Читать книгу «Una Tierra de Fuego » онлайн полностью📖 — Моргана Райс — MyBook.
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CAPÍTULO DOS

Alistair, llorando, se arrodilló al lado del cuerpo de Erec, agarrándolo con fuerza, con el vestido de boda cubierto por su sangre. Mientras lo abrazaba todo su mundo daba vueltas, sentía como sus últimas fuerzas le estaban abandonando. Erec, acribillado por heridas de puñalada, gemía y ella podía notar por el ritmo de sus pulsaciones que estaba muriendo.

«¡NO!» Alistair protestó, meciéndolo en sus brazos, balanceándolo. Sentía como su corazón se partía en dos mientras lo abrazaba, sentía como si ella misma estuviera muriendo. Este hombre con el que había estado a punto de casarse, que la había mirado con tanto amor sólo unos momentos antes, ahora yacía casi sin vida en sus brazos; apenas podía asumirlo. Había recibido el golpe tan inesperadamente, tan lleno de amor y alegría; lo había cogido desprevenido por su culpa. Por culpa de su estúpido juego, al pedirle que cerrara los ojos mientras ella se aproximaba con su vestido. Alistair se sentía abrumada por la culpabilidad, como si todo fuera culpa suya.

«Alistair», gimió él.

Ella miró hacia abajo y vio sus ojos medio abiertos, vio como se iban apagando, como la fuerza de la vida los iba abandonando.

«Quiero que sepas que esto no es culpa tuya», susurró. «Y quiero que sepas lo mucho que te quiero».

Alistair lloraba, abrazándolo contra su pecho, sintiendo como se iba enfriando. Mientras lo hacía, algo saltó en su interior, algo que sentía la injusticia de todo aquello, algo que se negaba por completo a dejarlo morir.

Alistair de repente sintió un hormigueo que le era familiar, como miles de pinchazos en las puntas de sus dedos, y sintió un sofoco por todo su cuerpo, de la cabeza a los dedos de los pies. Una extraña fuerza se apoderó de ella, algo fuerte y primal, algo que ella no comprendía; se hizo más fuerte que cualquier otra oleada de fuerza que hubiera sentido en su vida, como un espíritu externo apoderándose de su cuerpo. Sentía como sus manos y brazos ardían y refelexivamente alargó las palmas de sus manos y las colocó en el pecho y la frente de Erec.

Alistair las mantuvo allí, sus manos quemando cada vez más, y cerró los ojos. Por su mente pasaban imágenes rápidamente. Veía a Erec de joven, dejando las Islas del Sur, tan orgulloso y noble, de pie en un barco alto; lo veía entrando a la Legión; uniéndose a Los Plateados; en los torneos, llegando a ser un campeón, derrotando a los enemigos, defendiendo el Anillo. Lo veía sentado erguido, con la postura perfecta sobre su caballo, vestido en brillante plata, un modelo de nobleza y coraje. Sabía que no podía dejarlo morir; el mundo no podía permitirse dejarlo morir.

Las manos de Alistair cada vez estaban más calientes. Abrió sus ojos y vio como los de él se cerraban. También vio una luz blanca que emanaba de sus manos, extendiéndose sobre Erec; lo vio infundido en ella, rodeado por una esfera. Mientras miraba, veía como sus heridas filtraban la sangre, empezando a cerrarse lentamente.

Los ojos de Erec se abrieron repentinamente, llenos de luz, y ella sintió como algo cambiaba dentro de él. Su cuerpo, tan frío unos momentos antes, empezaba a calentarse. Sentía como su fuerza vital estaba volviendo.

Erec miró hacia ella, sorprendido y maravillado, y Alistair, a la vez, sentía como su propia energía mermaba, su propia fuerza vital disminuía mientras se la pasaba a él.

Los ojos de él se cerraron y se sumió en un sueño profundo. Las manos de ella de repente se enfriaron. Ella comprobó el pulso de él y sintió como volvía a la normalidad.

