Aquella hermosa señora que estusiasmó a Miguel, era hija de una familia sevillana, tan necesitada de bienes de fortuna como rica en timbres y blasones. Había tenido innumerables admiradores, algunos novios y casi ningún pretendiente. Los hombres en esta edad prosaica rara vez se vuelven locos por amor; y locura era casarse con Ángela Guevara no poseyendo mucho dinero y buenos deseos de gastarlo: porque esta joven esclarecida, educada en la adoración de su estirpe, tenía de ella tan alto concepto y tan pagada estaba igualmente de su belleza, gallardo ingenio, despejo y gentileza, que ningún palacio consideraba bastante suntuoso, ningún trono suficiente elevado para contener y soportar tal suma de perfecciones. Su entrada en los teatros y paseos de Sevilla levantaba siempre un murmullo de admiración en la gente: los forasteros se apresuraban a preguntar a los naturales:—¿Quién es esa joven?—¿Le gusta a V., verdad?—solían contestar chuscamente,—pues tenga V. cuidado, porque es de mírame y no me toques.—Y era cierto: la noble doncella pasó bastantes años (hasta alcanzar casi los treinta), sin que nadie se atreviese más que a mirarla: era una soberbia figura decorativa, el mejor ornamento quizá, exceptuado la Giralda, de la ciudad que baña Guadalquivir famoso; pero como aquélla, ni los ingleses siquiera osaban llevársela.
Y así se hubiera estado la pobre hasta desmoronarse, a no haber arribado, en comisión del servicio, el brigadier Rivera. Ángela había llegado en materia de novios a un escepticismo desconsolador: tanto la habían requebrado con la vista y con la lengua sin ulteriores consecuencias, que concluyó por imaginar que el amor era un frívolo entretenimiento para no aburrirse en las tertulias, y el marido (el suyo, por supuesto) un ser hipotético, una incógnita imposible de despejar. Así, cuando el brigadier, rendido a tanta hermosura, se resolvió a pedir su mano, entregola apresuradamente como si fuera un peso que la molestase: y no reparó en la diferencia de edad, ni en la figura quijotesca del pretendiente, ni en la viudez, ni en el hijo que estaba allá por Madrid: todo era nada comparado con el magno problema que se resolvía: casarse y vivir con boato en la corte. Sevilla entera se alegró; dio un suspiro de descanso, exclamando: ¡Al fin la hemos casado!
Aquí dan comienzo las desdichas del héroe de nuestra historia. Tan pronto como la noble doncella andaluza pisó los umbrales de la casa de Rivera, tomó las llaves de los armarios y se encargó de su dirección, tuvo a bien arrojarle el guante. No se detuvo en melindres hipócritas, ni preparó el terreno, ni dejó trascurrir siquiera el tiempo de cortesía, como hacen la mayor parte de las madrastras; desde el primer momento reveló que Miguel no le agradaba y le declaró la guerra; por lo menos tuvo el mérito de la franqueza. Aquél tardó bastante tiempo en recoger el guante. La impresión que su nueva mamá le había producido era demasiado grata para que se borrase fácilmente; pensó que se entraba un ángel del cielo por su casa. Pronto se hubiera trocado la admiración en amor, si la gentil señora le hubiese tendido su mano protectora. Pero no fue así: la nueva brigadiera rechazó indignamente la fija mirada de adoración que Miguel tenía como muda caricia posada constantemente sobre ella. En vez de agradecerla y de sentirse lisonjeada, comenzó a exclamar ásperamente en presencia de los criados: «¿Por qué me mirará tanto este niño?» Miguel no comprendió en un principio que su madrastra le daba calabazas. Su inteligencia infantil no podía darse cuenta de que un ser tan hermoso aborreciese a quien no le había hecho ningún daño, y persistió cándidamente en su amor platónico. Mas a la postre no tuvo más remedio que percibir que se le declaraba la guerra, ¡guerra bien injusta por cierto, y bien desigual! Sintió las espinas de aquella rosa espléndida, y quedó confuso y apenado. Era un temperamento muy nervioso el suyo; no cabía en él la indiferencia: o amaba o aborrecía. Por eso, pasada la sorpresa, sin buscar la razón de tal antipatía, trocose presto su amor en odio. Y a los pocos días la brigadiera Ángela, si quiso, pudo observar que los ojos de Miguel no expresaban ninguna clase de adoración.
