Читать бесплатно книгу «La Fontana de Oro» Benito Pérez Galdós полностью онлайн — MyBook

La joven llamó su atención más que la casa. Clara (que así se llamaba,) representaba más de diez y ocho años y menos de veintidós. Sin embargo, estamos seguros de que no tenía más que diez y siete. Su estatura era más bien alta que baja, y su talle, su busto, su cuerpo todo tenían las formas gallardas y las bellas proporciones que han sido siempre patrimonio de las hijas de las dos Castillas. El color de su rostro, propiamente castellano también, era muy pálido, no con esa palidez intensa y calenturienta de las andaluzas sino con la marmórea y fresca blancura de las hijas de Alcalá, Segovia y Madrid. En los ojos negros y grandes había puesto todos sus signos de expresión la tristeza. Su nariz era delgada y correcta, aunque demasiado pequeña; su frente pequeña también, pero de un corte muy bello; su boca muy hermosa y embellecida más por la graciosa forma de la barba y la garganta, cuya voluptuosidad y redondez contribuía á hacer de su semblante uno de los más encantadores palmos de cara que se había ofrecido á las miradas del militar desconocido, el cual (digámoslo de paso) era hombre corrido en asuntos femeninos.

El peinado de Clara podía rigurosamente ser tachado de provinciano, porque se alzaba en un moño de tres tramos sobre la corona. Este modo de peinarse era ya desusado en la corte; pero la belleza suele generalmente triunfar de la moda, y Clara estaba muy bien con su trenza piramidal. El traje era de los que usaba entonces la clase no acomodada, pero tampoco pobre, es decir, un guardapiés de tela clara con pintas de flores, mangas estrechas hasta el puño, talle un poco alto y el corte del cuello cuadrado y adornado de múltiples encajes.

La investigación del militar duró mucho menos de lo que hemos empleado en describir la figura. Durante algunos segundos estuvieron los tres personajes inmóviles el uno frente al otro sin decir palabra, hasta que el viejo, como continuando una peroración interior, exclamó con un repentino acceso de ira y lanzando de sus ojos rápidamente iluminados una mirada feroz.

"¡Infames, perros! Quisiera tener en mi mano un arma terrible que en un momento acabara con todos esos miserables. ¡Ah! Pero ellos no tienen la culpa. Tienen la culpa los otros, los sabios, los declamadores, los que les educan, esos malvados charlatanes que profanan el don de la palabra en los infames conciliábulos de las Cortes. Tienen la culpa los revolucionarios, rebeldes á su Rey, blasfemos de su Dios, escarnio del linaje humano. ¡Oh, Dios de justicia! ¿No veré yo el día de la venganza?"

El militar estaba atónito y algo corrido. Parecíale que aquello era una réplica indirecta á su expresiva disertación del camino; y aunque se le ocurrió contestarla, vió en el rostro de Elías una expresión de contumacia y ferocidad que le intimidó. Su atención estaba en parte reconcentrada en la compañera del realista. Clara miraba al viejo con la indiferencia propia de la costumbre, y al mismo tiempo miraba á su protector como si se avergonzara de la extrañeza que le causaban las palabras del viejo.

El militar, poco cuidadoso al fin de las imprecaciones del realista, comenzó á sentir interés hacia aquella pobrecilla, que, sin saber por qué, le inspiró mucha lástima desde el principio.

Pero llegó un momento en que el joven sintió su situación embarazosa. Elías continuaba en voz baja su soliloquio sin cuidarse de él; era preciso marcharse; y eso de marcharse sin satisfacer un poco la curiosidad y hablar otro poco con la joven, no le gustaba. Miró á Elías con insistencia y se acercó á él; pero éste no daba muestras de fijar en el otro la atención, ni tenía gratitud, ni afecto, ni cortesía, ni era, al parecer, cortado por el común patrón de los demás hombres. Al fin, viéndole tan abstraído, resolvió tomar pretexto de la protección que le había dispensado para hacer hablar á la muchacha.

–No tema usted nada—le dijo en voz baja, apartándose hacia la ventana.—No ha recibido golpe ninguno. Está aterrado por lo sorpresa y la ira; pero se calmará.

–Sí, se calmará … un poco.

–Y se pondrá contento.

–Contento, no.

–Cuidado: por usted no estará triste.

Esto, que podía pasar por una galantería, no hizo efecto ninguno en Clara. Volvióse para mirar á Elías, que continuaba en la misma postura, gesticulando á solas. De tiempo en tiempo profería sus adjetivos predilectos "¡Malvados, perros!"

