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VII

Era en todo tan distinta de la marquesa de Tellería que no parecían hijas de la misma madre. Tampoco tenía semejanza, ni en la condición ni en la figura, con su célebre hermano Alejandro Sánchez Botín, hombre de grandes arbitrios. Las raras prendas de que estaba adornada parece que tenían su complemento en otra forma de la distinción humana, la desgracia, privilegio de los seres que se avecinan a lo perfecto. Los dos hijos que heredaron el nombre, la rudeza y los solecismos del general eran dos buenas alhajas. Lo que pasó aquella madre mártir para hacerles seguir la carrera de Caballería no es para contado. Fueron cinco o seis años de cruel lucha con la barbarie y desaplicación de los muchachos, de un pugilato fatigoso con los profesores; y gracias al nombre que llevaban y a las cartitas que escribía en cada curso la Reina, salieron adelante. Ya eran oficiales y estaban colocados, cuando una nueva serie de disgustos amargaba la existencia de doña Tula. No pasaba mes sin que uno de sus pimpollos hiciera alguna barbaridad. Cuestiones, desafíos, borracheras, sumarias, timbas, trampas, eran la historia de todos los días, y la mamá tenía que poner remedio a ello con las recomendaciones y con los desembolsos. Llegó a sentirse tan fatigada, que cuando el mayor, que también se llamaba Pedro Minio, le manifestó el deseo de irse a Cuba, no tuvo fuerzas para contrariarle. El otro se quería casar con una mujer de malos antecedentes. Nueva batalla de la madre, que empleó, para evitarlo, cuantos recursos le permitían su conocimiento del mundo y su alta posición. Esta señora dijo una frase que se quedó grabada en la mente de cuantos la oímos, grito absurdo y dolorido del egoísmo contra la maternidad, y que si no fuera una paradoja, sería blasfemia contra la Naturaleza y la especie humana. Hablaban de hijos y de las madres que deseaban tenerlos, así como de las que los tenían en excesivo número. «¡Ah, los hijos!—dijo doña Tula con tristísimo acento—. Son una enfermedad de nueve meses y una convalecencia de toda la vida».

Si los hijos de aquella señora eran idiotas, raquíticos y feos como demonios, en cambio su hermana Milagros había dado al mundo cuatro ángeles marcados desde su edad tierna con el sello de la hermosura, la gracia y la discreción. Aquel Leopoldito tan travieso y mono; aquel Gustavito tan precoz, tan sabidillo y sentado; aquel Luisito tan místico, que parecía un aprendiz de santo, y principalmente aquella María, de ojos verdes y perfil helénico, Venus extraída de las ruinas de Grecia, soberana escultura viva, ¿a qué madre no envanecerían? Doña Tula adoraba a sus sobrinos. Eran para ella hijos que no le habían causado ningún dolor; hijos de otra para las molestias y suyos para las gracias. A María, que por entonces cumpliera quince años, la adoraba con pasión de abuela, o sea dos veces madre, y la tenía un tanto consentida y mimosa. Iba la hermosa niña los domingos y jueves a pasar con doña Tula todo el día; también solía ir los martes y los viernes, y a veces los lunes y sábados. Los días de fiesta reuníanse allí varias amiguitas de la generala, entre ellas las niñas de D. Buenaventura de Lantigua, y una prima de estas, hija del célebre jurisconsulto D. Juan de Lantigua, la cual, si no estoy equivocado, se llamaba Gloria.

