Bajó con ansia la escalera. Al poner el pie en la calle dejó escapar un suspiro de consuelo. A paso vivo tomó la del Siete de Julio, entró en la plaza Mayor y luego en la de Atocha. Al llegar aquí vino a su pensamiento la imagen del joven que la había seguido y volvió la cabeza con inquietud. Nada; no había que temer. Ninguno la seguía. En la puerta de una de las primeras casas y mejores de la calle, se detuvo, miró rápida y disimuladamente a entrambos lados y penetró en el portal. Hizo una seña casi imperceptible de interrogación al portero. Este contestó con otra de afirmación llevándose la mano a la gorra. Lanzóse por la escalera arriba. Subió tan de prisa, sin duda para evitar encuentros importunos, que al llegar al piso segundo le ahogaba la fatiga y se llevó una mano al corazón. Con la otra dió dos golpecitos en una de las puertas. Al instante abrieron silenciosamente: se arrojó dentro con ímpetu, cual si la persiguiesen.
–Más vale tarde que nunca—dijo el joven que había abierto, tornando a cerrar con cuidado.
Era un hombre de veintiocho a treinta años, de estatura más que regular, delgado, rostro fino y correcto, sonrosado en los pómulos, bigote retorcido, perilla apuntada y los cabellos negros y partidos por el medio con una raya cuidadosamente trazada. Guardaba semejanza con esos soldaditos de papel con que juegan los niños; esto es, era de un tipo militar afeminado. También parecía su rostro al que suelen poner los sastres a sus figurines; y era tan antipático y repulsivo como el de ellos. Vestía un batín de terciopelo color perla con muchos y primorosos adornos; traía en los pies zapatillas del mismo género y color con las iniciales bordadas en oro. Advertíase pronto que era uno de esos hombres que cuidan con esmero del aliño de su persona; que retocan su figura con la misma atención y delicadeza con que el escultor cincela una estatua; que al rizarse el bigote y darle cosmético creen estar cumpliendo un sagrado e ineludible deber de conciencia; que agradecen, en fin, al Supremo Hacedor, el haberles otorgado una presencia gallarda y procuran en cuanto les es dado mejorar su obra.
–¡Qué tarde!—volvió a exclamar el apuesto caballero dirigiéndola una mirada fija y triste de reconvención.
La dama le pagó con una graciosa sonrisa, replicando al mismo tiempo con acento burlón:
–Nunca es tarde si la dicha es buena.
Y le tomó la mano y se la apretó suavemente, y le condujo luego sin soltarle al través de los corredores, hasta un gabinete que debía ser el despacho del mismo joven. Era una pieza lujosa y artísticamente decorada; las paredes forradas con cortinas de raso azul oscuro, prendidas al techo por anillos que corrían por una barra de bronce; sillas y butacas de diversas formas y gustos; una mesa-escritorio de nogal con adornos de hierro forjado; al lado una taquilla con algunos libros, hasta dos docenas aproximadamente. Suspendidos del techo por cordones de seda y adosados a la pared veíanse algunos arneses de caballo, sillas de varias clases, comunes, bastardas y de jineta con sus estribos pendientes, frenos de diferentes épocas y también países, látigos, sudaderos de estambre fino bordados, espuelas de oro y plata; todo riquísimo y nuevo. Las aficiones hípicas del dueño de aquel despacho se delataban igualmente en los pasillos, que desde la puerta de la casa conducían allí; por todas partes monturas colgadas y cuadros representando caballos en libertad o aparejados. Hasta sobre la mesa de escribir, el tintero, los pisapapeles y la plegadera estaban tallados en forma de herraduras, estribos o látigos. Al través de un arco con columnas, mal cerrado por un portier hecho de rico tapiz en el que figuraban un joven con casaca y peluca de rodillas delante de una joven con traje Pompadour, veíase un magnífico lecho de caoba con dosel.
Así que llegaron a esta cámara, la dama se dejó caer con negligencia en una butaquita muy linda y volvió a decirle con sonrisa burlona:
–¡Qué! ¿no te alegras de verme?
–Mucho; pero me alegraría de haberte visto primero. Hace hora y media que te estoy esperando.
–¿Y qué? ¿Es gran sacrificio esperar hora y media a la mujer que se adora? ¿Tú no has leído que Leandro pasaba todas las noches el Helesponto a nado para ver a su amada?… No; tú no has leído eso ni nada…. Mejor: yo creo que te sentaría mal la ciencia. Los libros disiparían esos colorcitos tan lindos que tienes en las mejillas, te privarían de la agilidad y la fuerza con que montas a caballo y guías los coches…. Además, yo creo que hay hombres que han nacido para ser guapos, fuertes y divertidos, y uno de ellos eres tú.
