Читать книгу «El toque. El libro de relatos de amor» онлайн полностью📖 — Gleb Karpinskiy — MyBook.
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De nuevo se pusieron en marcha y sin que ella lo notara se adentraron en las montañas por un camino estrecho sin pavimentar. Diego, como siempre, se veía infatigable. A ella también la subida no le parecía difícil y cuando salieron de la carretera ruidosa, incluso tuvo tiempo para disfrutar del canto de los pájaros del bosque y estaba mirando con curiosidad los árboles que crecían densamente a lo largo del sendero, comparándolos con los castaños franceses. Pero luego, cuando el ascenso empezó a requerir muchos esfuerzos y ellos tuvieron que bajarse de la bicicleta y subir a pie, pisoteando la hierba degradada, ella volvió a sentir aquella emoción revanchista e intentó cortar el camino por los senderos secundarios. Pero de esa manera solo hizo su propia vida más problemática, mientras que el guía no miraba para atrás y no la daba la mano en los tramos difíciles. No estaba acostumbrada a ese tipo de esfuerzo y por eso le empezaron a doler los músculos de los pies y la espalda, y ella de nuevo recordó a Jules. En tales momentos la llevaba en sus brazos.

– Diego, ¿tienes novia? —de repente preguntó ella por alguna razón.

– Sí, señora. Vivimos en la casa de sus padres aquí cerca.

– ¿Y a qué se dedica?

– Está estudiando, como todos.

La conversación no fue bien y ella prefirió no preguntar más a su guía ningunas cosas personales. Parecía que el sol llegó al cenit, pero sus rayos apenas penetraban entre las copas densas de los árboles. El camino se volvió cada vez más bifurcado, incluso a veces se dividía en tres, pero el guía elegía la vía sin duda alguna, solo una vez tuvieron que volver a la intersección anterior y girar a la izquierda hacia el descenso. En esta oscuridad misteriosa ella de repente pensó que ellos se habían desviado completamente.

– Me parece que la bici que me han dado es completamente desgastada. Cruje como un lecho de los recién casados.

– Y a mí me gusta la mía —se rio Diego, montó su bicicleta enseguida y se dirigió a la deriva bastante plana y artificialmente hecha de piedra.

– ¿Quizás cambiemos? —ella le insinuó explícitamente.

– ¡Qué va, señora! Este es de cinco velocidades y me temo que usted no pueda manejarlo en las curvas. Soy responsable por usted.

Por un lado allí realmente había un precipicio peligroso con una valla baja, tan baja que equivalía a una parodia, y por el otro lado se elevaba una pared rocosa alta y escarpada y las ramas de los árboles que arrastraban por la piedra les tocaban las cabezas, así que incluso tenían que agacharse. Apareció una señal de advertencia, ese decía que no se podía continuar en coche, pero de verdad solo un idiota para se arriesgaría pasar por allí incluso en moto. Ya no pedaleaban, solo reducían la velocidad. A lo largo de la pendiente las ruedas se giraban sin su ayuda, el sonido de las olas se hacía más claro y el viento que llegaba por parte del océano soplaba más fuerte. Luego alcanzaron la parte saliente de la montaña y vieron unas cabañas abandonadas hechas de piedra y cuevas excavadas en la arenisca. Como se podía juzgar por los trapos colgados en las cuerdas extendidas y la presencia de las bolsas de basura, allí vivía gente vivía. Sorprendida, ella miró a Diego.

– Los apartamentos más lujosos de la isla, señora —se rio—. El océano aquí está cerca del peñón, salgas de la cabaña y puedes respirar profundamente… Pero la playa a la que dirigimos nosotros está un poco más lejos. ¡Está detrás de aquella roca!

Ella miró la cadena negra rocosa que estaba en su camino hacia el lugar deseada y suspiró profundamente. Ya no tenía fuerzas para nada y luego estaba esta arena en la que ataban mientras iban hacia las cuevas.

A la entrada de una de las cuevas estaba sentada de rodillas una pequeña niña de piel negra, ella jugaba en la arena con su muñeca. A su lado había un árbol navideño artificial decorado no con juguetes u oropeles, sino con fotos y recortes de revistas con imágenes de perros de diferentes razas. Todo eso se movía y susurraba en el vientre, como si quisiera atraer la atención, y la mujer incluso le preguntó a Diego en voz baja:

– No sabía que este es el año del perro.

– No, no —él sonrió—. Es que la niña sueña con tener perro.

La chica también sonrió, mostrando sus encías desdentadas. Diego la saludó con cariño y la pidió en español que llamara a algún adulto para que ese cuidara las bicicletas. Ella asintió y siguió jugando con su muñeca. Los ciclistas desmontaron de las bicicletas. Para alcanzar la playa tendrían que escalar tras las piedras negras. Diego chasqueó los dedos, mostrando a su cazadora por silenciosa que necesitaban agradecerle un poco a la chica, y ella encontró en los bolsillos de los pantalones cortos unos cuantos billetes arrugados.

– No te darán cambio —notó Diego cuando ella entregó el dinero a la chica.

