El gremio cocheril exhibía allí también sus más característicos individuos. Lo menos veinte veces al día pasaban por esta calle las carrozas de los grandes que en las inmediaciones vivían. Estas carrozas, que ya se han sumergido en los obscuros abismos del no ser, se componían de una especie de navío de línea, colocado sobre una armazón de hierro; esta armazón se movía con la pausada y solemne revolución de cuatro ruedas, que no tenían velocidad más que para recoger el fango del piso y arrojarlo sobre la gente de á pie. El vehículo era un inmenso cajón: los de los días gordos estaban adornados con placas de carey. Por lo común las paredes de los ordinarios eran de nogal bruñido, ó de caoba, con finísimas incrustaciones de marfil ó metal blanco. En lo profundo de aquel antro se veía el nobilísimo perfil de algún prócer esclarecido, ó de alguna vieja esclarecidamente fea. Detrás de esta máquina, clavados en pie sobre una tabla, y asidos á pesadas borlas, iban dos grandes levitones que, en unión de dos enormes sombreros, servían para patentizar la presencia de dos graves lacayos, figuras simbólicas de la etiqueta, sin alma, sin movimientos y sin vida. En la proa se elevaba el cochero, que en pesadez y gordura tenía por únicos rivales á las mulas, aunque éstas solían ser más racionales que él.
Rodaba por otro lado el vehículo público, tartana calesa ó galera, el carromato tirado por una reata de bestias escuálidas; y entre todo esto el esportillero con su carga, el mozo con sus cuerdas, el aguador con su cuba, el prendero con su saco y una pila de seis ó siete sombreros en la cabeza, el ciego con su guitarra y el chispero con su sartén.
Mientras nos detenemos en esta descripción, los grupos avanzan hacia la mitad de la calle y desaparecen por una puerta estrecha, entrada á un local, que no debe de ser pequeño, pues tiene capacidad para tanta gente. Aquélla es la célebre Fontana de Oro, café y fonda, según el cartel que hay sobre la puerta; es el centro de reunión de la juventud ardiente, bulliciosa, inquieta por la impaciencia y la inspiración, ansiosa de estimular las pasiones del pueblo y de oír su aplauso irreflexivo. Allí se había constituido un club, el más célebre é influyente de aquella época. Sus oradores, entonces neófitos exaltados de un nuevo culto, han dirigido en lo sucesivo la política del país; muchos de ellos viven hoy, y no son por cierto tan amantes del bello principio que entonces predicaban.
Pero no tenemos que considerar lo que muchos de aquellos jóvenes fueron en años posteriores. Nuestra historia no pasa más acá de 1821. Entonces una democracia nacida en los trastornos de la revolución y alzamiento nacional, fundaba el moderno criterio político, que en cincuenta años se ha ido difícilmente elaborando. Grandes delirios bastardearon un tanto los nobles esfuerzos de aquella juventud, que tomó sobre sí la gran tarea de formar y educar la opinión que hasta entonces no existía. Los clubs, que comenzaron siendo cátedras elocuentes y palestra de la discusión científica, salieron del círculo de sus funciones propias aspirando á dirigir los negocios públicos, á amonestar á los gobiernos é imponerse á la nación. En este terreno fué fácil que las personalidades sucedieran á los principios, que se despertaran las ambiciones, y lo que es peor, que la venalidad, cáncer de la política, corrompiera los caracteres. Los verdaderos patriotas lucharon mucho tiempo contra esta invasión. El absolutismo, disfrazado con la máscara de la más abominable demagogia, socavó los clubs, los dominó y vendiólos al fin. Es que la juventud de 1820, llena de fe y de valor, fué demasiado crédula ó demasiado generosa. O no conoció la falacia de sus supuestos amigos, ó conociéndola, creyó posible vencerles con armas nobles, con la persuasión y la propaganda.
Una sociedad decrépita, pero conservando aún esa tenacidad incontrastable que distingue á algunos viejos, sostenía encarnizada guerra con una sociedad lozana y vigorosa llamada á la posesión del porvenir. En este libro asistiremos á algunos de sus encuentros.
Sigamos nuestra narración. Los curiosos se paraban ante la Fontana; salían los tenderos á las puertas; el barbero Calleja, que se hacía llamar ciudadano Calleja, estaba también en su puerta pasando una navaja, y contemplando el club y á sus parroquianos con una mirada presuntuosa, que quería decir: "si yo fuera allá…."