–Vamos, por lo que estoy viendo me consideras como un bruto que no conoce ni la A—respondió triste y amoscado el joven, en pie frente a ella.
–¡No, hombre, no!—exclamó la dama riendo; y apoderándose de una de sus manos la besó en un repentino acceso de ternura—.Eso es insultarme. ¿Te figuras que yo podría querer a un bruto?… Toma—añadió despojándose del sombrero—, pon ese sombrero con cuidado sobre la cama. Ahora ven aquí, so canalla; ya que eres tan susceptible, ¿no consideras que has principiado diciéndome una grosería?… ¡Hora y media!… ¿Y qué?… Acércate, ponte de rodillas; deja que te tire un poco de los pelos.
El joven, en vez de hacerlo, agarró una silla-fumadora y se montó en ella frente a su querida.
–¿Sabes por qué he tardado tanto?… Pues por el dichoso niño, que me ha seguido hoy también.
Al decir esto, se puso repentinamente seria; una arruga bien pronunciada cruzó su linda frente.
–¡Es insufrible!—añadió—. Ya no sé qué hacer. A todas horas, salga por la mañana o por la tarde, traigo aquel fantasma detrás de mí. He tenido que refugiarme en casa de Mariana. Luego, una vez allí, no hubo más remedio que aguantar un rato. Vino papá, y porque no saliese conmigo esperé otro poquito a que se fuese…. ¡Ahí ves!
–¡Tiene gracia ese chico!—dijo riendo el caballero.
–¡Mucha! ¡Si es muy divertido que le averigüen a una dónde va y lo sepa en seguida todo el mundo, y llegue a oídos de mi marido! ¡Ríete, hombre, ríete!
–¿Por qué no? ¿A quién se le ocurre más que a ti tomarse un disgusto por tener un admirador tan platónico? ¿Has recibido alguna carta? ¿Te ha dicho alguna palabra al paso?
–Eso es lo que menos importaba. Lo que me excita los nervios es la persecución. Luego es un mocoso capaz por despecho, si averigua mis entradas en esta casa, de escribir un anónimo…. Y tú ya sabes la situación especial en que me encuentro respecto a mi marido.
–No es de presumir: los que escriben anónimos no son los enamorados, sino las amigas envidiosas…. ¿Quieres que yo me aviste con él y le meta un poco de miedo?
–¡Eso no se pregunta, hombre!—exclamó la dama con voz irritada—. Mira, Pepe; tú eres hombre de corazón y tienes inteligencia; pero te hace muchísima falta un poco más de refinamiento en el espíritu para que comprendas ciertas cosas. Debieras dedicar menos horas al club y a los caballos y procurar ilustrarte un poco.
–¡Ya pareció aquéllo!—dijo el joven con despecho, muy molestado por la agria reprensión.
–Pues si quieres que no te diga ciertas cosas, procura callarte otras.
Pepe Castro se encogió de hombros con superior desdén y se alzó de la silla. Dió algunas vueltas distraídamente por la estancia y paró al fin delante de un cuadrito, que descolgó para sacudirle el polvo con el pañuelo. Clementina le miraba en tanto con ojos coléricos. Se puso en pie vivamente, como si la alzara un resorte: luego, refrenando su ímpetu y adquiriendo calma, avanzó lentamente hacia la alcoba, penetró en ella, recogió su sombrero de la cama y comenzó a ponérselo frente al espejillo de una cornucopia, con ademanes lentos, donde se adivinaba, sin embargo, en el levísimo temblor de las manos, la sorda irritación que la embargaba.
–¡Bueno!—exclamó por último en tono distraído e indiferente—. Me voy, chico…. ¿Quieres algo para la calle?
El joven dió la vuelta y preguntó con sorpresa:
–¿Ya?
–Ya—repuso la dama con exagerada firmeza.
El joven avanzó hacia ella, le echó suavemente un brazo al cuello, y levantando con la otra mano el velito rojo le dió un beso en la sien.
–¡Que siempre ha de pasar lo mismo! Yo soy el descalabrado y tú te apresuras a ponerte la venda.
–¿Qué estás diciendo ahí?—replicó ella algo confusa—. Me voy porque tengo que hacer una visita antes de comer.
