Así llamaba Pepa al general Patiño, y no sin fundamento. A pesar de su apuesta figura un tanto averiada, y de su continente marcial, Patiño era un veterano falsificado. Sus grados habían sido ganados sin derramar una gota de sangre. Primero como ayo instructor del arte militar de una persona real; miembro después de algunas comisiones científicas, y empleado últimamente en el ministerio de la Guerra, cultivando la amistad de todos los personajes políticos; diputado varias veces; senador por fin y ministro del Tribunal Supremo de Guerra y Marina, no había estado en el campo de batalla sino persiguiendo a un general revolucionario, y eso con firme propósito de no alcanzarle nunca. Como había viajado un poco y se jactaba de haber visto todos los adelantos del arte de la guerra, pasaba por militar instruído. Estaba suscrito a dos o tres revistas científicas; citaba en las tertulias, cuando se tocaba a su profesión, algunos nombres alemanes; para discutir empleaba un tono enfático y sacaba voz de gola que imponía respeto a los oyentes. Pero la verdad es que las revistas se quedaban siempre por abrir sobre la mesa de noche, y los nombres alemanes, aunque bien pronunciados, no eran más que sonidos en su boca. Preciábase de militar a la moderna por esto y por vestir siempre de paisano. Amaba las artes, sobre todo la música: abonado constante al teatro Real y a los cuartetos del Conservatorio. Amaba también las flores y las mujeres, muy especialmente a la mujer del prójimo. Era catador insaciable de la fruta del cercado ajeno. Su vida se deslizaba modesta y feliz, regando las gardenias de su jardincito de la calle de Ferraz y seduciendo a las esposas de los amigos. Hacía esto último por vocación, como se deben hacer las cosas, y ponía en ello todo el empeño y concentraba todas las fuerzas de su lúcida inteligencia, lo cual es de absoluta necesidad para hacer algo grande y provechoso en el mundo. Sus conocimientos estratégicos, que no había tenido ocasión de aplicar en el campo de batalla, servíanle admirablemente para entrar a saco en el corazón de las bellas damas de la corte. Bloqueaba primero la plaza con miradas lánguidas, acudiendo a los teatros, al paseo, a las iglesias que ellas frecuentaban. En todas partes el sombrero flamante y reluciente de Patiño se agitaba en el aire declarando la ardiente y respetuosa pasión de su dueño. Estrechaba después el cerco intimando en la casa, trayendo confites a los niños, comprándoles juguetes y libros de estampas, llevándoles alguna vez a almorzar. Se hacía querer de los criados con regalos oportunos. Venía después el asalto; la carta o la declaración verbal. Aquí desplegaba nuestro general una osadía y un arrojo singulares que, contrastaban notablemente con la prudencia y habilidad del cerco. Esta complejidad de aptitudes ha caracterizado siempre a los grandes capitanes, Alejandro, César, Hernán Cortés, Napoleón.
Los años no conseguían ni calmar su pasión por las altas empresas ni mermar sus extraordinarias facultades. O por mejor decir lo que perdía en vigor ganábalo en arte, con lo que se restablecía el equilibrio en aquel privilegiado temperamento. Mas la fortuna, según ha tenido a bien comunicar a varios filósofos, se niega a ayudar a los viejos. El insigne capitán había experimentado en los últimos tiempos algunos descalabros que no podían atribuirse a falta de previsión o valor, sino a la versatilidad de la suerte. Dos jóvenes casadas le habían dado calabazas consecutivamente. Como sucede a todos los hombres de verdadero genio en quien los reveses no producen desmayos femeniles, antes sirven para concentrar y vigorizar las fuerzas de su espíritu. Patiño no lloró como Augusto sobre sus legiones. Pero meditó, y meditó largamente. Y su meditación fué de fecundos resultados. Un nuevo plan estratégico, asombroso como todos los suyos, surgió del torbellino de sus pensamientos elevados. Dándose cuenta perfecta del estado y cantidad de sus fuerzas de ataque y calculando con admirable precisión el grado de resistencia que podían ofrecerle sus dulces enemigos, comprendió que no debía atacar las plazas nuevas, cuyas fortificaciones son siempre más recias, sino aquellas que por su antigüedad empezasen ya a desmoronarse. Tal viva penetración del arte y tal destreza en la ejecución como el general poseía, anunciaban desde luego la victoria. Y, en efecto, a consecuencia del nuevo y acertado plan de ataque, comenzaron a rendirse una en pos de otra, a sus armas, no pocas bellezas de las mejor sazonadas y maduras de la capital. Y en los brazos de estas Venus de plateados cabellos siguió recogiendo el merecido premio a su prudencia y bravura.