Encendiose más con esto la mala voluntad de aquélla; la guerra estalló con todos sus horrores, sin tregua y sin cuartel. Si Miguel salía de paseo con el lacayo, los ojos penetrantes de la andaluza siempre descubrían a la vuelta en su traje alguna mancha, algún siete mal recosido por una sirviente piadosa:—«¡Jesú, qué niño ma susio y ma revoltoso! ¿Qué dirá la gente que le vea? Dirá que yo le abandono y le dejo andar hecho un pordiosero. ¡Es una vergüensa!» Si se quedaba en casa y jugaba con los criados, la señora se ponía furiosa, le dolía la cabeza, hablaba de la bajeza de sentimientos que el muchacho revelaba, allanándose a estar siempre entre la servidumbre, e increpaba duramente al brigadier porque no sabía educar a su hijo. Si, por complacer a su padre, tomaba la resolución de estarse quieto y sentadito en una silla toda la tarde, esto era lo que no podía ver el pasmo de Sevilla:—«¡Jesú qué niño tan posma! ¡Siempre en las mismitas faldas de una, mirándolo todo, observándolo todo!… ¡Ay, qué fatiga!»
Ni era fácil, como se ve, que le diese gusto en nada. El brigadier padecía mucho con esta injustificada aversión y procuraba mitigarla, sin resultado alguno. Necesitábase la pasión loca que su mujer le había inspirado y su carácter pacífico, para que algunas veces no hubiese un escándalo en casa. Los parientes, en cuanto se hicieron cargo de lo que pasaba, mostraron mucho disgusto. El más indignado fue tío Manolo:—«¡El día que vea a esa petenera tratar mal a mi sobrino—había dicho en cierta casa,—como no se tape las orejas con cera va a escuchar cosas muy lindas!» Y pasó como había previsto. La brigadiera, que no se recataba de nadie para hacer lo que se le antojaba, reprendió agriamente a Miguel en presencia suya, y entre otros insultos cometió la ligereza de llamarle mala casta. Oír esto y volverse loco tío Manolo, fue todo uno; por milagro no acabó allí mismo con su cuñada. Así y todo la agarró fuertemente por el brazo, y soltando tres o cuatro ternos seguidos, le escupió más que le dijo: «Oyes tú, grandísimo pendón; su casta es mejor que la tuya siete mil veces… ¿Qué hubiera sido de ti si no te hubieras casado con el calzonazos de mi hermano? ¿Así pagas el bien que te ha hecho, insultándole a él y a todos nosotros?… ¡Pues mira, chica, que el porvenir de tu casta hubiera sido lucido como hay Dios!… Estabais con el agua al cuello, más pobres que las arañas, ¿y todavía vienes echando fieros?… ¡Si le digo a V., hombre, que es morirse de risa!… ¡Vaya un hermano babieca que tengo!… ¡Babieca!… ¡Más que babieca!…»
La brigadiera, respuesta al instante del susto, se revolvió airada y le vomitó tres o cuatro insultos feroces, y después tuvo por oportuno desmayarse. Tío Manolo salió del gabinete batiendo las puertas y soltando juramentos. Encontrose en la escalera a su hermano, y encarándose con él, le dijo: «¡Parece mentira que con esos bigotazos te traiga alineado la cursilona de tu mujer! ¡El día que vuelva a poner los pies en tu casa, que me entierren vivo!»
Y sin aguardar la respuesta del atónito brigadier, bajó en cuatro saltos la escalera y desapareció.