Suspiró con gran alivio, sabiendo que lo había reanimado. Sus manos temblaban, agotadas por la experiencia. Ella se sentía exhausta, pero aún así eufórica.

Gracias, Dios, pensaba mientras se inclinaba , apoyando la cara en su pecho y lo abrazaba con lágrimas de alegría. Gracias por no llevarte a mi marido de mi lado.

Alistair dejó de llorar, miró a su alrededor y comprendió la escena: vio la espada de Bowyer allí tirada en la piedra, su empuñadura y su filo cubiertos de sangre. Odiaba a Bowyer con una pasión mayor de la que ella podía concebir y estaba dispuesta a vengar a Erec.

Alistair se acercó a coger la espada sangrienta, sus palmas se cubrieron de sangre al cogerla para examinarla. Estaba dispuesta a tirarla, para ver cómo chocaba con gran estruendo al otro lado de la habitación cuando, de repente, la puerta de la habitación se abrió de golpe.

Alistair se giró, con la espada sangrienta en la mano, y vio a la familia de Erec entrando precipitadamente a la habitación, flanqueados por una docena de soldados. Mientras se acercaban sus expresiones de alarma se volvieron de horror, mientras todos miraban de ella a Erec, inconsciente.

«¿Qué has hecho?» gritó Dauphine.

Alistair la miró, sin entender nada.

«¿Yo?» preguntó. «Yo no he hecho nada».

Dauphine fruncía el ceño mientras se acercaba enfurecida.

«¿Ah, no?» dijo. «¡Sólo has matado a uno de nuestros mejores y más grandes caballeros!»

Alistair la miró fijamente horrorizada y de repente se dio cuenta de que todos la estaban mirando como si fuera una asesina.

Miró hacia abajo y vio la espada sangrienta en su mano, las manchas de sangre en su mano y por todo su vestido y entendió que todos pensaban que lo había hecho.

«¡Pero yo no lo apuñalé!» protestó Alistair.

«¿No?» la acusó Dauphine. «Entonces, ¿la espada apareció en tu mano por arte de magia?»

Alistair miraba por toda la habitación mientras todos se agolpaban alrededor de ella.

«Fue un hombre el que lo hizo. El hombre que lo desafió en el campo de batalla: Bowyer».

Los  otros se miraban entre ellos, escépticos.

«Entonces, ¿así fue?» contestó Dauphine. «¿Y dónde está este hombre?» preguntó, mirando por toda la habitación.

Alistair no vio ni rastro de él y se dio cuenta de que todos pensaban que mentía.

«Huyó», dijo ella. «Después de apuñalarlo».

«Y entonces, ¿cómo fue a parar esta espada sangrienta a tu mano?» contestó Dauphine.

Alistair miró con horror a la espada que tenía en su mano y la arrojó al suelo, haciendo que sonara con estruendo sobre la piedra.

«Pero, ¿por qué iba yo a matar al que iba a ser mi marido?» preguntó.

«Eres una hechizera», dijo Dauphine,acusándola ahora. «No se puede confiar en los de tu especie. ¡Oh, mi hermano!» dijo Dauphine, corriendo rápido al frente, cayendo de rodillas al lado de Erec, interponiéndose entre él y Alistair. Dauphine abrazó a Erec, apretándolo con fuerza.

«¿Qué has hecho?», dijo Dauphine entre lágrimas.

«¡Pero yo soy inocente!» exclamó Alistair.

Dauphine se giró hacia ella con una expresión de odio y después se dirigió a todos los soldados.

«¡Arrestadla!» ordenó.

Alistair sintió unas manos que la agarraban por detrás y, de un tirón, la ponían de pie. No le quedaba energía y no pudo hacer nada para evitar que los guardias le ataran las muñecas a la espalda y empezaran a  arrastrarla. Le importaba poco lo que pudiera pasarle, sin embargo, mientras la arrastraban, no podía soportar la idea de estar lejos de Erec. No ahora, no cuando más la necesitaba. La curación que le había dado era sólo temporal; ella sabía que necesitaría otra sesión y, si no la tenía, moriría.