¡María Santísima!, ¡lo que parecía aquella terraza! Había ninfas de traje alto que muy pronto iba a descender hasta el suelo, y otras de vestido bajo que dos semanas antes había sido alto. Las que acababan de recibir la investidura de mujeres se paseaban en grupos, cogidas del brazo, haciendo ensayos de formalidad y de conversación sosegada y discreta. Las más pequeñas corrían, enseñando hasta media pierna, y no es aventurado decir que Isabelita Bringas y la sobrina de doña Cándida eran las que más alborotaban. Cuando por aquellas galerías conseguía deslizarse con furtivo atrevimiento algún novio agridulce, algún pollanco pretendiente, de bastoncito, corbata de color, hongo claro, y tal vez pitillo en boquilla de ámbar… ¡ay Dios mío!, ¿quién podría contar las risas, los escondites, las sosadas, el juego inocente, la tontería deliciosa de aquellas frescas almas que acababan de abrir sus corolas al sol de la vida? Las breves cláusulas que ligeras se cruzaban eran, por un lado, lo más insulso del perfeccionado lenguaje social, y por otro el ingenuo balbucir de las sociedades primitivas. En todos estos casos se repite incesantemente el principio del mundo, esto es, los pruritos de la Creación, el querer ser.

La juguetona bandada de mujeres a medio formar invadía el domicilio de Bringas. Rosalía, gozosa de tratarse con doña Tula, con los Tellerías, con los Lantiguas, recibíalas con los brazos abiertos, y las obsequiaba con dulces, que se hacía traer previamente de la repostería de Palacio. «Jueguen, enreden, griten y alboroten, que a mí no me incomodan»—les decía Bringas festivamente desde el hueco de la ventana, donde estaba sumergido en el piélago inmenso de sus pelos. Y ellas no se hacían de rogar; abrían el piano; una de ellas aporreaba una polka o wals, y las otras, abrazándose en parejas, bailaban, volteaban alegres, riendo, chillando y besándose.

«Bailen, corran; la casa es de ustedes, niñas queridas»—decía Thiers sin apartar la vista de los átomos que pegaba sobre el vidrio; y ellas lo tomaban tan al pie de la letra que corrían danzando de Gasparini a la Saleta y a saltos se metían en el Camón y en Columnas. Pues digo… cuando les daba por revolverle a Isabelita sus muñecas, era lo de empezar y no concluir. Precisamente las más talludas eran las que con más furor se entretenían en este graciosísimo simulacro de la vida doméstica, vistiendo y desnudando mujercitas de porcelana y estopa, arropando bebés con ojos de vidrio y moviendo los trastos de una cocina de hojalata o de un gabinete de cartón. Lo que embargaba el ánimo de todas, llegando hasta producir rivalidades, era una muñeca enorme que D. Agustín Caballero le había mandado a Isabelita desde Burdeos, la cual era una buena pieza; movía los ojos, decía papá y mamá y tenía articulaciones para ser colocada en todas las posturas. De aquello a una criatura no había más que un paso, padecer. Vistiéronla aquella tarde de chula, y cuando un cierto rumorcillo petulante indicaba la proximidad de los polluelos en el pasillo; cuando se oían sus risotadas a estilo de calaveras y sonaban muy cerca sus voces, que el mes anterior habían adquirido la ronquera de la virilidad, las niñas asomaban la muñeca a la alta reja del Camón, y aquí eran las boberías de ellos y la inocente diversión de ellas.

Por más que D. Francisco protestase del gusto que tenía en ver su casa llena de serafines, alguna vez le molestaban. Cuando se les ocurría admirar la obra peluda y se enracimaban en torno a la mesa, el gran artista, sin poder respirar dentro de aquella corona de preciosas cabezas, les decía riendo: «Niñas, por amor de Dios, echaos un poco atrás. Para ver no necesitan ahogarme… ni verterme la laca. Cuidado, Gloria, que te me llevas esos pelos pegados en la manga. Son el tronco del sauce. Cuidado, María, que con tu aliento se echan al aire estas canas… Atrás, atrás; hacerme el favor…».

VIII

Y ellas: «¡qué boniiito, qué precioooso…! ¡Alabaaado Dios… qué dedos de ángel! D. Francisco, se va usted a quedar ciego…».