Como el cartaginés Aníbal, Patiño sabía variar en cada ocasión de táctica, según la condición y temperamento del enemigo. Con ciertas plazas convenía el rigor, desplegar aparato de fuerza. En otras era necesario entrar solapadamente sin hacer ruido. A una dama le gustaba el aspecto marcial y varonil del conquistador; se deleitaba escuchando las memorables jornadas de Garravillas y Jarandilla, cuando iba persiguiendo a los sublevados. A otra le placa oirle disertar en estilo correcto con su hermosa voz de gola, acerca de los problemas políticos y militares. A otra en fin, le extasiaba oirle interpretar alguna famosa melodía de Mozart o Schuman en el violoncelo. Porque nuestro héroe tocaba el violoncelo con rara perfección y fuerza es confesar que este delicadísimo instrumento le ayudó poderosamente en las más de sus famosas conquistas. Arrastraba las notas de un modo irresistible, indicando bien claramente que, a pesar de su arrojado y belicoso temperamento, poseía un corazón sensible a las dulzuras del amor. Y por si este arrastre oportunísimo de las notas no lo decía con toda claridad, corrobóralo un alzar de pupilas y meterlas en el cogote, dejando descubierto sólo el blanco de los ojos, cuando llegaba al punto álgido o patético de la melodía, que realmente era para impresionar a cualquier belleza por áspera que fuese.
La maliciosa insinuación de Pepa Frías tenía fundamento. El bravo general hacía ya algún tiempo "que estaba poniendo los puntos" a la señora de Calderón, aunque ésta no daba señales de advertirlo. Jamás en sus muchas y brillantes campañas se le había presentado un caso semejante. Disparar contra una plaza durante algunos meses cañonazos y más cañonazos, meter dentro de ella granadas como cabezas y permanecer tan sosegada, durmiendo a pierna suelta como si le echasen bolitas de papel. Cuando el general le soltaba algún requiebro a quemarropa, Mariana sonreía bondadosamente.
–Cállese usted, pícaro. ¡Buen pez debió usted de haber sido en sus buenos tiempos!
Patiño se mordía los labios de coraje. ¡Los buenos tiempos! ¡El, que pensaba que nunca los había tenido mejores! Pero con su inmenso talento diplomático sabía disimular y sonreía también como el conejo.
–¿Cuándo te han comprado esa pulsera?—preguntó Pacita a Esperanza, reparando en una caprichosa y elegante que ésta traía.
–Me la ha regalado el general hace unos días.
–¡Ah! ¿El general, por lo visto, te hace muchos regalos?—dijo la de Alcudia con leve expresión irónica que su amiga no entendió.
–Sí; es muy bueno, siempre nos trae regalos. A mi hermanito le ha comprado una medalla preciosa.
–¿Y a tu mamá no le hace regalos?
–También.
–¿Y qué dice tu papá?
–¿Mi papá?—exclamó la niña levantando los ojos con sorpresa—, ¿qué ha de decir?
Pacita, sin contestar, llamó la atención de una de sus hermanas.
–Mercedes, mira qué pulsera tan bonita le ha regalado el general a Esperanza.
La segunda de Alcudia perdió su rigidez por un momento, y tomando el brazo de Esperanza la examinó con curiosidad.
–Es muy bonita. ¿Te la ha regalado el general?—preguntó cambiando al mismo tiempo con su hermana una mirada maliciosa.
–Aquí está Ramoncito—dijo Esperanza volviendo los ojos a la puerta.
–¡Ah! Ramoncito Maldonado.
Un joven delgado, huesudo, pálido, de patillas negras que tocaban en la nariz, como las gastaba entonces el rey, y a su imitación muchos jóvenes aristócratas, entró sonriente y comenzó a saludar con desembarazo a todos, apretándoles la mano con leve sacudida y acercándola al pecho, del modo extravagante que se hace algunos años entre los pisaverdes madrileños. En cuanto él entró esparcióse por la habitación un perfume penetrante.
–¡Jesús, qué peste!-exclamó por lo bajo Pepa Frías después de darle la mano-. ¡Qué afeminado es este Ramoncito!
–¡Hola, barbián!-dijo el joven tomando de la barba con gran familiaridad a Pinedo-. ¿Qué te has hecho ayer? Pepe Castro ha preguntado por ti….
–¿Ha preguntado por mí Pepe Castro? ¡Tanto honor me confunde!
Causaba cierta sorpresa ver a Maldonado tutear a un hombre ya entrado en años y de venerable aspecto. Todos los mozalbetes del Club de los Salvajes hacían lo mismo, sin que Pinedo se diese por ofendido.
–Ahí tienes a Mariana—siguió éste—que acaba de hablar perrerías de ti, y con razón.
–¿Pues?
–No haga usted caso, Ramoncito—exclamó la señora de Calderón asustada.
–Y Pepa también.
–¿Usted, Pepa?-preguntó el mancebo queriendo demostrar desembarazo, pero inquieto en realidad, porque la de Frías era con razón temida.
–Yo, sí. Vamos a cuentas, Ramoncito, ¿qué se propone usted echando sobre sí tanto perfume? ¿Es que pretende usted seducirnos a todas por el órgano del olfato?
