Una pareja de recién casados era muy pobre y vivía de los favores de un pueblecito del interior. Un día el marido le hizo la siguiente propuesta a su esposa:
– Querida, yo voy a salir de la casa, voy a viajar bien lejos, buscar empleo y trabajar hasta tener condiciones para regresar y darte una vida más cómoda y digna. No sé cuánto tiempo voy a estar lejos, sólo te pido una cosa: que me esperes y, mientras yo esté lejos, me seas fiel, pues yo te seré fiel a ti.
Así, siendo joven aún, caminó muchos días a pie, hasta encontrar un hacendado que estaba necesitando de alguien para ayudarlo en su hacienda. El joven llegó y se ofreció para trabajar y fue aceptado.
Pidió hacer un trato con su jefe, el cual fue aceptado también. El pacto fue el siguiente:
– Déjeme trabajar por el tiempo que yo quiera y cuando yo encuentre que debo irme, el señor me libera de mis obligaciones. Yo no quiero recibir mi salario. Le pido al señor que lo coloque en una cuenta de ahorro hasta el día en que me vaya. El día que yo salga, usted me dará el dinero que yo haya ganado.
Estando ambos de acuerdo. Aquel joven trabajó durante 20 años, sin vacaciones y sin descanso.
Después de veinte años se acercó a su patrón y le dijo:
– Patrón, yo quiero mi dinero, pues quiero regresar a mi casa.
El patrón le respondió:
–¿Muy bien, hicimos un pacto y voy a cumplirlo, sólo que antes quiero hacerte una propuesta, está bien? Yo te doy tu dinero y tú te vas, o te doy tres consejos y no te doy el dinero y te vas. Si yo te doy el dinero, no te doy los consejos y viceversa. Vete a tu cuarto, piénsalo y después me das la respuesta.
Él pensó durante dos días, buscó al patrón y le dijo:
– Quiero los tres consejos.
El patrón le recordó:
– Si te doy los consejos, no te doy el dinero.
Y el empleado respondió:
– Quiero los consejos.
El patrón entonces le aconsejó:
– Nunca tomes atajos en tu vida. Caminos más cortos y desconocidos te pueden costar la vida.
Nunca seas curioso de aquello que represente el mal. Pues la curiosidad por el mal puede ser fatal.
Nunca tomes decisiones en momentos de odio y dolor. Pues puedes arrepentirte demasiado tarde.
Después de darle los consejos, el patrón le dijo al joven, que ya no era tan joven, así:
– Aquí tienes tres panes, dos para comer durante el viaje y el tercero es para comer con tu esposa cuando llegues a tu casa.
El hombre, entonces, siguió su camino de vuelta, de veinte años lejos de su casa y de su esposa, que él tanto amaba. Después del primer día de viaje, encontró a una persona que lo saludó y le preguntó:
–¿Para dónde vas?
Él le respondió:
– Voy para un camino muy distante que queda a más de veinte días de caminata por esta carretera.
La persona le dijo entonces:
– Joven, este camino es muy largo, yo conozco un atajo con el cual llegarás en pocos días.
El joven, contento, comenzó a caminar por el atajo, cuando se acordó del primer consejo: “Nunca tomes atajos en tu vida. Caminos más cortos y desconocidos te pueden costar la vida”. Entonces se alejó de aquel atajo y volvió a seguir por el camino normal. Dos días después se enteró de otro viajero que había tomado el atajo, y lo asaltaron, lo golpearon, y le robaron toda su ropa. Ese atajo llevaba a una emboscada.
Después de algunos días de viaje, y cansado al extremo, encontró una pensión a la vera de la carretera. Era muy tarde en la noche y parecía que todos dormían, pero una mujer malencarada le abrió la puerta y lo atendió. Como estaba tan cansado, tan solo le pagó la tarifa del día sin preguntar nada, y después de tomar un baño se acostó a dormir.