El militar arriesgó entonces la pregunta, y bajando más la voz, y apartándose hasta llegar al hueco de la ventana, dijo:

"Tal vez será indiscreción la pregunta que voy á hacerle á usted; pero me disculpa el gran interés que por ese caballero me he tomado, y el deseo de servirle bien en lo que pueda. ¿Este señor está en su cabal juicio?"

Clara miró al militar con expresión de gran asombro; y como si la pregunta fuera una revelación, contestó:

–"¿Loco?…" Y después de una pausa, añadió encogiéndose de hombros: "No sé."

La curiosidad del militar creció.

–No lo tome usted á agravio; pero su conducta, sus palabras en aquella pendencia, lo sombrío de su aspecto, lo que ahora acaba de decir, me hacen creer que padece una enajenación.

Clara miraba al joven con expresión que tenía algo de afirmativa.

–Yo no sé—dijo al fin.—El pobrecito padece mucho. Yo también padezco de verle. No está nunca alegre: á veces creo que se me va á morir en un arrebato de ira. Pasa las noches leyendo libros, escribiendo cartas, y á veces habla consigo mismo como ahora. A Pascuala y á mí nos da mucho miedo: la sentimos levantarse y pasear precipitadamente, dando vueltas en este cuarto. De día sale temprano, y está fuera toda la noche.

El militar sintió aumentarse la compasión que Clara le inspiró desde el principio, porque le parecía que aquella infeliz era una mártir, que sufría resignada los atropellos de un loco.

–Pero usted—dijo con el mayor interés, ¿no es víctima de sus bruscos ademanes? ¿No la maltrata á usted? Entonces sería cosa de declararle rematado.

–¿A mí? No—dijo Clara;—no me ha maltratado nunca.

Parecerá extraño que Clara, sin conocer al militar, le hiciera declaraciones que parecen de íntima confianza; pero esto, que en circunstancias ordinarias sería raro, en este caso no lo era. Clara había vivido siempre en compañía de aquel viejo: era huérfana, no tenía parientes ni amigas, no salía nunca, no se comunicaba con nadie, se consumía en el desierto de aquella casa, sin otra cosa que algunos recuerdos y algunas esperanzas que luego conoceremos. Su carácter era extremadamente sencillo: un incidente imprevisto le ponía delante á un hombre cortés y generoso que para satisfacer su curiosidad empleaba hábiles recursos de conversación, y ella le dijo lo que quería saber; se lo dijo obedeciendo á una poderosa necesidad de desahogo, hija de su aislamiento y melancolía.

El curioso no se atrevía á continuar investigando: ya iba á despedirle mal de su grado, cuando Clara vió que tenía una mano ensangrentada, y exclamó sobrecogida:

–¡Está usted herido!

–No es nada: un rasguño.

–Pero sale mucha sangre. ¡Jesús! tiene usted la mano destrozada.

–¡Oh! no es nada…. Con un poco de agua….

–Voy al momento.

Clara se marchó muy á prisa y volvió á poco rato, entrando en la habitación inmediata: traía una jofaina, que puso sobre la mesa, y llamó al militar, que no tardó en acercarse.

–¿Y tiene familia?—dijo éste tocando el agua con la mano para ver si estaba muy fría.

–¿Familia?—contestó Clara con su naturalidad acostumbrada.—No: me quería mucho. Yo deseo tanto que se le quiten de la cabeza esas manías…. Antes era muy bueno para mí, y estaba muy alegre…. Yo era muy niña entonces.

–Antes era muy bueno. ¿Y ahora no lo es?

–Sí; pero ahora…. Como tiene tantas cosas en qué pensar….

–¿Y desde cuando ha variado?

–Hace mucho tiempo, cuando hubo muchos alborotos y dijeron que iban á matar á … ¿al Rey?… no sé á quién. Pero antes de eso, ya estaba casi siempre alterado. Cuando yo era muy niña … No … entonces salíamos los domingos á paseo, y me llevaba á Chamartín y comíamos en el campo con Pascuala.

–¿Y ahora no sale usted nunca de aquí?

–Nunca—dijo Clara, como si aquella soledad en que vivía fuera la cosa más natural del mundo.