Lo que cuento ocurría en la Primavera del 68, y el Jueves Santo de aquel año fue uno de los días en que más alborotaron. Don Francisco, santificador de las fiestas, asistió de gran etiqueta, con su cruz y todo, a la solemnidad religiosa en la capilla. Rosalía también se personó en la regia morada, juzgando que era indispensable su presencia para que las ceremonias tuviesen todo el brillo y pompa convenientes. Cándida no bajó, aparentemente «porque estaba cansada de ceremoniales», en realidad porque no tenía vestido. Las chicas de Lantigua y la Sudre invadieron desde muy temprano la habitación de doña Tula, que por razón de su cargo bajó muy emperejilada, dejando el gracioso rebaño a cargo de una señora que la acompañaba. ¡Cuánto de divirtieron aquel día, y cuánto hicieron rabiar a los pollos Leoncito, Federiquito Cimarra, el de Horro y otros no menos guapos y bien aprovechados! Les invitaron a subir con engaño a un palomar alto diciéndoles que desde allí se veía el interior de la capilla, y luego me les encerraron hasta media tarde.

Como eran amigas del sacristán, vecino de Cándida, pudieron colocarse en la escalera de la capilla hasta vislumbrar, por entre puertas entornadas, la mitra del patriarca y dos velas apagadas del tenebrario, un altar cubierto de tela morada, algunas calvas de capellanes y algunos pechos de gentiles hombres cargados de cruces y bandas; pero nada más. Poco más tarde lograron ver algo de la hermosa ceremonia de dar la comida a los pobres después del lavatorio. Hay en el ala meridional de la terraza unas grandes claraboyas de cristales, protegidos por redes de alambre. Corresponden a la escalera principal, al Salón de Guardias y al de Columnas. Asomándose por ellas, se ve tan de cerca el curvo techo, que resultan monstruosas y groseramente pintadas las figuras que lo decoran. Angelones y ninfas extienden por la escocia sus piernas enormes, cabalgando sobre nubes que semejan pacas de algodón gris. De otras figuras creeríase que con el esfuerzo de su colosal musculatura levantan en vilo la armazón del techo. En cambio, las flores de la alfombra, que se ve en lo profundo, tomaríanse por miniaturas.

Multitud de personas de todas clases, habitantes en la ciudad, acudieron tempranito a coger puesto en las claraboyas del Salón de Columnas para ver la comida de los pobres. Se enracimaban las mujeres junto a los grandes círculos de cristales, y como no faltaban agujeros, las que podían colocarse en la delantera, aunque fuera repartiendo codazos, gozaban de aquel pomposo acto de humildad regia que cada cual interpretará como quiera. No faltaba quien cortara el vidrio con el diamante de una sortija para practicar huequecillos allí donde no los había. ¡Qué desorden, qué rumor de gentío impaciente y dicharachero! Las personas extrañas, que habían ido en calidad de invitadas, eran tan impertinentes que querían para si todos los miraderos. Mas Cándida, con aquella autoridad de que sabía revestirse en toda ocasión grave, mandó despejar una de las claraboyas para que tomaran libre posesión de ella las niñas de Tellería, Lantigua y Bringas. ¡Demontre de señora! Amenazó con poner en la calle a toda la gente forastera si no se la obedecía.

Curioso espectáculo era el del Salón de Columnas visto desde el techo. La mesa de los doce pobres no se veía muy bien; pero la de las doce ancianas estaba enfrente y ni un detalle se perdía. ¡Qué avergonzadas las infelices con sus vestidos de merino, sus mantones nuevos y sus pañuelos por la cabeza! ¡Verse entre tanta pompa, servidas por la misma Reina, ellas que el día antes pedían un triste ochavo en la puerta de una iglesia!… No alzaban sus ojos de la mesa más que para mirar atónitas a las personas que les servían. Algunas derramaban lágrimas de azoramiento más que de gratitud, porque su situación entre los poderosos de la tierra y ante la caridad de etiqueta que las favorecía, más era para humillar que para engreír. Si todos los esfuerzos de la imaginación no bastarían a representarnos a Cristo de frac, tampoco hay razonamiento que nos pueda convencer de que esta comedia palaciega tiene nada que ver con el Evangelio.

