En el pasillo aguardaba Enrique a su primo Miguel, el cual, así que le vio levantó los brazos y sonando las castañuelas dio tres o cuatro zapatetas en el aire para acercarse a él.
–¿Quieres que bajemos a la cochera hasta la hora de comer?
–¿Y si viene mamá?
Miguel hizo un gesto de desprecio. Enrique vaciló algunos instantes, mas al fin se decidió a abrir con sigilo la puerta y escaparse por la escalera de servicio.
Era Enrique un muchacho que guardaba en aquella época semejanza increíble con un perro ratonero de los que hoy tienen prestigio entre las damas; después se compuso bastante, pero aún es feo hasta donde un hombre de bien puede serlo. Traía por lo común el cabello hecho greñas y aborrascado, las narices llenas de mocos, las manos sucias y el vestido roto y cuajado de lamparones. Sólo cuando a doña Martina su madre le venía en mientes sacarlo a paseo o llevarlo a misa o de visita a alguna casa se le podía ver; mas para esto era necesario que aquella señora le condujese al piso segundo y se encerrase con él en un cuarto que pudiera llamarse de las abluciones; al cabo de media hora después de haber sufrido una razonable cantidad de repelones, estirones de orejas y bofetadas, que doña Martina creía indispensable asociar siempre a su tarea, salía el buen Enrique lloroso y suspirando, pero más limpio que una patena. Y hasta otra. En la casa, donde imperaba la pulcritud, se le miraba de mal ojo y era a menudo víctima por su aversión a aquella preciosa cualidad, no sólo de las correcciones paternales, sino de las crueles e impensadas arremetidas de su hermana mayor Eulalia, joven de diez y seis abriles no muy floridos, casta, limpia, hacendosa, diligente, llena, en fin, de virtudes domésticas, el mimo de sus papás y el blanco del odio de Enrique y del primo Miguel.
–Oyes, Miguel—le dijo Enrique en voz baja, mientras descendían cautelosamente por la escalera del patio;—¿para qué te quería papá?
–Para decirme que mi papá va a casarse—respondió Miguel alzando los hombros con indiferencia.
–¿Con quién?
–Con una señora.
–¿Entonces vas a tener mamá pronto?
Miguel no juzgó necesario contestar.
–¿Estás contento?
–¿A mí qué me importa?
–¿No tienes miedo que haya?… (Enrique hizo una seña expresiva de vapuleo.)
Miguel le miró un poco turbado.
–¿Por qué?
–Las mamás pegan siempre más que los papás—afirmó sentenciosamente Enrique.
Miguel calló unos instantes y al fin dijo:
–Si me pegase, le pegaría a ella papá.
Enrique no quiso insistir.
En esto cruzaron el patio y entraron en la cochera. Lo que allí hicieron no es para contado y menos para descrito; un sinnúmero de travesuras, todas en manifiesta oposición con la integridad y aseo de los trajes: baste decir que a última hora entraron en la cuadra, montaron los caballos, les llenaron los pesebres de paja, les barrieron la porquería, y no satisfechos aún, tomando el cepillo y el rascador, se pusieron a sacarles el polvo (y a echárselo a sí mismos encima). Cuando se fue acercando la hora de comer, estaban ambos que daba asco mirarlos; tanto, que Enrique, el cual, como ya hemos dicho, no tenía inclinación bien determinada hacia la limpieza, quedó un momento pensativo mirándose y mirando a su primo.
–¿Sabes que estamos muy puercos, Miguel?
Éste asintió con la cabeza, mirándose y mirando a su primo también.
–Si vamos al comedor así, me da mamá una tocata… ¡Recontra qué tocata!
Miguel, con quien no había de ir el asunto, se contentó con sacudirse un poco el polvo.
–Mira, vamos al cuarto de Eulalia, al piso segundo, y allí nos podemos lavar… Yo con estas manos no voy al comedor.
En efecto, las manos de Enrique en aquella sazón no estaban visibles.