El militar se interesaba cada vez más por la persona que tan repentinamente había conocido. Cada vez sospechaba más que aquella infeliz era víctima de las brutalidades del fanático. Desde el sitio en que se hallaba, veía al viejo sentado en un sillón y entregado á su mudo frenesí. Mirando después á Clara, cuya gracia sencilla y melancólica franqueza formaban contraste con el terrible realista, se aumentó su confusión, su curiosidad y sus temores.

–¿Y usted no sale para distraerse, para ver y reponerse de estar aquí encerrada tanto tiempo?—le dijo casi conmovido.

–¿Yo?… ¿para qué salgo? Me pongo triste cuando salgo. No veo la calle sino cuando voy á las Góngoras los domingos muy temprano; pero al verme fuera, me parece que estoy más sola que aquí.

–¿Y él no tiene empeño en que usted se divierta, en que pase agradablemente la vida?—dijo el militar casi asustado de su curiosidad y mirando de soslayo á Elías para ver si atendía á su conversación.

–¿El? Pero yo no quiero divertirme … porque … ¿qué voy yo hacer fuera de aquí? El dice que debo estar siempre en la casa.

–¿Pero usted no trata á nadie, no ve á nadie?

–A Pascuala, que me quiere mucho.

Ya el militar tenía ganas de saber quién era aquella Pascuala.

–¿Y esa Pascuala es amiga de usted?

–Es la criada.

–Ya… ¿Y no tiene usted más amiga? A la edad de usted es natural y conveniente la amistad de las jóvenes, y, sobre todo, no se puede vivir de esa manera. Es preciso….

–Yo estoy bien así. El dice que no debo conocer á nadie.

–¿Y la obliga á usted á llevar esta vida tan triste?

–No me obliga. Yo, si quisiera, podría salir. El no está nunca aquí.

Pero yo … Dios me libre … ¿A dónde había de ir?

El militar no sabía qué pensar. ¿Qué relaciones existían entre aquel monomaníaco y aquella joven? ¿Sería su padre, su marido?…—No—decía para sí.—Es repugnante sospechar que puedan existir los vínculos del matrimonio entre los dos.

–No extrañe usted mis preguntas—dijo, continuando con ansiedad;—pero me interesan mucho ustedes dos. ¿Y á él nadie le visita, nadie viene á verle?

–Conoce mucho á unas señoras, que llaman las señoras de Porreño. Son nobles y fueron muy ricas.

–¿Y vienen aquí?

–Muy pocas veces. Él las quiere mucho.

–Y esas, que presumo serán personas de buenos sentimientos, ¿no le tienen á usted cariño, no la quieren?

–¿A mí? Una vez me dijeron que yo parecía ser una buena muchacha.

–¿Y nada más? ¿No le han dicho más?

–¡Ah! son muy buenas. El dice que son muy buenas. Una de ellas dicen que es santa.

Estas declaraciones eran hechas por Clara con una ingenuidad tan espontánea, que conmovía al que pudiera oirlas. Para que el lector, que aún no conoce la infinita bondad de este carácter, no estrañe la franqueza leal y la sublime indiscreción de la pobre Clara, añadiremos que durante años enteros esta desgraciada no veía más persona que don Elías, Pascuala, y á veces, muy de tarde en tarde, las tres melancólicas efigies de las señoras de Porreño. Su vida era un silencio prolongado y un hastío lento. Tan solo pudieron reanimarla y darle alguna felicidad los cuarenta días que, seis meses antes de estos sucesos, había pasado en Ateca, pueblo de Aragón, á donde Elías la mandó para que disfrutara del campo. Más adelante veremos por qué tomó Elías esta determinación, y lo que resultó del viaje de Clara.

–Pero es posible—continuó el militar, olvidado de que Elías estaba cerca—¿es posible que pase usted la vida de esta manera, sin más compañía que la de ese hombre? ¿Y no ha salido usted nunca de aquí, no ha ido al campo?

–Sí; estuve unos días fuera, hace seis meses.

–¿En dónde?

–En Ateca. El me mandó. Me puse mala, y fuí allá á restablecerme.

Estuve en su pueblo.

–Ya.—dijo el militar, contento de haber encontrado un motivo, aunque pequeño, para suponer que aquel hombre no era enteramente feroz.

–¿Y lo pasó usted bien?

–¡Ah! sí: me alegré mucho de estar allí.

–¿Y no quiera usted volver?

–¡Oh! sí,—exclamó Clara, sin poder contener una exclamación expansiva.