La niña inmediatamente dejó de jugar, cogió el dinero y corrió adentro de la cueva. Pronto salió un flaco hombre blanco de pelo largo, estaba vestido de ropas rotas. Él levantó la mano en un gesto amistoso y Diego también le respondió con la mano. Ellos se intercambiaron unas frases sobre el tiempo.

– ¿Cómo se ganan la vida? —preguntó ella al guía un poco más tarde.

– Se puede comprar hierba aquí.

– ¿Les conoce bien? ¿El hombre es su padre?

– Pues no, no muy bien. Pero es una isla pequeña, señora. Cada uno conoce a todos—, evadió contestar otras preguntas.

Ella miró con curiosidad a su alrededor, explorando la vida de las personas que vivían allí. Su atención atrajo la mesa con libros que estaba hecha a mano y colocada al aire libre. Los libros eran viejos, con páginas grasosas. Ella se detuvo y hojeó unas de ellas.

– Como puede ver, también venden libros, sobre todo para veganos y en inglés —sonrió Diego.

Bajaron un poco más cuando vieron que la chica estaba siguiéndolos y se detenía cuando se detenían ellos.

– Es casi de edad escolar —dijo la mujer.

– No hay ningún problema con eso —respondió Diego—. Mi sobrino también va a la escuela este año. Aceptan a todos, incluso los niños migrantes. No hacen diferencias.

– ¿De dónde aquí llegan todos estos migrantes?

– Estamos cerca de África. Cuando hace mal tiempo cerca de la costa a menudo aparecen balsas y barcos marruecos. Para ellos somos una especie de punto de tránsito en el camino hacia otros países europeos.

Antes de continuar el camino a su playa quieta los viajeros decidieron mojarse los pies en el océano frente a las cuevas. Allí había una franja costera de cien metros como máximo con palmeras raras creciendo en ella. La arena volcánica sucia se esparcía en las manos como pólvora. La marea aún no había terminado y en el banco de arena descubierto vieron a dos jóvenes hippie en largos vestidos sueltos que estaban recogiendo y embolsando la basura. Toda la basura, colillas, botellas de plástico y vidrio, restos de los fuegos artificiales de Año Nuevo se quedó en el agua después de haber sido arrojados por unos cruceros y luego las olas de la marea anterior tiraron todo eso hacia la costa.

En la misma seguida que las muchachas vieron a Diego, se echaron a correr hacia él para besarle unas cuantas veces, no prestaron ninguna atención a su compañera confusa, como si no les sorprendía su presencia.

“Tal vez traiga allí las mujeres frecuentemente” —sugirió, sintiendo lo que era estar celosa, mientras que ellas estaban charlando entre sí.

Ella estaba atenta a sus palabras, pero no pudo entender su español fluido, se quitó el calzado y pasó mucho tiempo caminando sobre la arena húmeda con cierta sensación de incomodidad. Las muchachas seguían hablando y riendo, mirándola de reojo. “Qué bueno es su pecho "—fue lo único que ella oyó tras el silbido del viento y eso la hizo enfadar aún más. Decidió actuar por si misma y sin esperar a Diego se dirigió a las piedras negras, sola y toda desafiante.

– ¿Qué se cree este chico insolente? —se dijo a sí misma, buscando un paso cómodo entre las piedras…

Dentro de un rato ya estaban acostados en la playa uno cerca del otro y conversaban, compartiendo sus impresiones.

La playa quieta les parecía un cuento de hadas que merecieron por superar el camino largo y agotador, era un lugar maravilloso, bello y desierto, nadie y nada les molestaba, excepto las ráfagas de viento, pero aún ellos eran delicados y les atacaban de manera tan cuidada como si pidieran permiso.

– Es un lugar donde se quiere quedarse para siempre, mirando al océano en espera de una gran ola a llegar —confesó, sacando el paquete de los cigarrillos Esse y el encendedor.

Diego no fumaba, pero esa vez cogió el cigarrillo ofrecido.

“Muerte dolorosa” —ella pensativamente leyó la inscripción aterradora que había en el paquete de cigarrillos. Solía ver todo eso con gran escepticismo, porque la cantidad de los fumadores a su alrededor no se reducía y la hacía pensar que tales eran no más que una parte de un truco de marketing de las tabacaleras. “Dame el con ceguera… ¿Y hay cáncer de garganta?” —hacía bromas con los vendedores y ellos, teniendo como orientación todas esas fotos terribles, rápidamente encontraban lo que necesitaba. Pero en aquel momento en la playa la inscripción hecha en grandes letras gritonas le hizo pensar involuntariamente en que la vida era finita y que a cualquiera criatura, incluso la más feliz del mundo, le esperaba su final…

– No eres un fumador —ella le dio una sonrisa triste, cuando Diego se puso a toser por no estar acostumbrado al tabaco.

Tratando de no toser, agitó sus manos y fumó otra calada. Esta vez lo hizo con confianza y ojos entrecerrados.

– No tienes que sufrir sola —dijo pensativo.