Subieron con la misma cautela que habían bajado por la escalera de servicio, echó Enrique una ojeada al gabinete de su madre, y enterándose de que estaba allí Eulalia, subieron ya sin temor alguno al piso segundo y se posesionaron del cuarto de aquella señorita. Lo primero que hicieron fue echar el pasador a la puerta a fin de que no los sorprendiesen. Después comenzaron a usar y a abusar de los copiosos medios de aseo que allí existían; sumergieron ambos las manos en la jofaina, que trasvertía de agua clarísima; apoderáronse de una magnífica pastilla de jabón de almendras, y en pocos minutos, a fuerza de sobarse con ella, la redujeron casi una tercera parte; tomaron las esponjas, las empaparon en el agua del jarro y se las pasaron repetidas veces por el rostro y la cabeza; no contentos con esto, llevaron sus manos sacrílegas al tarro de la pomada, al frasco del aceite y a los pomos de las esencias, adobándose y perfumándose con todo ello sin duelo alguno; no satisfechos aún, osaron coger la misma borla de los polvos de arroz que servía a la pulcrísima sultana para ocultar ciertas rosetas importunas que la erisipela había hecho nacer en su rostro, y se embadurnaron con ella en medio de groseras carcajadas; después llevaron todavía su audacia a usar de un frasco de colorete, pintándose los labios, las narices y hasta las orejas, como cerdos inmundos que eran; después tornaron a lavarse con la esponja y a secarse con las inmaculadas toallas colgadas de entrambos lados del tocador; finalmente, se lavaron los dientes y las muelas esmeradísimamente con los cepillos que para este efecto allí estaban, frotándolos primero en una cajita de polvos dentífricos. Este magnífico y escrupuloso lavatorio del aparato dental, coronó, en opinión de ambos, la obra de aseo que con tan buen éxito habían emprendido, y se decidieron a bajar al comedor. Pero antes de salir, se les ocurrió casualmente que tenían los pantalones cubiertos de polvo y porquería; vuelta a echar mano de la esponja, porque no hallaron cepillos, y a frotarse con ella hasta tapar las manchas. Las botas se hallaban también, y aún más que los pantalones, en estado de merecer, y Miguel acudió solícito con la esponja a limpiarlas; pero Enrique, no encontrando el medio bastante adecuado, entró en la alcoba de su hermana y se las limpió muy bien con la colcha de la cama. ¡Ea! ya están arreglados aquel par de pájaros; se miran en la luna del armario y dejan escapar un suspiro de satisfacción. Sin embargo, Miguel medita un momento, y dice:
–¡Mira, tú, que si Eulalia viniera ahora!…
–Ya no sube hasta la hora de dormir… ¿No ves que vamos a comer en este momento? Y si viene, ¿qué, recontra? El día que me vuelva a pegar, le doy en las narices con esta badila (aquí Enrique sacó una de bronce que tenía escondida ad hoc en el forro de la chaqueta). ¡Ella no tiene por qué pegarme, contra! ¿Es mi madre por si acaso? ¡Ah, recontra; pega porque sabe meter baza a papá! Cuando está mamá delante, ya se guarda ella de tocarme el pelo de la ropa. ¡Y que lo diga! ¡Menudo coscorrón se ha mamado ayer!… Ya me dijo mamá: «no seas tonto, Enrique; el día que te pegue tu hermana, tírale a la cabeza con lo que tengas a mano.» Aquí está la badila; ¡que venga, que venga!… ¡Vaya, hombre, que ya no se puede sufrir! ¡todo el día pega que te pegarás, como si yo fuese un mulo de artillería!…
–¡Pero chico, si la das con la badila la matas!
–¡Que la mate, recontra! ¿Para qué sirve en el mundo esa puerca? ¡Siempre metiéndose donde no la llaman! ¡Caciplándolo todo! ¡Metiendo las narizotas en las cosas de sus hermanos!… ¡Ya no la aguanto más, recontra!
Apesar de las disposiciones belicosas de Enrique respecto a su hermana, quedose un instante suspenso y pálido escuchando pasos en el corredor, lo cual probó a su primo Miguel que aún no le había abandonado enteramente el instinto de conservación. Los pasos se alejaron al fin sin dar el resultado desastroso que fue de temer, y Enrique con voz más sosegada dijo:
–Me parece que ya es hora de comer. Vamos abajo antes que nos llamen.
En efecto, cuando los dos primos llegaron al piso principal, la familia estaba ya en el comedor, que era una pieza espaciosa, amueblada también a la antigua. En el centro una gran mesa de roble tallado cubierta con el mantel y atestada de platos, copas, fruteras y dulceras; a juzgar por el número de cubiertos, había convidados. Sobre la mesa ardía una lámpara de bronce colgada del techo. Los aparadores casi tocaban en él y eran también de roble tallado; las sillas de roble igualmente; todo de roble. Esta madera dura, maciza y adusta, parecía el símbolo de aquella respetable familia.
