Y se precipitó a la puerta extendiendo la mano a su amante sin mirarle. Este no pudo besarle más que la punta de los dedos. Corrió a abrir, pero ya ella había echado mano al cerrojo; por cierto que se encolerizó porque resistía a sus débiles tirones.
–Adiós, adiós; hasta el sábado—dijo en voz de falsete.
–Hasta pasado mañana.
–No, no; hasta el sábado.
Bajó la escalera con la misma precipitación con que la había subido, hizo otro gesto imperceptible de despedida al portero y salió a la calle. Siguió a pie hasta la plaza del Ángel, y allí detuvo un coche de punto y se metió en él.
Eran más de las seis. Hacía una hora que estaban encendidas las luces de los comercios. Ocultóse cuanto pudo en un rincón y dejó vagar su mirada distraída sin curiosidad por las calles que iba atravesando. Su fisonomía adquirió la expresión altiva, desdeñosa, que la caracterizaba, a la cual se añadía ahora leve matiz de hastío y preocupación. Por su elegancia refinada, por su arrogante porte, y sobre todo por aquella severa majestad de su rostro peregrino, nadie vacilaría en diputar a Clementina por una de las más altas y nobles damas de la corte. No obstante, si lo era de hecho, dado que figuraba en todos los salones aristocráticos, en todas las listas de personas distinguidas que los periódicos publicaban al día siguiente de cualquier sarao, carreras de caballos, u otra fiesta cualquiera, de derecho distaba mucho de serlo por su origen. No podía ser más humilde. Su padre la había tenido en una inglesa, manceba de un tonelero irlandés que había llegado a Valencia en busca de trabajo. Llamábase Rosa Coote. Era espléndidamente bella y lo hubiera sido más a cuidar algo del adorno o aliño de su persona. La miseria, en que ordinariamente vivía aquel hogar ilícito, la había hecho sucia y andrajosa. El granuja del mercadal de Valencia y la bella inglesa se entendieron a espaldas del tonelero, dueño temporal de las gracias de ésta. Salabert era más joven, más gallardo: el vicio de la borrachera no le tenía dominado como a aquél. Rosa le siguió a su zaquizamí abandonando al primer amante. A los pocos meses de vivir juntos, Salabert, a quien se presentó ocasión de partir a Cuba como camarero de un vapor, la abandonó a su vez. La inglesa, que llevaba ya en sus entrañas el fruto de aquella pasajera unión, rodó algún tiempo sin protección, sin recursos, por las calles de la ciudad, hasta que entró en relaciones con un carpintero del Grao que la recogió y llegó a hacerla su legítima esposa. Clementina se crió como intrusa en aquel nuevo hogar. Su madre era una mujer violenta, irascible, con ráfagas de ternura, que sólo guardaba para sus hijos legítimos. A ella, por todas las señales, la aborrecía y en ella vengó injustamente el agravio de su padre. ¡Qué terrible infancia la de Clementina! Si en Madrid se supiesen ciertos pormenores, si en rápida visión pudiesen ofrecerse a los ojos de la sociedad elegante algunas escenas por las que aquella altiva y encopetada dama pasó, pocos envidiarían su existencia. ¡Qué torturas, qué refinamientos de crueldad! A los cuatro o cinco años ya estaba obligada a ser la vigilante guardadora de otros dos hermanitos. Si en esta vigilancia decaía un punto, el castigo venía inmediatamente; pero no el castigo como quiera, el golpe pasajero, el estirón de orejas; no. El castigo era meditado con ensañamiento, procurando herir donde más doliera y donde más durase el dolor…. Los vecinos habían acudido más de una vez a los lamentos de la infeliz criatura; habían increpado a la madre desnaturalizada. De ello no resultaba más que alguna reyerta fragorosa en que la feroz irlandesa, chapurrando el valenciano, se despachaba a su gusto contra las comadres del barrio, y con mayor encono después contra la causante de aquel disgusto. A todas horas gritaba que iba a meterla en la Inclusa. A esto se oponía el carpintero, que se jactaba de ser hombre de bien y compasivo, que alguna vez intervenía en los castigos para aplacarlos, pero que la mayor parte de las veces dejaba a su esposa "que enseñase a su hija", como él decía a los vecinos que le recriminaban. Sus ideas pedagógicas chocaban con sus instintos piadosos, y cuando lograban sobreponerse ¡ay de la desgraciada niña!