Los platos eran tomados en la puerta, de manos de los criados, por las estiradas personas que hacían de camareros en tan piadosa ocasión. Formando cadena, las damas y gentiles hombres los iban pasando hasta las propias manos de los Reyes, quienes los presentaban a los pobres con cierto aire de benevolencia y cortesía, única nota simpática en la farsa de aquel cuadro teatral. Pero los infelices no comían, que si de comer se tratara muy apurados se habían de ver. Seguramente sus torpes manos no recordaban cómo se lleva la comida a la boca. Puestas las raciones sobre la mesa, un criado las cogía y las iba poniendo en sendos cestos que tenía cada pobre detrás de su asiento. Poco después, cuando las personas reales y la grandeza abandonaron el Salón, salieron aquellos con su canasto, y en los aposentos de la repostería les esperaban los fondistas de Madrid o bien otros singulares negociantes para comprarles todo por unos cuantos duros.

Mientras duró la comida, las graciosas espectadoras no cesaban en su charla picotera. María Egipciaca, habría deseado estar abajo, con gran vestido de cola, pasando bandejas. Una de las de Lantigua se aventuraba a sostener que aquello era una comedia mal representada, y otra sólo se fijaba en el lujo de los trajes y uniformes.

–Mira, mira mi mamá. ¿La ves con su vestido melocotón? Está junto al señor de Pez, conversando con él.

–Sí… ahora miran al techo… Bien sabe que estamos aquí. Y a D. Francisco también le veo, allí… junto al mayordomo de semana. A su lado mi mamá…

–¡Qué hermosa está la marquesa con su falda de color malva y su manto!… ¡Ah!, doña Tula, doña Tula… si mirara para arriba, si nos viera… Aquí estamos…

–Cada ceremonia de estas le cuesta a mi tía muchas jaquecas y muchos disgustos, porque no sabéis las recomendaciones que recibe… Para veinticuatro pobres, hay unas trescientas recomendaciones. Todos los días cartas y recaditos de la marquesa o la condesa. ¡Hija…!, parece que les van a dar un destino gordo.

–Dímelo a mi, niña—manifestó con soberano hastío Cándida—, que ayer y hoy no me han dejado vivir. Tomasa, la moza de cámara, vecina mía, fue la encargada de lavar a las tales doce ancianas pobres y cambiarles sus pingajos por los olorosos vestidos que se han puesto hoy. ¡Pobres mujeres! Es la segunda agua que les cae en su vida, y sería la primera si no se hubieran bautizado. ¡Ay, hijas!… ¡qué escena la de esta mañana! Créanlo, han gastado una tinaja de agua de colonia… Yo quise ayudar un poco, porque así me parecía cumplir algo de lo que nos ordena Nuestro Señor Jesucristo. Si no es por mí, el fregado no se acaba en toda la mañana… Hablando con verdad, si yo fuera pobre y me trajeran a esta ceremonia no lo había de agradecer nada, porque francamente, el susto que pasan y la molestia de verse tan lavados, no se compensan con lo que les dan.

Las graciosas pollas, en cuya tierna edad tanto valor tenían lo espiritual e imaginativo, no comprendían estas razones prácticas de la experimentada doña Cándida, y todo lo encontraban propio, bonito y adecuado a la doble majestad de la Religión y del Trono…