Fue aquel momento sagrado de la reconciliación cuando involuntariamente empezaron a tutearse y todos los resentimientos pasados se dejaron por detrás de las piedras negras. Tuvieron suerte. La playa estaba desierta, solo ellos dos estaban acostados en la arena, contemplando el lienzo azul del océano. Excepto que ella sentía la presencia de alguien quien los observaba, escondiéndose detrás de las piedras grandes, y suponía que ese alguien podría haber sido aquella pequeña chica africana. Varias veces la mujer captó en sí su atenta mirada invisible, pero con cada vez se hacía más acostumbrada a esa sensación y pronto ya lo ignoraba. Mañana tendría que regresar a París y dejar para siempre la isla “canina”, y la despedida tan inusual con ese lugar le parecía bastante bueno.

Diego, como lo había prometido, puso sobre la arena negra una amplia toalla blanca. Hacía un tiempo fenomenal. El sol brillaba, rellenando todo el espacio con la luz cálida dorada. El viento fresco y salado silbaba, ya sintiendo de antemano que pronto vendría la primavera, y les arrancaba la ropa y el pelo, y los dos, excesos de emociones, estaban mareados.

¿Pero con qué en ese momento soñaba ella y con qué soñaba él en un lugar tan remoto, tete-a-tete con el océano? Una gran ola espumosa, brillando en el sol como un mil de diamantes, acabó de golpear la orilla sin llegar a ellos unos cuantos pasos. Ya se habían quitado la ropa exterior y sus cuerpos ansiosos por las caricias amorosas estaban abiertos para esa fuerza de naturaleza. El hombre quiso tocar a la mujer, y paso suavemente su dedo alrededor de su cuello y luego por el hombro. Ella no se apartó, porque ya llevó mucho tiempo esperando su ternura, él le tocó el pecho, su dedo deslizó por encima del traje de baño. Le gustaban sus toques lentos y empezó a gemir un poquito, ayudándole y mostrándole que él estaba haciendo lo correcto. Entonces él pasó su mano bajo su sostén y ella gimió de voz más alta.

“Aun así, Jules no se lo permitía…” —pasó por su cabeza cuando ella se inclinó hacia atrás, poniendo sus manos detrás de la cabeza.

Sin saber por qué, ella sonrió al cielo, mirándolo a través de las lentes oscuras de las gafas, y pronto cerró los ojos cuando la mano de su amante joven bajó en su estómago y se metió bajo sus braguitas. Los restos finales de la decencia fueron barridas por el viento que estaba enfriando en vano la excitación de sus cuerpos ardientes de pasión, mientras que la diferencia de edad y estatus social fue instantáneamente arrastrada por una nueva ola. Los dedos musicales de Diego como si tocaran algún instrumento, forjando el fuego de la pasión en las teclas del alma frustrada de la mujer y ella le acompañaba con dulces gemidos y la respiración rápida. Luego la tomó, cubriendo con su torso poderoso todo el lienzo del océano, y ella estaba retorciendo bajo su cuerpo, sintiendo con la piel ese poder destructivo y al mismo tiempo su propia resignación, era como una serpiente atravesada con precisión por una lanza. Sus labios mantenían en un contacto doloroso, él la besaba por todas partes, como si se hubiera vuelto loco, y ella le rascaba la espalda, estaba envolviendo ajustadamente su torso con las piernas… Él le decía algo desbocado, obsceno, a veces susurraba sus melodías españolas, y ella reconocía su talento indiscutible de un seductor y, aunque ese no fuera razonable, con cada movimiento furioso de sus caderas anchas se estaba enamorando de él como una completa tonta. En algún momento quiso cantarle La Marsellesa, pero no pudo recordar la letra, se olvidó incluso su propio nombre. Puso las palmas sobre sus nalgas infladas del hombre y con los ojos cerrados se sometió al destino.

De repente recordó de la niña que quizás estaba espiándoles, y se lo contó a Diego. Él tomó su conjetura por la sospecha excesa y se rio, pero se apartó e intentó cubrirles con el borde libre de la toalla ancha. Ella comenzó a acariciarlo allí con sus manos y la boca, y él también continuó acariciándola con las manos. La mujer se estremeció casi inmediatamente y se corrió. Luego él se inclinó hacia atrás como un vencedor, dejándola hacer con él lo que ella quisiera. Y todo lo que ella hizo después, al cubrirse junto con la cabeza, durante mucho tiempo permaneció siendo un misterio para la mirada externa.

Le gustaba hacerlo y cada vez se asombraba más de lo bueno que era el autocontrol del hombre. Luego, sintiendo el sabor de su semilla, volvió a sentir la melodía de sus dedos sensuales, y tenía orgasmo tras orgasmo, gimiendo y gritando fuertemente hasta que cayó, finalmente exhausta, sobre su pecho y pasó un rato largo escuchando el ritmo loco de su corazón. Una ráfaga fuerte de viento desgarró el borde de la toalla y ellos permanecieron desnudos en la palma de su dios feliz.

– Nunca antes había tenido un amante tan apasionado —susurró ella con el sonido de la ola costera.

– ¿Y su marido? —preguntó él, abrazándola por sus hombros y admirando desde arriba sus pechos con los pezones grandes y pronunciados—. Dijiste que estuviste casada por mucho tiempo…