Aquella serie de inauditas crueldades terminaron al fin con otra mayor que trajo consigo la intervención de la justicia. La madre desnaturalizada, no sabiendo ya de qué modo atormentar a su hija, la hizo algunas quemaduras en el trasero con una bujía. Una vecina averiguó el hecho casualmente, lo comunicó a otras vecinas, se armó el consiguiente escándalo en el barrio, dieron parte al juez, se instruyó causa, y, probado el delito, la inglesa fué condenada a seis meses de cárcel y la niña recogida en un establecimiento de beneficencia.
Un año después llegó a Valencia Salabert, si no hecho un potentado, con alguna hacienda. Enteráronle de lo ocurrido. Fué a ver a su hija al colegio de niñas pobres. La sacó de allí y la puso en otro de pago, adonde por rara casualidad iba a visitarla. En la población, sin embargo, fué loado su rasgo de generosidad. El sabía hacerlo valer en la conversación ofreciéndose a los ojos de sus conocidos como un ejemplo vivo de amor paternal y contraste notable frente a la perversidad de su antigua querida. Poco más tarde se casó en Madrid. Fué su esposa la hija de un comerciante en camas de hierro y colchones metálicos de la calle Mayor. Era una joven bastante feíta y enfermiza; pero buena, afectuosa y con cincuenta mil duros de dote. Llamábase Carmen. A los tres o cuatro años de casados, ésta, viéndose cada vez más delicada de salud, perdió la esperanza de tener familia. Sabiendo que su marido tenía una hija natural en un convento de Valencia, le propuso, con generosidad no muy frecuente, traerla a casa y considerarla como hija de ambos. Salabert aceptó con gusto la proposición. Fué a buscar a Clementina, y desde entonces cambió por entero la suerte de esta infeliz niña.
Tenía entonces catorce años y era ya un portento de hermosura, mezcla dichosa del tipo inglés correcto y delicado y de la belleza severa de la mujer valenciana. Su tez guardaba los reflejos suaves, nacarados de la raza sajona. En su mirada azul y sombría había la misma profundidad y misterio que en los ojos negros de las valencianas. Poco desarrollada aún por virtud de su crudelísima infancia, por la vida sedentaria, después, del convento, en cuanto cambió de clima y de forma de vida adquirió en dos o tres años la elevada estatura y las majestuosas proporciones con que hoy la vemos. Sus partes morales dejaban bastante más que desear. Era su temperamento irascible, obstinado, desdeñoso y sombrío. Si nació con estos vicios o fueron el resultado de sus bárbaros martirios, de su tristísima infancia, no es fácil resolverlo. En el convento, donde nadie la trataba mal, no fué bien querida de sus maestras y compañeras por su carácter receloso, por la ausencia de cariño que se notaba en su corazón. Los disgustos de sus compañeras, no sólo no la conmovían, sino que despertaban en sus labios una sonrisa cruel, que las dejaba yertas. Luego tenía, de vez en cuando, accesos de furor que la habían hecho temible y odiosa. En cierta ocasión, a una niña que le había dicho algunas palabras ofensivas le echó las manos al cuello y estuvo muy próxima a asfixiarla. Nunca fué posible después que le pidiese perdón, según exigía la superiora. Prefirió estar recluída un mes, a humillarse.
Los primeros meses que pasó en casa de su padre fueron de prueba para la buena D.a Carmen. En vez de una niña alegre y agradecida al inmenso favor que la hacía, se encontró frente a frente de una fierecilla, un ser antipático sin afecto ni sumisión, extravagante y caprichosa hasta un grado sorprendente, cuya risa no brotaba ruidosa sino cuando algún criado se caía o el lacayo recibía una coz de los caballos. Pero no se desanimó. Con el instinto infalible de los corazones generosos, comprendió que si aquella tierra no daba amor era porque hasta entonces sólo se había sembrado odio. Los afectos dulces residen en todo ser humano, como en todo cuerpo la electricidad: mas para hacerlos vibrar, precisa someterlos a una fuerte corriente de cariño por algún tiempo. Y esto fué lo que hizo D.a Carmen con su hijastra. Durante seis meses la tuvo envuelta en una atmósfera tibia de afecto, en una red espesa de atenciones delicadísimas, de testimonios constantes de vivo y afectuoso interés. Al fin, Clementina, que principió por mostrarse desdeñosa y luego indiferente a aquel cariño, que pasaba horas y horas encerrada en su cuarto y sólo iba a las habitaciones de su madrastra cuando la llamaba, que no tenía jamás con ésta una expansión viviendo en absoluta reserva, sucumbió repentinamente; sintió vibrar en su corazón ese algo maravilloso que une a las criaturas humanas como a todos los cuerpos del Universo. Cambió de un modo extraño, violento, como todo lo que procedía de su temperamento singular. Cayó, cuando menos se pensaba, de hinojos ante D.a Carmen, dedicándole un respeto tan profundo, un cariño tan apasionado, que la buena señora quedó estupefacta y le costó gran trabajo creer en su sinceridad. En su alma se había operado al fin la revelación de la ternura. Al calor maternal de aquella bondadosa señora, su corazón de hielo se había derretido. La esencia divina del amor penetró donde, hasta entonces, sólo había entrado la esencia de Satanás.