Algunas personas se acercaron á la barbería formando corro alrededor del maestro. Uno llegó muy presuroso, y preguntó:
"¿Qué hay? ¿Ocurre algo?"
Era el recién venido uno de esos individuos de edad indefinible, de esos que parecen viejos ó jóvenes, según la fuerza de la luz ó la expresión que dan al semblante.
Su estatura era pequeña, y tenía la cabeza casi inmediatamente adherida al tronco, sin más cuello que el necesario para no ser enteramente jorobado. El abdomen le abultaba bastante, y generalmente cruzaba las manos sobre él con movimiento de cariñosa conservación. Sus ojos eran medio cerrados y pequeños, pero muy vivos, formando armoniosa simetría con sus labios delgados, largos y elásticos, que en los momentos más ardorosos de la conversación avanzaban formando un tubo acústico que daba á su voz intensidad extraordinaria. A pesar de su traje seglar, había en este personaje no sé qué de frailuno. Su cabeza parecía hecha pura la redondez del cerquillo, y ancho gabán que envolvía su cuerpo, más que gabán, parecía un hábito. Tenía la voz muy destemplada y acre; pero sus movimientos eran sumamente expresivos y vehementes.
Para concluir, diremos que este hombre se llamaba Gil de nombre y Carrascosa de apellido; educáronle los frailes agustinos de Móstoles, y ya estaba dispuesto para profesar, cuando se marchó del convento, dejando á los Padres con tres palmos de boca abierta. A fines de siglo logró, por amistades palaciegas, que le hicieran abate; mas en 1812 perdió el beneficio, y depuso el capisayo. Desde entonces fué ardiente liberal hasta la vuelta de Fernando, en que sus relaciones con el favorito Alagón le proporcionaron un destino de covachuelista con diez mil reales. Entonces era absolutista decidido; pero la Jura de la Constitución por Fernando en 1820 le hizo variar de opiniones hasta el punto de llegar á alistarse en la sociedad de los Comuneros y formar pandilla con los más exaltados. Cuando tengamos ocasión de penetrar en la vida privada de Carrascosa, sabremos algunos detalles de cierta aventura con una beldad quintañona de la calle de la Gorguera, y sabremos también los malos ratos que con este motivo le hizo pasar cierto estudiantillo, poeta clásico, autor de la nunca bien ponderada tragedia de los Gracos.
"¿Pues no ha de ocurrir?—dijo Calleja.—Hoy tenemos sesión extraordinaria en la Fontana. Se trata de pedir al Rey que nombre un Ministerio exaltado, porque el que está no nos gusta. Tendremos discurso de Alcalá Galiano.
–Aquel andaluz feo…
–Si, ese mismo. El que el mes pasado dijo: No haya perdón ni tregua para los enemigos de la libertad. ¿Qué quieren esos espíritus obscuros, esos…? Y por aquí seguía con un pico de oro….
–Ya les dará que hacer—observó Carrascosa—¡Qué elocuencia! ¡Qué talento el de ese muchacho!
–Pues yo, señor don Gil—manifestó Calleja,—respetando la opinión de usted, para mi tan competente, diré…."
Y aquí tosió dos veces, emitió un par de gruñidos por vía de proemio, y continuó:
"Diré que, aunque admiro como el que más las dotes del joven Alcalá Galiano, prefiero á Romero Alpuente, porque es más expresivo, más fuerte, más … pues. Dice todas las cosas con un arranque … por ejemplo, aquello de ¡al que quiera hierro, hierro! y aquello de ¡no buscan los tiranos su apoyo en la vara de la justicia; búscanle en los maderos del cadalso, en el hombro deshonrado del verdugo! Si le digo á usted que es un….
–Pues yo—contestó el ex abate,—aunque admiro también á Romero Alpuente, prefiero á Alcalá Galiano, porque es más exacto, más razonador….
–Se engaña usted, amigo Carrascosa. No me compare usted á ese hombre con el mío; que todos los oradores de España no llegan al zancajo de Romero Alpuente. Pues ¿y aquel pasaje de los abajos? Cuando decía: ¡Abajo los privilegios, abajo lo superfluo, abajo ese lujo que llaman rey…! ¡Ah! Si es mucha boca aquella."