–Vamos, Clementina, aunque quieras no puedes disimular…. Debes comprender que no se pueden escuchar con risa los insultos … y tú me estás insultando a cada momento.
–Te digo que no te comprendo. No sé a qué insultos ni a qué disimulos te refieres—replicó la dama con afectación.
Pepe intentó con mimo y dulzura quitarle de nuevo el sombrero. Ella le detuvo con gesto imperioso. Tomóla entonces por la cintura y la condujo hacia el diván. Sentóse, y cogiéndole las manos se las besó repetidas veces con apasionado cariño. Ella siguió en pie sin dejarse ablandar. Tan extremado estuvo, sin embargo, en sus caricias y tan sumiso, que al cabo, arrancando con violencia sus manos de las de él, Clementina dijo medio riendo, medio enojada aún:
–Quita, quita, que ya estoy hastiada de tus lametones de perro de Terranova…. ¡Eres un bajo!… Primero que yo me humillase de tal modo me harían rajas.
Volvió a quitarse el sombrero, y fué ella misma a colocarlo sobre la cama.
–Cuando se está tan enamorado como yo—replicó el joven un poco avergonzado—, no puede llamarse nada humillación.
–¿Es de veras eso, chico?—dijo acercándose a él sonriente y tomándole con sus dedos finos sonrosados la barba—. No lo creo…. Tú no tienes temperamento de enamorado…. Y si no, vamos a probarlo…. Si yo te mandase hacer una cosa que pudiera costarte la vida, o lo que es aún peor, la honra … algunos años de presidio…, ¿lo harías?
–¡Ya lo creo!
–¿Sí?… Pues mira, quiero que mates a mi marido.
–¡Qué barbaridad!—exclamó asustado, abriendo los ojos desmesuradamente.
La dama le miró algunos segundos fijamente, con expresión escrutadora, maliciosa. Luego, soltando una sonora carcajada, exclamó:
–¿Lo ves, infeliz, lo ves?… Tú eres un señorito madrileño, un socio del Club de los Salvajes…. Ni yo, ni mujer ninguna te harían cambiar el frac y el chaleco blanco por el uniforme de presidiario.
–¡Qué ideas tan extrañas!
–Sigue, sigue por donde te arrastra tu naturaleza de sietemesino y no te metas en honduras. Ya comprenderás que te he hablado en broma. Así y todo me has confirmado en lo que ya pensaba.
–Pues si tienes formada esa idea tan pobre de mi cariño, no sé por qué razón me quieres—expresó el joven volviendo a amoscarse.
–¿Por qué te quiero?… Pues por lo que yo hago casi todas mis cosas … por capricho. Un día te he visto en el Retiro revolviendo un caballo admirablemente y me gustaste. Luego, a los dos meses, en Biarritz, te vi en el asalto del casino tirando con un oficial ruso y concluí de encapricharme. Hice que me fueses presentado, procuré agradarte, te agradé en efecto…. Y aquí estamos.
Pepe concluyó por sufrir con paciencia aquel tono entre cínico y burlón de su querida. A fuerza de charlar logró hacerlo desaparecer. Clementina, cuando estaba tranquila, era afectuosa, alegre, pronta a compadecerse y a los rasgos de generosidad; su rostro, tan bello como original, no adquiría nunca dulzura, pero sí una expresión bondadosa y maternal que lo hacía muy simpático. Mas por poco que sus nervios se excitasen o se viese contrariada en sus pensamientos y deseos, el fondo de altivez, de obstinación y aun crueldad que su alma guardaba, subía a la superficie y agitaba sus ojos azules con relámpagos de feroz sarcasmo o de cólera.
Pepe Castro, que no era hombre ilustrado ni ingenioso, sabía no obstante entretenerla agradablemente con cuentecillos de salón, murmuraciones casi siempre de las personas por quienes ella sentía marcada antipatía. El recurso era burdo, pero surtía admirable efecto. "La condesa de T***, señora a quien Clementina odiaba de muerte por un desaire que en cierta ocasión le había hecho, andaba necesitada de dinero; se lo pidió al viejo banquero Z*** y éste se lo había otorgado mediante un rédito muy poco apetitoso para la deudora. Los marqueses de L***, a quienes también ella profesaba aversión, cuando no estaban en el poder daban reuniones allá en su finca de la Mancha y ofrecían espléndido buffet a sus electores: cuando el marqués era ministro daban también reuniones, pero suprimían el buffet. Julita R***, una jovencita muy linda, que tampoco inspiraba simpatías a la altiva dama, había sido arrojada de casa de los señores de M*** por haberla hallado encerrada en el cuarto del primogénito, un chico de quince años". Estas y otras noticias del mismo jaez dejábalas caer el gallardo mancebo de sus labios con cierta displicencia cómica que despertaba el buen humor de la bella. Era todo el talento de Pepe Castro en el orden moral. Los demás que poseía referíanse enteramente al físico.