La bella andaluza logró al cabo de poco tiempo indisponerse con todos los parientes de su marido, y lo que es más grave, que éste apenas se tratase con ellos. En cambio comenzaron a frecuentar la casa bastantes miembros de la colonia sevillana amigos de la familia Guevara: la mayoría señoras y señoritas. Entre estas últimas la más íntima y asidua fue Lucía Población, aquella joven rubia que D. Manuel de Rivera saludó en el Prado llevando a Miguel en su compañía. Los pormenores biográficos que había dado a su sobrino eran exactos.
Lucía no tenía fortuna; vivía atenida a una pensión que el Estado le pagaba por haber sido su padre regente de la Audiencia de Puerto Rico. Relacionada y aun emparentada por su madre con varias familias aristocráticas de Sevilla y Madrid, disfrutó, aunque sin poseerlo, del bienestar y esplendor que el dinero procura. Desde que había quedado huérfana de padre, sus ricos parientes habían tenido la amabilidad de invitarla a comer con frecuencia y llevarla al teatro y al paseo. A los diez y siete años perdió también a su madre y fue recogida por los Marqueses de Cisneros, sus parientes más próximos establecidos en Madrid. Como Lucía era una joven hermosa, discreta y bien educada, y como por otra parte contaba con diez o doce mil reales de orfandad, fue carga muy liviana para aquellos señores, que sólo tenían dos hijos y gozaban buena renta. Había sido en Sevilla muy íntima de la familia Guevara, y en particular de Angelita, por más que ésta la aventajase en edad siete u ocho años lo menos. Enfriadas un poco las relaciones por la separación, volvieron a calentarse tan pronto como se encontraron en Madrid. Al poco tiempo de llegar Ángela, su amiga apenas salía de casa sino para dormir; ni al paseo, ni al teatro, ni a misa siquiera dejaban de salir juntas.
Era Lucía una rubia de las dichas vulgarmente vaporosas; ojos azules y claros y un poco húmedos, tersa y blanca la frente, los cabellos como madejas de oro, las cejas perfiladas en arco, algo aguileña, el talle fino y esbelto, el rostro alegre y muy apacible. Formaba su hermosura dichoso contraste con la de la brigadiera; quizás fuera este el fundamento más sólido de su amistad. También se diferenciaban notablemente en el humor. Ángela era desdeñosa, irascible, absolutamente incapaz de enternecerse, amiga de los placeres de la mesa sobre todos los demás. Lucía era romántica, llorona, con ribetes de literata, amiga de contar los sueños y los presentimientos, muy habladora, astuta y zahorí para explicar los misterios y laberintos del corazón; apenas comía. De tal diversidad de cuerpo y espíritu nacía el acuerdo que entre ellas existía. Ángela mandaba sobre Lucía, pero a condición de escucharla, lo cual no le costaba trabajo; ejercía sobre ella un cierto protectorado maternal. Lucía en sus adentros compadecía a su amiga por estar tan ignorante de los inefables deleites de la poesía y del amor, y en este mutuo aprecio y desprecio vivían ambos genios acordados y tranquilos.
Lucía notó en seguida la antipatía de su amiga por el hijastro, y trató de vencerla suavemente; pues no hallaba fundamento para ello. Recordaba Miguel después de hombre que la belleza de esta señora no le había impresionado como la de su madrastra; mas el cariño que le mostró y su carácter afable y expansivo, concluyeron, no obstante, por seducirle. Un día, recién casado su padre, charlaban las dos amigas mientras él jugaba en un rincón; debía referirse la conversación a su persona, porque ambas le miraban a menudo, la mamá con ojos severos y desdeñosos, Lucía con dulzura.
–Ven acá, Miguelito—le dijo ésta de pronto. Miguel acudió al llamamiento. La amable señorita le hizo unas cuantas preguntas de poca sustancia, y cogiéndole después por la barba y mirándole fijamente, dijo como si atase el hilo a una conversación empezada:
–¡Pues no es feo este chico, Ángela!
La brigadiera calló. Miguel, que tenía ya más penetración de lo que se figuraban, comprendió que había estado su rostro sobre el tapete, y agradeció toda su vida a la blonda sevillana esta buena opinión.
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