Calleja repetía estos trozos de discurso con mucho énfasis y afectación. Recordaba la mitad de lo que oía, y al llegar la ocasión comenzaba á desembuchar aquel arsenal oratorio, mezclándolo todo y haciendo de distintos fragmentos una homilía substancial y disparatada. Se nos olvidaba decir que este ciudadano Calleja era un hombre muy corpulento y obeso; pero aunque parecía hecho expresamente por la Naturaleza para patentizar los puntos de semejanza que puede haber entre un ser humano y un toro, su voz era tan clueca, fallida y aternerada, que daba risa oírle declamar los retazos de discursos que aprendía en la Fontana.
Pues no estamos conformes—contestó Carrascosa, accionando con mucho aplomo,—porque ¿qué tiene que ver esa elocuencia con la de Alcalá, el cual es hombre que, cuando dice "allá voy", le levanta á uno los pies del suelo?
–Es verdad—dijo, terciando en el debate, uno de los circunstantes, que debía de ser torero, á juzgar por su traje y la trenza que en el cogote tenía;—es verdad. Cuando Alcalá embiste á los tiranos y se empieza á calentar…. Pues no fué mal puyazo el que le metió el otro día á la Inquisición. Pero, sobre todo, lo que más me gusta es cuando empieza bajito y después va subiendo, subiendo la voz…. Les digo á ustedes que es el espada de los oraores.
–Señores—afirmó Calleja,—repito que todos esos son unos muñecos al lado de Romero Alpuente. ¡Cómo puso á los frailes hace dos noches! ¿A que no saben ustedes lo que les dijo? ¿A que no saben…? Ni al mismo demonio se le ocurre…. Pues los llamó…. ¡sepulcros blanqueados!… Miren qué mollera de hombre….
–No se empeñe usted, Calleja—refunfuñó el ex covachuelista con alguna impertinencia.
–Pero venga usted acá, señor don Gil—dijo Calleja, haciendo todo lo posible por engrosar la voz.—¡Si sabré yo quién es Alcalá Galiano y los puntillos que calzan todos ellos! ¡A mí con esas! Yo, que les calo á todos desde que les veo, y no tengo más que oírles decir castañas para saber de qué palo están hechos….
–Creo, señor don Gaspar, que está usted muy equivocado, y no sé por qué se cree usted tan competente,—indicó Carrascosa en tono muy grave.
–¿Pues no he de serlo? ¡Yo, que paso las noches oyéndoles á todos, no saber lo que son! Vamos, que algunos que se tienen por muy buenos, no son más que ingenios de ración y equitación.
–Es verdad también que Romero Alpuente no es ningún rana—dijo otro de los presentes.
–¿Cómo rana?—exclamó, animándose, Calleja.—¡Que le sobra talento por los tejados!… Y á usted, señor Carrascosa, ¿quién le ha dicho que yo no soy competente? ¿Quién es usted para saberlo?
–¿Que quién soy? ¿Y usted qué entiende de discursos?
–Vamos, señor don Gil, no apure usted mi paciencia. Le digo á usted que le tengo por un ignorante lleno de presunción.
–Respete usted, señor Calleja—exclamó don Gil un poco conmovido;—respete usted á los que por sus estudios están en el caso de… Yo… yo soy graduado en cánones en la Complutense.
–Cánones, ya. Eso es cosa de latín. ¿Qué tiene que ver eso con la política? No se meta usted en esas cuestiones, que no son para cabezas ramplonas y de cuatro suelas.
–Usted es el que no debe meterse en ellas—exclamó Carrascosa sin poderse contener;—y el tiempo que le dejan libre las barbas de sus parroquianos, debe emplearlo en arreglar su casa.
–Oiga usted, señor pedante complutense, canonista, teatino, ó lo que sea, váyase á mondar patatas al convento de Móstoles, donde estará más en su lugar que aquí.
–Caballero—dijo Carrascosa, poniéndose de color de un tomate y mirando á todos lados para pedir auxilio, porque aunque tenía al barbero por lo que era, por un solemne gallina, no se atreva con aquel corpachón de ocho pies.
–Y ahora que recuerdo—añadió con desdén el rapista,—no me ha pagado usted las sanguijuelas que llevó para esa señora de la cal é de la Gorguera, hermana del tambor mayor de la Guardia Real.
–¿También me llama usted estafador? Mejor haría el ciudadano Calleja en acordarse de los diez y nueve reales que le prestó mi primo, el que tiene la pollería en la calle Mayor; reales que le ha pagado como mi abuela.