«¡NO!» gritó. «¡Soltadme!»

Pero sus gritos cayeron en oídos sordos mientras la arrastraban, encadenada, como si fuera otro prisionero cualquiera.

CAPÍTULO TRES

Thor se cubrió los ojos con las manos, ciego por la luz, mientras las brillanes puertas doradas del castillo de su madre se abrían de par en par, tan intensa que apenas podía ver. Una figura se acercó a él, una silueta, una mujer que el sentía, en cada tejido de su ser, que era su madre. El corazón de Thor palpitaba cuando la vio allí de pie, con los brazos a los lados, frente a él.

Poco a poco la luz empezó a apagarse, lo suficiente para poder bajar sus manos y mirarla. Era el momento que había esperado toda su vida, el momento que lo había perseguido en sueños. No podía creerlo: era ella de verdad. Su madre. Dentro de este castillo, encaramado en este acantilado. Thor abrió los ojos por completo y los fijó en ella por primera vez, allí de pie, a unos cuantos metros de distancia, mirándolo también. Por primera vez, vio su cara.

La respiración de Thor quedó atrapada en su garganta mientras miraba a la mujer más hermosa que nunca había visto. Parecía atemporal, mayor y joven a la vez, su piel casi translúcida, su cara brillante. Ella le sonrió dulcemente, su largo cabello rubio cayendo por debajo de su barriga, sus grandes ojos grises translúcidos y brillantes, su mejilla perfectamente esculpida y la línea de su mandíbula igual que la suya propia. Lo que más sorprendía a Thor mientras la miraba era que podía reconocer muchos de sus propios rasgos en su cara: la curva de su mandíbula, sus labios, la sombra de sus ojos grises, incluso su orgullosa frente. En algunos aspectos, era como mirarse a sí mismo. También se parecía notablemente a Alistair.

La madre de Thor, vestida con túnica y capa de seda blanca, con la capucha hacia atrás, estaba de pie con las manos a los lados, sin joyas, las manos suaves, la piel como la de un bebé. Thor podía sentir la intensa energía que rezumaba de ella, más intensa de lo que él nunca había sentido, como el sol, envolviéndolo. Mientras estaba allí disfrutando de ello, sentía olas de amor que se dirigían hacia él. Nunca había sentido un amor y una aceptación tan incondicionales. Se sentía como en casa.

Estando aquí, delante de ella, Thor sentía como si finalmente una parte de él estuviera completa, como si todo estuviera bien en el mundo.

«Thorgrin, hijo mío», dijo ella.

Era la voz más bonita que jamás había escuchado, suave, retumbando en las antiguas paredes de piedra del castillo, sonando como si hubiera descendido del mismo cielo. Thor estaba allí conmocionado, sin saber qué hacer o decir. ¿Todo esto era real? Se preguntó por un momento si todo era otra creación de la Tierra de los Druidas, otro sueño más, o su mente le estaba jugando malas pasadas. Él había deseado abrazar a su madre desde que tenía uso de razón y dio un paso hacia adelante decidido a saber si ella era una aparición.

Thor se acercó para abrazarla temiendo que su abrazo abarcara sólo aire o que todo esto fuera sólo una ilusión. Pero mientras Thor se acercaba notaba que sus brazos la envolvían, sentía como abrazaba a una persona real y sentía como ella lo abrazaba. Era la sensación más increíble del mundo.

Ella lo abrazó fuerte y Thor estaba eufórico de saber que ella era real. Que todo esto era real. Que él tenía una madre, que realmente existía, que estaba allí en persona, en esta tierra de ilusión y fantasía y que a ella realmente le importaba.

Después de un buen rato se apartaron el uno del otro y Thor, con lágrimas en los ojos, la miró y vio que también había lágrimas en sus ojos.