Fué un verdadero milagro. En vez de pasar la vida en su cuarto, no sabía salir del de su madrastra a quien llamaba mamá, con un gozo, con un fuego, con una pronunciación tan decidida, como sólo se observa en los devotos sinceros al dirigirse a la Virgen. Devoción podía llamarse también lo que Clementina sentía por la esposa de su padre. Asombrada de que en el mundo existiese un ser tan dulce, tan tierno, no se hartaba de mirarla como si acabase de bajar del cielo. Quería adivinarle los pensamientos en los ojos, quería adelantarse a sus menores deseos, quería que nadie la sirviese más que ella, quería, en fin, como todo enamorado, la posesión exclusiva del objeto de su amor. Una levísima señal de descontento de D.a Carmen bastaba para confundirla y sumirla en el más acerbo dolor. Aquella criatura tan altanera, que había llegado a hacerse odiosa a todos, se humillaba con placer intenso, a su madrastra. Era su humillación la del místico que se postra por una necesidad invencible del espíritu. Cuando sentía la mano de la señora acariciándole el rostro, pensaba sentir la de Dios mismo. Apenas se atrevía a rozar con sus labios aquellos dedos flacos y transparentes.
Sólo para su madrastra había cambiado tan radicalmente. Con los demás, incluso con su mismo padre, seguía mostrando la misma frialdad despreciativa, el mismo carácter obstinado y altivo. Si aparecía alguna vez más dulce y tratable, no había que achacarlo a su voluntad, sino al mandato expreso de D.a Carmen. En cuanto este mandato cesaba o se olvidaba, volvía a su primitivo ser malévolo. Los criados la aborrecían por el orgullo insufrible que comenzó a manifestar así que se dió cuenta de su estado de princesa heredera; por no encontrar tampoco en ella ninguna compasión para sus faltas. La que más padeció en su servicio fué la institutriz inglesa que su padre la había traído. Era ya entrada en años, pero tenía gusto en vestirse y aliñarse como una damisela. Esta inocente manía sirvió tantas veces de burla a la niña, que sólo la necesidad le pudo obligar a tolerarlo. ¡Pobre mujer! Todos sus secretos técnicos de tocador fueron entregados sin piedad a la befa de los criados. Sus imperfecciones físicas despertaban, contrahechas por la doncella de la señorita, algazara en la cocina. En cierta solemne ocasión, un día de banquete, Clementina le escondió la dentadura, que tenía sobre el tocador para limpiarla. Cualquiera puede figurarse la desazón que esto produjo a la vieja miss. La cual se vengaba cándidamente de ella llamándola señorita Capricho y poniéndole por temas, en los ejercicios de inglés y francés, algunas máximas y aforismos que le escociesen, verbigracia: "La soberbia es la lepra del alma. La niña soberbia es una leprosa de quien todos deben apartarse con horror"—. "Quien no respeta a los mayores nunca llegará a ser respetado", etcétera. Clementina se reía de estos desahogos. Alguna vez llegó su insolencia hasta cambiar la sentencia de la profesora por otra de su invención. Donde decía: "Nada hay tan feo y despreciable como una joven altanera", ponía la discípula: "Nada hay tan ridículo y digno de risa como una vieja presumida". Alborotábase la miss, daba parte a D.a Carmen, llamaba ésta a su hijastra, la reprendía dulcemente, y al verla triste y acongojada desarrugaba el ceño y la besaba cariñosamente. Y hasta otra. La verdad es que tenía razón miss
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