ESTA novela, segunda de las que escribí, fué publicada en el año 1883 por la Biblioteca Arte y Letras, de Barcelona, con dibujos de Pellicer. Su forma y su baratura, en aquella época excepcionales, lograron que se difundiese extremadamente. Algunas personas timoratas quisieron ver en ella un ataque insidioso contra el misticismo, y algunos sacerdotes, haciéndose eco del mismo error, tronaron contra ella desde el púlpito.
Apenas necesito defenderme de tal acusación. Presentar dos caracteres que se ofrecieron a mi vista cuando contaba veinte años y que ejercieron considerable influencia en mi vida y en mi corazón, fué mi único designio. Si del contraste aparece uno de ellos mortificado y el otro glorioso, no es cuenta mía sino del Supremo Hacedor que los ha formado.
El verdadero misticismo nada tiene que ver en este asunto. Las místicas sinceras y espontáneas como Santa Teresa, Santa Catalina de Génova, Margarita de Alacoque, jamás pueden hacerse antipáticas. Pero lo son alguna vez sus frías imitadoras. Los sentimientos más altos y nobles tienen su aparato externo para expresarse. Imitar este aparato puede halagar la imaginación sin que el corazón haya hablado todavía. Siempre resulta ridículo el desequilibrio entre lo que se pretende y lo que se puede. Y tal es el caso de mi novela.
La prueba más evidente de lo que acabo de afirmar es que mientras algunos católicos y sacerdotes la reprobaban, otros la aplaudían. Hallándome, algún tiempo después de publicarse, en el pueblo de Marmolejo tomando las aguas salutíferas que allí manan, me anunciaron en la fonda donde me hospedaba la visita de un señor sacerdote. Bajé a la sala y tuve el gusto de trabar conocimiento con un canónigo de una de las más importantes iglesias metropolitanas españolas, persona de muchas letras y reconocido talento. Me dijo estas o parecidas palabras:
“He venido a visitar a usted sabiendo que aquí se hallaba, porque quiero expresarle el placer que he sentido leyendo su última novela. (Omito el juicio que le merecía como obra literaria.) Creo que es de gran utilidad en el estado actual de las conciencias. En las jóvenes que frecuentan hoy las iglesias suele haber más capricho y fantasía que corazón. Cuando alguna de ellas en el tribunal de la penitencia me comunica sus deseos de entrar en un convento, si yo entiendo que hay en ella más romanticismo que amor de Dios y de la virtud, le doy a leer su novela de usted que me sirve de receta para curarla de su ataque nervioso de misticismo.”
¿Necesitaré decir que con estas palabras quedó mi conciencia perfectamente tranquila?
Sin embargo, como estos negocios del alma son en extremo delicados y sin haberlo querido pude haber hecho daño a ciertas conciencias tímidas, repito aquí lo que he dicho en la advertencia preliminar puesta en las últimas ediciones de Marta y María: “No doy a ninguna de las palabras contenidas en mi libro otra significación que la que pueda acordarse con la fe cristiana y con las enseñanzas de la Iglesia Católica, a las cuales me glorío de vivir sometido.”
El marqués de Peñalta es el prometido de la señorita María de Elorza. Se hallaba ya cercana la fecha de la boda cuando María, sufriendo un ataque agudo de misticismo, vacila si debe o no casarse e impone una prórroga a su novio. Este se resigna de mal grado. Sigue frecuentando la casa, pero María entregada a sus prácticas piadosas no siempre le acompaña. El marqués de Peñalta se ve obligado a pasar largos ratos en compañía de Martita, hermana de María, que es una niña de catorce años. A causa de la intimidad que entre ellos se establece prende en el inocente corazón de Martita un amor apasionado por su futuro cuñado. Cuando se da cuenta de él se horroriza y hace esfuerzos por sofocarlo. En estos días se celebra una excursión de placer a un islote propiedad de D. Mariano de Elorza, padre de las dos hermanas. María no toma parte en ella. Martita, excitada por el champagne, se arroja a decir y a ejecutar lo que el lector verá en este capítulo.