Sentado ya a la mesa leyendo un periódico, estaba el dueño de la casa, D. Bernardo Rivera, con la frente espantosamente fruncida, no porque estuviese disgustado, sino porque tal era su costumbre siempre que leía algo; guardaba frente a los periódicos y los libros la actitud prevenida y hostil del que no quiere ser juguete de sofismas o frases relumbrantes. Doña Martina, su esposa, daba vueltas por la estancia, atenta a que nada faltase, ni sobrase, en la mesa y en los aparadores. Era mujer de unos cuarenta años, de regular estatura, metida en carnes, que no habría sido fea a los veinte, de fisonomía abierta y simpática, pero ordinaria; el talle y la figura más ordinarios aún, porque el vientre le había crecido en los últimos años mucho más de la cuenta y no había corsé que lo sujetase; la voz aguda y desentonada, los ademanes bruscos y el mirar dulce y halagüeño: vestía un traje de terciopelo de color castaño, que en aquella época era el sumo lujo entre las señoras de calidad; mas advertíase que aquel terciopelo no estaba tan bien pegado a sus carnes como era de esperar, dado el aspecto imponente y el concertado gusto y elegancia que reinaban en la casa. Consistía esto (vamos a decirlo en secreto al lector, porque en secreto y al oído se lo decían los amigos de la familia cuando tocaban este asunto), en que doña Martina había sido planchadora en sus juveniles años, planchadora de la casa de su esposo, o por mejor decir, de los padres de su esposo. Cómo D. Bernardo Rivera había descendido tan abajo y doña Martina había subido tan arriba, no era fácil de explicar en aquel tiempo; años atrás no había tal dificultad para los que apreciaban, en su justo valor, las carnes macizas y sonrosadas de la buena señora. Se contaban a este propósito mil anécdotas más o menos chistosas, que todas redundaban en elogio de ella; doña Martina había sido, en sus tiempos floridos, una fortaleza inexpugnable; el fuerte de Figueras y la ciudadela de Santoña, eran castillitos de naipes al lado suyo; sus condiciones de resistencia la habían llevado al término feliz en que hoy la vemos. Verdaderos o falsos estos dichos maliciosos, el resultado es que D. Bernardo se encontró casado, y fue necesario que su esposa salvase de un golpe la enorme distancia que mediaba entre su humildad y la grandeza y autoridad que habían acompañado al Sr. de Rivera desde sus más tiernos años. ¿La salvó en efecto esta señora? En concepto de D. Bernardo no, y esta era la espina más dolorosa de su vida, la que le amargaba las muchas satisfacciones que la sociedad le había proporcionado. Sin embargo, hay que convenir en que ella había hecho todo lo que estaba de su parte; si no lo había conseguido, acháquese a todo menos a falta de buena voluntad. Y todavía creemos que andaba su esposo algo exagerado en este punto; porque doña Martina supo muy bien, al cabo de pocos años, recibir a los amigos de su esposo con dignidad, ya que no con distinción, y supo también preparar una mesa con elegancia y pasear en carretela por la Castellana sin ir rígida e incómoda en el asiento; aprendió igualmente a no dormirse en el Teatro Real y a saludar a sus amigas desde lejos abriendo y cerrando repetidas veces la mano; ofrecía la casa bastante bien, aunque siempre con las mismas frases; se enteraba de las últimas modas y se las aplicaba; se echaba polvos de arroz y se pintaba las cejas cuando iba a algún sarao; por último, aunque con marcado acento español, había llegado a hablar medianamente el francés.
Apesar de todo esto, el Sr. de Rivera no estaba satisfecho. No que lo manifestase tontamente y al primero que llegase, pues la circunspección era una de sus cualidades predominantes, pero lo dejaba traslucir a sus íntimos amigos. Hallaba don Bernardo que su cara esposa reñía demasiado con los criados y a voces, que sus frases de cortesía eran siempre las mismas y pronunciadas en retahíla como una lección, que daba confianza a cualquier amiga y la iniciaba sin reparo en los asuntos domésticos, que no observaba, en fin, con las personas que frecuentaban la casa, aquella dignidad y reserva, aquel sosiego imponente propios de una perfecta señora. Este capítulo de cargos que el Sr. de Rivera tenía guardado contra su esposa, había ocasionado serios disgustos matrimoniales.
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