De madrugada se levantó asustado al escuchar un grito aterrador. Se puso de pie de un salto y se dirigió hasta la puerta para ir hacia donde escuchó el grito. Cuando estaba abriendo la puerta, se acordó del segundo consejo. “Nunca seas curioso de aquello que represente el mal. Pues la curiosidad por el mal puede ser fatal”. Regresó y se acostó a dormir. Al amanecer, después de tomar café, el dueño de la posada le preguntó si no había escuchado un grito y él le contestó que sí lo había escuchado.
El dueño de la posada preguntó:
–¿Y no sintió curiosidad?
Él le contestó que no. A lo que el dueño les respondió:
– Usted ha tenido suerte en salir vivo de aquí, pues en las noches nos acecha una mujer maleante con crisis de locura, que grita horriblemente y cuando el huésped sale a enterarse de qué está pasando, lo mata, lo entierra en el quintal, y luego se esfuma.
El joven siguió su larga jornada, ansioso por llegar a su casa. Después de muchos días y noches de caminata, ya al atardecer, vio entre los árboles humo saliendo de la chimenea de su pequeña casa, caminó y vio entre los arbustos la silueta de su esposa. Estaba anocheciendo, pero alcanzó a ver que ella no estaba sola.
Anduvo un poco más y vio que ella tenía en sus piernas, un hombre al que estaba acariciando los cabellos. Cuando vio aquella escena, su corazón se llenó de odio y amargura y decidió correr al encuentro de los dos y matarlos sin piedad. Respiró profundo, apresuró sus pasos, cuando recordó el tercer consejo. “Nunca tomes decisiones en momentos de odio y dolor, pues puedes arrepentirte demasiado tarde”.
Entonces se paró y reflexionó, decidió dormir ahí mismo aquella noche y al día siguiente tomar una decisión.
Al amanecer, ya con la cabeza fría, él dijo:
– No voy a matar a mi esposa. Voy a volver con mi patrón y a pedirle que me acepte de vuelta. Solo que antes, quiero decirle a mi esposa que siempre le fui fiel a ella.
Se dirigió a la puerta de la casa y tocó. Cuando la esposa le abre la puerta y lo reconoce, se cuelga de su cuello y lo abraza afectuosamente. Él trata de quitársela de arriba, pero no lo consigue.
Entonces, con lágrimas en los ojos, le dice:
– Yo te fui fiel y tú me traicionaste.
Ella, espantada, le responde:
–¿Cómo?… Yo nunca te traicioné. Te esperé durante veinte años.
Él entonces le preguntó:
–¿Y quién era ese hombre que acariciabas ayer por la tarde?
Y ella le contestó:
– Aquel hombre es nuestro hijo. Cuando te fuiste, descubrí que estaba embarazada. Hoy él tiene veinte años de edad.
Entonces el marido entró, conoció, abrazó a su hijo y les contó toda su historia, en cuanto su esposa preparaba la cena. Se sentaron a comer el último pan juntos. Después, con lágrimas de emoción, partió el pan, y al abrirlo, se encontró todo su dinero, el pago de sus veinte años de dedicación.
En un tiempo muy, muy, muy remoto vivía una familia de leñadores tan pobre que tenía que compartir el hacha. Como talaban los árboles de uno en uno, apenas poseían dinero. De la madera que no vendían hasta aprovechaban el serrín. Tan pobres eran que comían la corteza de los pinos y se vestían con las hojas de las moreras que caían en otoño.
Un día un tremendo incendio arrasó el bosque y los leñadores se quedaron sin oficio porque ya no había árboles. Después de hablarlo mucho, los tres hermanos decidieron irse a buscar fortuna dejando en casa a sus padres.
Marchaban bromeando, cuando llegaron a un punto en el que el camino se dividía en tres direcciones. Cada uno continuó por una ruta diferente. Antes de despedirse con gran pena, se prometieron que volverían a encontrarse allí mismo pasado un año.
El primero de los hermanos halló a un hombre con una túnica que cambiaba de color con la luz. Se cubría la cabeza con un sombrero puntiagudo en forma de cucurucho y lleno de estrellas dibujadas. El extraño le preguntó a dónde iba tan solo por el mundo.