EN tanto el Océano, indiferente a las risas y a las angustias de aquellos insectillos que rozaban su bruñida epidermis, reverberaba el incendio del sol en toda su inmensidad, gozando este placer augusto con el mismo sosiego que en los primeros días del mundo. La luz ya podía espaciarse libremente sobre su llanura húmeda corriendo leguas y leguas en un segundo, lanzando sus llamaradas a los últimos confines del horizonte o recogiéndolas de pronto en haz resplandeciente; ya podía jugar sobre las crestas espumosas de sus olas o besar tímidamente el espejo diáfano de las aguas o salpicarlo con menudo polvo de plata o dejarse caer desmayada con lánguido y voluptuoso estremecimiento que se perdía entre los pliegues de las olas. Nada conseguía alterar la paz solemne de su corazón ni hacerle emitir una nota más grave o más aguda en la grandiosa aria de bajo profundo que canta desde el principio del universo.
Los contornos de la Isla se dibujaban ya con precisión, negros y adustos como si acabasen de salir de un gran incendio. Según se iban acercando a ella, el blanco cinturón, que desde lejos parecía ceñirla, rompíase en mil pedazos separados por considerable distancia. Ruido formidable de muchedumbres que combaten, cadenas que se arrastran y peñas que se desgajan, venía de allá indicando a nuestros viajeros que se acercaba el término de su jornada. Al cabo de una hora de marcha atracaron por fin, no sin algún trabajo, a su peñascosa costa. Después necesitaron subir por un estrecho y peligroso sendero labrado en la roca para encontrase al fin en tierra firme y llana. La Isla no merecía este nombre. Era un islote de dos o tres kilómetros de extensión, propiedad de D. Mariano de Elorza, que sólo la utilizaba para cazar de vez en cuando y traer de allá todos los años algunos centenares de huevos de gaviota. Estaba cubierta a trechos de pinos, pero en su mayor parte vestida de tojo donde las liebres y conejos tenían su guarida. Por casi todos los lados ofrecía espantosos precipicios sobre el mar, que la batía incesantemente entrando y saliendo con furia en las concavidades de las rocas que la circundaban. D. Mariano había edificado en el centro una casita para guarecerse, a la cual había ido añadiendo poco a poco algunas comodidades. Constaba solamente de un espacioso salón, un comedor, algunas alcobas y la cocina; pero la tenía bastante bien amueblada y circuida de un jardincito donde crecían de mala gana algunos árboles de adorno.
Mientras se disponía la comida y llegaba la falúa de la Sanidad, que había ido a depositar a Isidorito como triste deportado en un árido paraje de la costa, señoras y caballeros se diseminaron, dedicándose a la caza o a la pesca, según las aficiones y aptitudes de cada cual. Empezaron a sonar tiros aquí y allá, demostrando que los conejos, que se habían propagado en progresión geométrica, sufrían la ley de represión descubierta por Malthus. Los viajeros que no tenían instintos sanguinarios se acomodaban buenamente sobre el musgo al borde de los precipicios, contemplando de hito en hito el horizonte, por donde solía cruzar la vela de algún barco. Otros estudiaban la flora arrancando hierbecillas y discutiendo ampliamente acerca del cultivo que convendría a aquellas tierras y de los productos que pudieran dar. Cuando todo estuvo arreglado, D. Mariano se lo notificó por medio de sus criados, y unos en pos de otros los tertulios se fueron replegando hacia la casa y entraron en el salón, donde se había improvisado una espléndida mesa atestada de manjares y flores. Buen trabajo y bastante ruido costó sentar a tanta gente, pero al fin se consiguió gracias a la actividad del dueño de la casa, poderosamente auxiliado de un joven que traía el pelo por la frente, a quien ya tuvimos el honor de conocer la noche del sarao celebrado con motivo del santo de doña Gertrudis.