–Vamos, que tú y el pollero sois los dos del mismo estambre.
–Sí, y acuérdese de la guitarrilla que le robó á Perico Sardina el día de la merienda en Migas Calientes.
–¿La guitarrilla, eh? ¿Dice usted que yo le robé una guitarrilla? Vamos, no me venga usted á mí con indirectas…—contestó el barbero, queriendo parecer sereno.
–Véngase usted aquí con pamplinas: si no le conoceremos, señor Callejón angosto.
–Anda, que te quedaste con la colecta el día de San Antón. ¡Catorce pesos! Pero entonces eras realista y andabas al rabo de Otolaza para que te hiciera limpia-polvos de alguna cocina. Entonces dabas vivas al Rey absoluto, y en la estudiantina del Carnaval le ofreciste un ramillete en el Prado. Anda, aprende conmigo, que, aunque barbero, he sido siempre liberal, sí, señores. Liberal aunque barbero; que yo no soy cualquier vende-humos, sino un ciudadano honrado y liberal como cualquiera. Pero miren á estos realistones: ahora han cambiado de casaca. Después que con sus delaciones tenían las cárceles atarugadas de gente; se agarran á la Constitución, y ya están en campaña como toro en plaza, dando vivas á la libertad.
–Señor Calleja, usted es un insolente.
–¡Servilón!
Esta voz era el mayor de los insultos en aquella época, Cuando se pronunciaba, no había remedio: era preciso reñir.
Ya el arma ingeniosa, que la industria ha creado para el mejoramiento y cultivo de las barbas de la mitad del género humano se alzaba en la mano del iracundo barbero; ya el agudo filo resplandecía en lo alto, próximo á caer sobre el indefenso cráneo del que fué lego, abate y covachuelista, cuando otra mano providencial atajó el golpe tremendo que iba á partir en dos tajadas á todo un graduado en cánones de la Complutense. Esta mano protectora era la mano robusta de la mujer de Calleja, la cual, desconcertada y trémula al ver desde el rincón de su tienda la actitud terriblemente agresiva de su esposo, dejó con rapidez la labor, echó en tierra al chicuelo, que en uno de sus monumentales pechos se alimentaba, y arreglándose lo mejor que pudo el mal encubierto seno, corrió á la puerta y libró al pobre Carrascosa de una muerte segura.
Las tres figuras permanecieron algunos segundos formando un bello grupo. Calleja con el brazo alzado y el rostro encendido; su esposa, que era tan gigantesca como él, le sostenía el brazo; el pobre Gil, mudo y petrificado de espanto. Doña Teresa Burguillos, que así se llamaba la dama, era de formas colosales y bastas; pero tenía en aquellos momentos cierta majestad en su actitud, la cual recordada á Minerva en el momento de detener la mano de Aquiles, pronta á desnudar el terrible acero clásico. El Agamenón de la Covachuela ofrecía un aspecto poco académico en verdad.
"Ciudadano Calleja—dijo aquella señora en tono muy reposado,—no emplees tus armas contra ese pelón, que se pudre á todo podrir: guárdalas para los tiranos."
Calleja cerró, pues, la navaja, y la guardó para los tiranos.
Don Gil se apartó de allí, llevado por algunos amigos, que quisieron impedir una catástrofe; y poco después, el grupo que allí se había formado quedaba disuelto.
La amazona cerró la puerta, y dentro continuó su perorata interrumpida. No queremos referir las muchas cosas buenas que dijo, mientras el muchacho se apoderaba otra vez del pecho, que tan bruscamente había perdido. Basto decir, para que se comprenda lo que valía doña Teresa Burguillos, que sabía leer, aunque con muchas dificultades, hallándose expuesta á entender las cosas al revés; que á fuerza de mascullones podía enterarse de algunos discursos escritos, reteniéndolos en la memoria; que alentada por la barberil elocuencia y liberalesca conducta de su esposo, se había hecho una gran política, y que era muy entusiasta de Riego y de Quiroga, aunque más que los hombres de sable le gustaban los hombres de palabra, llegando hasta decir que no conocía caballero más galantemente discreto que Paco (así mismo) Martínez de La Rosa. Es casi seguro que manifestó deseos de tener delante al bárbaro Elio para clavarle sus tijeras en el corazón. Penetremos ahora en la Fontana.
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