Isabelita Bringas era una niña raquítica, débil, espiritada, y se observaban en ella predisposiciones epilépticas. Su sueño era muy a menudo turbado por angustiosas pesadillas, seguidas de vómito y convulsiones, y a veces, faltando este síntoma, el precoz mal se manifestaba de un modo más alarmante. Se ponía como lela y tardaba mucho en comprender las cosas, perdiendo completamente la vivacidad infantil. No se la podía regañar, y en el colegio la maestra tenía orden de no imponerle ningún castigo ni exigir de ella aplicación y trabajo. Si durante el día presenciaba algo que excitase su sensibilidad o se contaban delante de ella casos lastimosos, por la noche lo reproducía todo en su agitado sueño. Esto se agravaba cuando por exceso en las comidas o por malas condiciones de esta, el trabajo digestivo del estómago de la pobre niña era superior a sus escasas fuerzas. Aquel jueves doña Tula dio de comer espléndidamente a sus amiguitas. La niña de Bringas se atracó de un plato de leche, que le gustaba mucho; pero bien caro lo pagó la pobre, pues no hacía un cuarto de hora que se había acostado, cuando fue acometida de fiebre y delirio, y empezó a ver y sentir entre horribles disparates todos los incidentes, personas y cosas de aquel día tan bullicioso en que se había divertido tanto. Repetía los juegos por la terraza; veía a las chicas todas, enormemente desfiguradas, y a Cándida como una gran pastora negra que guardaba el rebaño; asistía nuevamente a la ceremonia de la comida de los pobres, asomada por un hueco de la claraboya, y las figuras del techo se animaban, sacando fuera sus manazas para asustar a los curiosos… Después oyó tocar la marcha real. ¿Era que la Reina subía a la terraza? No; aparecían por la puerta de la escalera de Damas su mamá, asida al brazo de Pez, y su papá dando el suyo a la marquesa de Tellería. ¡Qué guapas venían arrastrando aquellas colas que sin duda tenían más de una legua!… Y ellos, ¡qué bien empaquetados y qué tiesos!… Venían a descansar y tomar un refrigerio en casa de doña Tula, para acompañar más tarde a la Señora y a toda la Corte en la visita de Sagrarios… Por todas las puertas de la parte alta de Palacio aparecían libreas varias, mucho trapo azul y rojo, mucho galón de oro y plata, infinitos tricornios… Delirando más, veía la ciudad resplandeciente y esmaltada de mil colorines. Seguramente era una ciudad de muñecas; ¡pero qué muñecas!… Por diversos lados salían blancas pelucas, y ninguna puerta se abría en los huecos del piso segundo, sin dar paso a una bonita figura de cera, estopa o porcelana; y todas corrían por los pasadizos gritando: «ya es la hora…». En las escaleras se cruzaban galones que subían con galones que bajaban… Todos los muñecos tenían prisa. A este se le olvidaba una cosa, a aquel otra, una hebilla, una pluma, un cordón. Unos llamaban a sus mujeres para que les alcanzasen algo, y todos repetían: «¡la hora…!». Después se arremolinaban abajo, en la escalera principal. En el patio, los alabarderos se revolvían con los cocheros y lacayos, y era como una gran cazuela en que hirvieran miembros humanos de muchos colores, retorciéndose a la acción del calor… Su mamá y su papá volvieron a aparecer… ¡Vaya, que iban hermosotes! Pero mucho más bonito estaría su papá cuando se hiciese caballero del Santo Sepulcro. El Rey tenía empeño en ello, y le había prometido regalarle el uniforme con todos los accesorios de espada, espuelas y demás. ¡Qué guapín estaría su papá con su casaca blanca, toda blanca!… Al llegar aquí, la pobre niña sentía empapado enteramente su ser en una idea de blancura; al propio tiempo una obstrucción horrible la embarazaba, cual si las cosas que reproducía su cerebro, muñecos y Palacio, estuvieran contenidas dentro de su estómago chiquito. Con angustiosas convulsiones lo arrojaba todo fuera y se contenía el delirar, y ¡sentía un alivio…! Su mamá había saltado del lecho para acudir a socorrerla. Isabelita oía claramente, ya despierta, la cariñosa voz que le decía: «Ya pasó, alma mía; eso no es nada».

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