La comida fué digna del anfitrión. Ningún refinamiento gastronómico se echaba de menos. Todo estaba sabiamente previsto por una imaginación familiarizada con los asuntos culinarios, y alguien pudo decir en la mesa, con verdad, que no era tan desdichada la vida en una isla desierta, como se decía en el Robinson Crusoe y en otros libros. Cada comensal tenía frente a sí cinco o seis copas, que dos criados se encargaban de ir llenando sucesivamente de diversos vinos, según los manjares que se servían. A nadie sorprenderá, pues, que al terminarse la comida hubiese brindis entusiastas, precedidos de discursos elocuentísimos y acompañados de gritos, bravos y felicitaciones de todo género al orador. D. Máximo los rompió con unas cuantas frases bastante mal dichas, pero muy conmovedoras, referentes a la brevedad de la vida, a la miseria de los placeres, a la recompensa que nuestros dolores alcanzarán en un mundo mejor y a otros asuntos de ultratumba. El orador concluyó por verter lágrimas copiosas, embargado por tan fúnebres consideraciones. No faltó, sin embargo, quien afirmase por lo bajo que la papalina de D. Máximo era la menos divertida que jamás había visto. Pronunció después el ingeniero Suárez, con frase correcta y atildada, un discurso enderezado a preconizar la importancia que la mujer tenía en la actual civilización y las saludables modificaciones que merced a su influjo se habían obtenido en las costumbres de los pueblos modernos: hizo un elogio tan brillante como acabado de sus aptitudes artísticas, declarándolas muy superiores a las del hombre; habló también de sus perfecciones físicas, entreteniéndose con mucha complacencia a enumerarlas, y terminó brindando incondicionalmente por la obra más bella y primorosa de la creación, por la eterna y dulce compañera del hombre. Las señoritas de Ciudad batieron palmas. Inmediatamente se levantó D. Serapio, y con lengua bastante gorda propuso en términos concretos que el brillante concurso que le escuchaba se estableciese definitivamente en la isla, a fin de poblarla, invitando a cada uno de los presentes a buscar lo más pronto posible pareja. La circunstancia de hacer un guiño tan malicioso como grosero a una de las criadas que servían la mesa, al terminar su invitación, despertó contra él una tempestad de silbidos e interrupciones. No pudiendo explicar satisfactoriamente su conducta, D. Serapio se fué muy incomodado a dar una vuelta por la cocina. Al poco rato sonó allá una bofetada.
Siguieron los brindis, cada vez más acalorados y tempestuosos, de tal modo que nadie se entendía. Uno de los más celebrados fué el de Martita, quien por consejo de Ricardo, que estaba a su lado, había bebido tres copas de champagne y no sabía lo que le pasaba. La pobre niña, tan reservada y silenciosa por temperamento, empezó a charlar por los codos, dirigiendo pullas muy saladas a todos los presentes, que las acogían con regocijo y aplauso. Cuando una señora le dijo que estaba borracha, se puso muy seria y afirmó que sólo estaba un poco alegre, lo cual nada tenía de particular teniendo en cuenta sus pocos años. Esta salida hizo reir a los convidados. Los vapores del champagne habían coloreado sus mejillas fuertemente y le producían alguna sofocación. Mientras hablaba no cesaba de darse aire con el pañuelo. Sus ojos tan fijos y serenos ordinariamente, habían adquirido singular movilidad y cierto brillo malicioso que consiguió llamar la atención de Suárez el ingeniero. El mismo timbre de la voz se le había modificado de un modo notable, haciéndose más grave y firme. Parecía que se operaba en ella una anticipación artificial y momentánea de la plenitud del sexo.
Cuando se cansaron de disparatar, D. Mariano hizo que sacaran las mesas del salón, para que bailasen los jóvenes. Un piano, jubilado por su respetable ancianidad en aquel retiro, fué el que marcó con voz cascada el compás de una mazurka. Como era de esperar, el baile perdió al instante toda gravedad y ceremonia y se convirtió en torbellino de saltos, gritos y risas. Marta, que bailaba con Ricardo, le dijo de pronto:
–No puedo soportar este calor: ¿quieres que salgamos un poco a tomar el fresco?