Se habían disipado las nubes que cubrían la frente de Clementina. Mostróse locuaz y risueña. Fué pródiga de caricias con su amante en la hora que con él estuvo. Quedó bien compensado de los alfilerazos que de ella había recibido al principio de la entrevista, gozando de toda la dicha que una mujer hermosa y enamorada puede proporcionar cuando la soledad y la ocasión convidan.
La noche había cerrado ya, tiempo hacía. El joven encendió las dos lámparas de la chimenea sin llamar al criado, que era su único servidor y el único ser viviente asimismo que habitaba con él en aquel cuarto. Pepe Castro era hijo de una ilustre familia de Aragón. Su hermano mayor llevaba un título conocido y tenía una hermana además casada con otro título. Se había educado en Madrid. A los veinte años quedó huérfano. Vivió con su hermano primogénito una temporada. No tardaron en reñir porque éste, que era económico hasta la avaricia, no podía sufrir con paciencia su despilfarro. Trasladóse entonces a casa de su hermana; pero a los pocos meses, existiendo incompatibilidad de caracteres entre él y su cuñado, chocaron de modo tan violento, que se contaba en el club y en los salones de la corte que se habían abofeteado y aporreado bravamente. No llegó a efectuarse un duelo entre ambos por la intervención de algunos respetables miembros de la familia. Después de vivir en fonda un poco de tiempo, decidióse a poner casa. Tomó un criado, se hizo traer el almuerzo de un restaurante y comía cuándo en Lhardy, cuándo, en casa de alguno de sus muchos amigos. Su cuadra la tenía muy cerca, en la calle de las Urosas, y no estaba mal provista: dos jacas de silla, inglesa y cruzada, un tiro extranjero y otro español, berlina, charrette, milord, break. Era un chorro por donde se escapaba rápidamente su hacienda, aunque no el más copioso. La mayor parte la había dejado sobre el tapete de la mesa de juego del club, y una porción, no insignificante por cierto, entre las uñas de algunas lindísimas chulas transformadas por él de la noche a la mañana en espléndidas y llamativas cortesanas. Esto último lo negaba con arrogancia pensando que su gloria de seductor podía con ello menoscabarse; pero no importa: es exacto como todo lo que aquí se puntualiza.
Quiere decir esto que Pepe Castro se hallaba arruinado a la hora presente. A pesar de lo cual, seguía viviendo con, la misma comodidad y aparato que antes. Su trabajo y sus vueltas le costaba. Empréstitos a su hermano hipotecándole alguna finca trasconejada en las ventas y subastas, pagarés a algunos arrojados usureros sobre la herencia de un tío viejo y enfermo reconociendo tres veces la cantidad recibida, joyas que su hermana le regalaba no pudiendo regalarle dinero, cuentas exorbitantes con el importador de coches y caballos, con el sastre, con el perfumista, con Lhardy, con el conserje del club, con todo el mundo. Parecía imposible que un hombre pudiera vivir tranquilo en tal estado de trampas y enredos. Sin embargo, nuestro gallardo joven vivía con la misma admirable serenidad de espíritu e idéntica alegría de corazón, y como él otros muchos de sus amigos y consocios según tendremos ocasión de ver, tan arruinados aunque no tan gallardos.
–Te preparo una sorpresa—dijo Clementina concluyendo de ponerse el sombrero y arreglarse el cabello frente al espejo.
El bello gomoso olfateó el aire como un perro que recibe vientos y se acercó a la dama.
–Si es agradable, veamos.
–Y si es desagradable lo mismo, groserazo. Todo lo que proceda de mí debe serte agradable.
–Convenido, convenido. Veamos—repuso disimulando mal su afán.
–Bueno, tráeme aquel manguito.
Castro se apresuró a obedecer el mandato. Clementina, cuando lo tuvo entre las manos se sentó con afectada calma en el diván, y agitándolo luego en el aire exclamó:
–¿A que no adivinas lo que contiene este manguito?
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