«Estoy muy orgullosa de ti, hijo mío», dijo.

Él la miró, sin saber qué decir.

«Has completado tu viaje», añadió. «Mereces estar aquí. Te has convertido en el hombre que siempre supe que serías».

Thor la miró, fijándose en todos sus rasgos, todavía sorprendido por el hecho de que existiera y preguntándose qué podía decir. Toda su vida había tenido muchas preguntas para ella; y aún así, ahora que la tenía delante, no se le ocurría nada. No estaba seguro ni por dónde empezar.

«Ven conmigo», le dijo, girándose, «y te enseñaré este sitio, este sitio donde tú naciste».

Ella sonrió y extendió su mano y Thor se la agarró.

Entraron uno al lado del otro al castillo, su madre mostrándole el camino, la luz rezumaba de ella y rebotaba en las paredes. Thor lo contemplaba todo maravillado: era el lugar más resplandeciente que jamás había visto, sus paredes hechas de oro reluciente, todo brillante, perfecto, surreal. Se sentía como si hubiera venido a un castillo mágico en el cielo.

Pasaron por un largo pasillo con altos techos arqueados, la luz rebotando por todas partes. Thor miró hacia abajo y vio que el suelo estaba recubierto de diamantes, suaves, brillando como un millón de puntos de luz.

«¿Por qué me abandonaste?» preguntó de repente Thor.

Estas eran las primeras palabras que Thor decía y le sorprendieron incluso a él. De todas las cosas que le quería preguntar esta fue, por alguna razón, la que salió primero y se sintió avergonzado y apenado de no tener nada más bonito que decir. No era su intención haber sido tan brusco.

Pero la sonrisa compasiva de su madre no desfalleció. Ella andaba a su lado, mirándolo con amor puro y él pudo sentir tal amor y aceptación por su parte, podía sentir que no lo juzgaba, dijera lo que dijera.

«Tienes razón de estar enfadado conmigo», dijo ella. “Necesito pedirte perdón. Tú y tu hermana significáis para mi más que nada en el mundo. Yo os quería criar aquí, pero no pude. Porque los dos sois especiales. Los dos».

Giraron hacia otro pasillo y su madre se paró y se giró hacia Thor.

«Tú no eres un simple Druida, Thorgrin, ni un simple guerrero. Eres el mayor guerrero que nunca ha existido, o existirá y el mayor Druida también. El tuyo es un destino especial; tu vida debe ser más grande, mucho más grande que este sitio. Son una vida y un destino que deben compartirse con el mundo. Ésta es la razón por la que te dejé ir. Debía dejarte salir al mundo, para que te convirtieras en el hombre que eres, para que tuvieras las experiencias que has tenido y para que aprendieras a convertirte en el guerrero que debías ser».

Ella respiró profundamente.

«Sabes, Thorgrin, no es el retiro y el privilegio lo que hace a un guerrero, sino el esfuerzo y el trabajo, el sufrimiento y el dolor. Sobre todo el dolor. Me mataba verte sufrir y, sin embargo, paradójicamente, aquello era lo que más necesitabas para convertirte en el hombre en el que te has convertido. ¿Comprendes, Thorgrin?»

Por primera vez en su vida, Thor lo comprendió. Por primera vez todo tenía sentido. Pensó en todo el sufrimiento con el que se había encontrado en su vida: haberse criado sin una madre, tratado como el lacayo de sus hermanos por un padre que lo odiaba, en un pequeño pueblo asfixiante, visto por todos como un cero a la izquierda. Su educación había sido una larga cadena de ultrajes.

Pero ahora empezaba a ver que lo necesitaba; que todo aquel esfuerzo y tribulación eran necesarios.

«Todo tu trabajo, tu independencia, tu lucha por encontrar tu camino», añadió su madre, «fueron mi regalo para ti. Fue mi regalo para hacerte más fuerte».

Un regalo

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