–Vamos; yo también estoy muy sofocado.
Cuando estuvieron en el jardín, le dijo:
–Si quisieras hacer conmigo una expedición, te llevaría a un sitio que no conoce aquí nadie más que papá y yo; una playa oculta entre las rocas. Hasta que se está en ella no se la ve… Es un sitio precioso…
–¡Vaya si quiero! Demasiado sabes la afición que tengo a los paisajes y sobre todo a los de mar… ¿Por dónde se va?
–Sígueme… ya verás.
Marta emprendió la marcha hacia un bosque de pinos situado no muy lejos de la casa y Ricardo la siguió. Vestía la niña un traje azul marino, con adornos de encaje blanco y en la cabeza llevaba sombrero de paja adornado con una guirnalda de campanillas rojas.
–Después que lleguemos a ese bosque vas a experimentar una sorpresa.
–¿De veras?
–Ya verás, ya verás.
En efecto, así que estuvieron en el bosque y caminaron algún tiempo por él, tropezaron con una cueva tapada a medias por los árboles y la maleza. Marta, sin decir palabra, se introdujo en ella, y en dos segundos desapareció. Ricardo quedó un instante parado y altamente sorprendido; pero una fresca carcajada que sonó dentro le sacó de su estupor.
–¿Qué es eso; no te atreves a entrar, cobarde?
–¿Pero, chica, no ves que puedes hacerte daño?
–¡Entre usted, bravo guerrero!
–Bien… ya que te empeñas…
Cuando se hubo unido a Marta observó que la cueva se abría bastante y estaba tapizada de arena.
–¡Oh, no pensé que era tan grande y cómoda!
–Bueno; pues ahora sígueme.
–¿Adónde?
–¡Qué preguntón eres!… Ya lo sabrás, hombre, ya lo sabrás.
Entró por la cueva adelante, que cada vez se iba haciendo más oscura, seguida de Ricardo, el cual no apartaba la vista de ella temiendo a cada instante verla caer o chocar con algún obstáculo. Al cabo de poco tiempo borróse la silueta de la niña en el fondo oscuro de la caverna, y Ricardo se halló en verdaderas tinieblas.
–No tengas cuidado: sigue, que no te pasará nada… Iré hablando para que camines en dirección de la voz… Si quieres que te dé la mano te la daré… ¿No?… bueno, pues no te quedes atrás… Dentro de muy poco tiempo empezarás a bajar… pero es una pendiente suave… ¿Lo ves?… No te quejarás del suelo… aunque uno se cayese no se haría mucho daño… No tardaremos en ver luz… Ten cuidado… inclínate a la derecha que el camino hace ahora una revuelta… ¡Ea, ya tenemos claridad!
Un punto luminoso se veía efectivamente a los pies de nuestros jóvenes a unas cien varas de distancia. La silueta de Marta volvió a romper las tinieblas y a resaltar sobre la escasa claridad que entraba por el agujero. Oyóse en la cueva un sordo y prolongado rumor que hacía sospechar la proximidad del Océano. A los pocos minutos salían a la luz.
Ricardo quedó extasiado ante el espectáculo que se ofreció a su vista. Estaban frente al mar, en medio de una playa rodeada de altísimos peñascos cortados a pico. Parecía imposible salir de ella sin arrojarse a las olas que venían majestuosas y sonoras a desplomarse sobre su dorada arena festoneándola con sábanas de espuma. Nuestros jóvenes avanzaron hasta el medio contemplando, sin decirse una palabra, embargados por la emoción, aquel misterioso retiro del Océano que semejaba un locutorio escondido y amable donde venía a contar sus profundos secretos a la tierra. El cielo, de un azul muy claro, hacía brillar el arenoso pavimento que se inclinaba hacia el mar con declive suave. Se pasaban los meses y los años sin que la planta de un hombre imprimiese su huella en él. Los altos muros negros y carcomidos, que cerraban en semicírculo la playa, esparcían sobre ella silencio triste. Sólo el grito de algún pájaro marino, al cruzar de un peñasco a otro, turbaba la eterna y misteriosa plática del mar.