–Usted no debe estar aquí; usted tiene el corazón más bondadoso que puede existir. ¿Para qué, sino para la sociedad, puede haber creado Dios un conjunto de gracias y méritos semejante? ¡A cuántos podría usted hacer felices! ¿No ha pensado en esto? Piense usted en esto.

Clara no pareció hacer caso de la galantería. Quedó en silencio y con los ojos bajos, tal vez ocupada en pensar en aquello, como el joven le aconsejó. ¿Quién sabe cuáles serían sus reflexiones en aquellos momentos?

El curioso esperaba una contestación, cuando Elías, mirando hacía la habitación en que hablaban, exclamó:

"¡Clara, Clara!"

El militar se dirigió rápidamente hacia él, y disimulando su turbación, le dijo:

"Caballero, no he querido marcharme hasta estar seguro de su mejoría. Aquí le contaba á esta niña el caso, y le hacía una relación de la imprudencia de aquellos hombres. Ya le veo á usted tranquilo y fuerte, y me retiro, diciéndole que puede disponer de mí para cuanto yo pueda serle útil.

–Gracias—contestó secamente Elías.—Clara, acompaña á este caballero.

Era preciso retirarse; ya no había pretexto alguno para permanecer allí. Su mano estaba perfectamente vendada, y su protegido le había indicado la puerta. El impresionable joven no sabía que hacer para no salir. Miró á Clara para ver si leía en sus ojos el deseo de que no se marchara; pero ella manifestaba la mayor indiferencia, y hasta se había adelantado á abrir la puerta.

No había mas remedio. El militar tendió una mano al realista, que alargó dos dedos fríos y huesosos, y salió de la sala; al llegar á la puerta, quiso entablar de nuevo la conversación; pero la reverencia que le hizo la joven acabó de desesperarle. Salió, y se paró fuera otra vez.

–No olvide usted lo que le he dicho. Usted no puede vivir de esta manara—dijo, bajando el primer escalón.—Es preciso que usted…

–¡Clara, Clara!—exclamó el fanático desde dentro con voz fuerte."

Clara cerró la puerta, y el militar se quedó cortado y aturdido en la escalera. Su primer intento fué llamar otra vez, llamar hasta que ella saliera; pero reflexionó en lo imprudente de semejante conducta. Bajó con lentitud.—¿Qué misterio hay en esta casa?—decía para sí.—Al hallarse en la calle, sintió mas viva su curiosidad, y la compasión hacia la joven era mas intensa.—¿Es su hija, es su mujer, es su sobrina, es su protegida?—exclamó.—¡Oh! No es posible renunciar á saber los secretos de esta casa. ¿Cómo renunciar á oírlos de la boca de Clara, que los contaba con tanta ingenuidad?

Anduvo un buen trecho por la calle, y se paró, miró á la casa. Ella misma no me recibirá—dijo:—esto ha sido una casualidad. Y si vuelvo ¿con qué pretexto?… ¡Cuánto debe padecer esa infeliz! Tiene cara de sufrir mucho … en compañía de esa fiera, sin ver á nadie ni hablar con nadie….

Maquinalmente se dirigió otra vez á la casa, y continuando su soliloquio, decía:—Tal vez la riña por haber hablado conmigo; tal vez, aparentando distracción, oyó cuanto me dijo, se habrá ofendido y la maltratará.

Entró, subió, procurando no ser sentido. Llegó á la puerta y se detuvo. Su mano tornó maquinalmente el cordón de la campanilla. Si hubiera sentido el menor rumor de disputa; si hubiera sentido la voz agria del viejo, habría llamado con todas sus fuerzas. Pero nada sintió; aplicó el oído. Un silencio sepulcral reinaba en la casa. De repente sintió una voz de mujer que cantaba, sintió pasar una persona rápidamente por el pasillo en que estaba la puerta; sintió el ruido del traje, rozando con las paredes al correr, y sintió la voz, la voz que, al pasar tan cerca, resonó con timbre delicado y expresivo. Era Clara, que cantaba y corría. ¿Era acaso feliz? Nuevo misterio.

El curioso se sintió más confundido: soltó el cordón, y paso á paso, y muy quedito, bajó mirando á todos lados con cautela como un ladrón. Salió á la calle: marchó resuelto á alejarse: llegó á la esquina, se paró, miró á la casa, y al fin, tomando una resolución, emprendió su camino en dirección á su casa, donde le dejaremos por ahora preocupado y aturdido; para volver á ocuparnos de los amigos de la calle de Válgame Dios, cuya vida y caracteres necesitan historia y explicación.

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