– A buscar fortuna – respondió muy seguro.
– Pues vente conmigo – le animó.
Intrigado, el joven le preguntó cuál era su oficio.
– Yo soy mago. Leo el futuro en las estrellas y hago aparecer palomas de mi sombrero – le informó orgulloso.
Al muchacho no le entusiasmaba aquella profesión tan rara.
– Los reyes te llamarán para consultarte. Aprenderás a convertir el cobre en oro. Serás tan rico que no sabrás ni cuántas monedas llevas en el bolsillo.
Estas palabras convencieron al joven y se fue con él.
A su vez, el segundo hermano conoció a un sastre que buscaba un aprendiz al que enseñarle el oficio. El chico pronto cambió su ropa de hojas por un hermoso traje de buena tela. Las nieves invernales ya no le congelaban y los calores estivales no le derretían.
Por último, el tercero acabó acompañando a un valiente cazador. Su estómago se lo agradeció. Las tripas le rugían hambrientas desde que salió del hogar. Pronto demostró su dominio del arco, así que dejó alimentarse solamente de frutas del bosque.
Pasado el año, los hermanos cumplieron su palabra y se juntaron en el mismo sitio en el que se habían separado. Los tres tenían ya un oficio, por lo que volvieron satisfechos a casa. Sus padres les recibieron muy contentos y escuchaban entusiasmados sus anécdotas.
Vivían tranquilamente cuando un día llegó al pueblo la noticia de que un dragón había raptado a las tres hijas del rey. El monarca ofrecía una generosa recompensa a los valientes que rescatasen a las princesas. Los hermanos, que echaban de menos la aventura, partieron en su ayuda.
El mago invocó un hechizo que les guió hasta la cueva de la malvada bestia en una isla en mitad del río. Con el dinero ahorrado, alquilaron un barquito que les acercó a la orilla. Ya en tierra se colaron a hurtadillas en la cueva.
El dragón dormía profundamente la siesta sin vigilar a sus rehenes. Mientras roncaba a pierna suelta, los hermanos aprovecharon para rescatar a las princesas. No dejaron de correr hasta subir al barco.
Tanto jaleo despertó al monstruo. Con sus potentes alas voló hasta alcanzarles. Enfurecido, les amenazó con soltar una bocanada de fuego para achicharrarles.
El cazador no le dio tiempo a que atacase. Apuntó con su arco y le clavó una flecha en el corazón. El dragón se desplomó muerto sobre la cubierta del barco. En la caída desgarró las velas con sus patas. Sin ellas el viento no les movería y se quedarían en mitad de aquel río perdido para siempre.
El sastre demostró su habilidad con la aguja cosiéndolas de nuevo. Y de esta forma consiguieron regresar a salvo al palacio.
Durante el viaje los hermanos y las princesas se contaron sus vidas. Al llegar a la corte, se dieron cuenta de que se habían enamorado. Los padres de ellas, los reyes, y los padres de ellos, los leñadores, se alegraron mucho.
Gobernar un país es tarea complicada, así que el rey puso una condición para que pudieran casarse. Cada uno de los hermanos tendría que superar una prueba.
Al cazador le pidió que atravesase cuatro dianas seguidas con la misma flecha.
Al mago le mandó que encontrase una aguja en un pajar que estaba a muchas leguas de distancia sin moverse del palacio.
Al sastre le encargó que con aquella misma aguja tejiera una alfombra usando las hojas caídas en su jardín.
Los tres hermanos superaron la prueba con éxito. La corte entera exclamó un larguísimo “¡Oooooooohhhhhhhhhhh!”, admirada por el talento de los jóvenes. Alguno incluso se quedó con la boca abierta para el resto de sus días.
Así, gracias a los oficios que habían aprendido, los tres hermanos se casaron con las tres princesas. Y, como dicen en los cuentos, vivieron felices y comieron perdices.
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