Ricardo y Marta continuaron avanzando hacia el agua lentamente, dominados por el respeto y la admiración. Según caminaban, la arena se iba haciendo más blanda; las huellas de sus pies se llenaban inmediatamente de agua. Al acercarse, observaron que las olas crecían y que sus volutas retorcidas en el momento de desplomarse los taparían si se pusiesen debajo. Venían graves, firmes, imponentes hacia ellos, como si tuviesen seguridad de arrollarlos y sepultarlos para siempre entre sus pliegues, pero a las cinco o seis varas de distancia se dejaban caer en tierra desmayadas expresando su pesar con un rugido inmenso y prolongado. Los torrentes de espuma que salían de su ruina venían extendiéndose y resbalando por la arena a besarles los pies.
Al cabo de algún tiempo de contemplarlas fijamente, Marta sintióse turbada. Creyó advertir en ellas cada vez más ansia de tragarla y que expresaban su deseo con gritos rabiosos y desesperados. Retrocedió un poco y tomó la mano de Ricardo sin comunicarle el miedo pueril que la embargaba. La sábana de espuma que las olas extendían, en vez de besarla pensaba que la mordía los pies. Al replegarse de nuevo con aspiración gigantesca la arrastraba contra su voluntad para llevarla quién sabe adónde.
–¿No te parece que nos vamos acercando demasiado a las olas, Ricardo?
–¿Crees acaso que van a llegar adonde estamos nosotros?
–No sé… pero se me figura que nos vamos deslizando insensiblemente… y que concluirán por taparnos.
–Pierde cuidado, preciosa—dijo echándole un brazo sobre el hombro y atrayéndola suavemente hacia sí;—ni las olas suben, ni nosotros bajamos… ¿Tienes miedo a morir?
–¡Oh, no; ahora no!—exclamó la niña en voz apenas perceptible, estrechándose más contra su amigo.
Ricardo no oyó esta exclamación. Seguía con la vista atentamente la marcha de un vapor que cruzaba por el horizonte sacudiendo su negra columna de humo.
Al cabo de un rato quiso anudar la conversación.
–¿De veras tienes miedo a la muerte? ¡Oh! haces bien… Hoy el mundo guarda para ti su sonrisa más amable… Ni una sola nube oscurece el cielo de tu vida… ¡Dios quiera que no llegues a desearla nunca!
–Y tú, ¿tienes miedo, dí?
–Unas veces sí y otras veces no.
–¿En este momento lo tienes?
–¡Ah, qué curiosilla eres!—exclamó volviendo hacia ella su cara sonriente.—No; en este momento, no.
–¿Por qué?
–Porque si el mar nos tragase, moriríamos los dos juntos, y yendo en tan amable compañía, ¡qué me importa dejar este mundo!
La niña le miró un rato fijamente. Los labios del joven estaban plegados por una sonrisa galante y protectora. Separóse de él bruscamente, y volviéndole la espalda se puso a caminar por la playa rozando los dominios de las olas.
El vapor iba a ocultarse ya detrás de uno de los cabos como un guerrero fantástico que caminase dentro del agua asomando solamente el penacho de su casco. Cuando hubo desaparecido, Ricardo fué a unirse a su futura hermana, que no pareció advertir su presencia, enteramente abismada en la contemplación del Océano. No obstante, al cabo de un rato volvióse de improviso y le dijo:
–¿Te atreves a ir conmigo a la peña que se ve allá abajo, a la derecha?
–No tengo ningún inconveniente; pero te prevengo que está subiendo la marea y que esa peña quedará rodeada de agua antes de una hora.
–No importa; tenemos tiempo para ir a ella.
Dando brincos y haciendo equilibrios sobre los peñascos de la costa llenos de charcos y tapizados de algas, donde corrían grave riesgo de resbalar, llegaron a la peña, que avanzaba buen trecho dentro del mar.
–Sentémonos—dijo Marta.—¡Cuánto mar se ve desde aquí! ¿no es cierto?
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