–Por cualquier órgano me agradaría seducir a usted, Pepa. La tertulia celebró la respuesta. Se oyó una espontánea carcajada. Pacita la había soltado. Su mamá se mordió los labios de ira y encargó a la hija que tenía más cerca que hiciese presente a la otra, para que a su vez lo comunicase a la menor, que era una desvergonzada y que en llegando a casa se verían las caras.
–¡Hombre, bien! choque usted—exclamó la de Frías, dando la mano a Ramoncito-. Es la única frase regular que le he oído en mi vida. Generalmente no dice usted más que tonterías.
–Muchas gracias.
–No hay de qué.
–Ya hemos leído la pregunta que usted hizo en el Ayuntamiento, Ramoncito—dijo la señora de Calderón, mostrándose amable para desvirtuar la acusación de Pinedo.
–¡Ps! cuatro palabrejas.
–Por ahí se empieza, joven—manifestó Calderón con acento Protector.
–No; no se empieza por ahí—dijo gravemente Pinedo—. Se empieza por rumores. Luego vienen las interrupciones…. (¡Es inexacto! ¡Pruébemelo su señoría! La culpa es de los amigos de su señoría.) En seguida llegan los ruegos y las preguntas. Después la explicación de un voto particular o la defensa de una proposición incidental. Por último, la intervención en los grandes debates económicos…. Pues bien. Ramón se encuentra ya en la tercer categoría, en la de los ruegos.
–Gracias, Pinedito, gracias—respondió el joven algo amoscado—.Pues ya que he llegado a esa categoría, te ruego que no seas tan guasón.
–¡Hombre, tampoco está mal eso!—exclamó Pepa Frías con asombro—. Ramoncito, va usted echando ingenio.
El joven concejal fué a sentarse entre la niña de la casa y la menor de Alcudia, que se apartaron de mala gana para dejarle introducir su silla. Este Maldonado, muchacho de buena familia, no enteramente desprovisto de bienes de fortuna y elegido recientemente concejal por la Inclusa, dirigía desde hace algún tiempo sus obsequios a la niña de Calderón. Era un matrimonio bastante proporcionado, al decir de los amigos. Esperanza sería más rica que Ramoncito, porque la hacienda de D. Julián era sólida y considerable; pero aquél, que tampoco estaba en la calle, tenía ya comenzada con buenos auspicios su carrera política. Los padres de la chica ni se oponían ni alentaban sus pretensiones. Con el aplomo y la superioridad que da el dinero, Calderón apenas fijaba la atención en quién requería de amores a su hija, abrigando la seguridad de que no le faltarían buenos partidos cuando quisiera casarla. Y en efecto, cinco o seis pollastres de lo más elegante y perfilado de la sociedad madrileña zumbaban en los paseos, en las tertulias y en el teatro Real alrededor de la rica heredera, como zánganos en torno de una colmena. Ramoncito tenía varios rivales, algunos de consideración. No era lo peor esto, sino que la niña, tan apagada de genio, tan tímida y silenciosa ordinariamente, sólo con él era atrevida y desenfadada, autorizándose bromitas más o menos inocentes, respuestas y gestos bruscos que mostraban bien claro que no le tomaba en serio. Por eso le decía a menudo Pepe Castro, su amigo y confidente, que se hiciese valer un poco más; que no se manifestase tan rendido ni ansioso; que a las mujeres hay que tratarlas con un poco de desdén.
Este Pepe Castro no sólo era el amigo y el confidente de Maldonado, pero también su modelo en todos los actos de la vida social y privada. Los juicios que pronunciaba acerca de las personas, los caballos, la política (de esto hablaba pocas veces), las camisas y los bastones eran axiomas incontrovertibles para el joven concejal. Imitábale en el vestir, en el andar, en el reir. Si el otro compraba una jaca española cruzada, ya estaba Ramoncito vendiendo la suya inglesa para adquirir otra parecida; si le daba por saludar militarmente llevándose la mano abierta a la sien, a los pocos días Ramoncito saludaba a todo el mundo como un recluta; si tomaba una chula por querida, no tardaba mucho nuestro joven en pasear por los barrios bajos en busca de otra. Pepe Castro se peinaba echando el pelo hacia adelante, para ocultar cierta prematura calva. Ramoncito, que tenía un pelo hermoso se peinaba también hacia adelante. Hasta la calva hubiera imitado con gusto por parecerle más chic. Pues bien, a pesar de tan devota imitación no había podido obedecerle en lo tocante a sus incipientes amores. Y esto porque, aunque parezca raro, Ramoncito había llegado a interesarse de verdad por la niña. El amor pocas veces es un sentimiento simple. A menudo contribuyen formarle y darle vida otras pasiones, como la vanidad, la avaricia, la lujuria, la ambición. Así formado apenas se distingue del verdadero amor: inspira el mismo vigilante cuidado y causa las mismas zozobras y penas. Ramoncito se creía sinceramente enamorado de Esperancita, y acaso tuviera razón para ello, pues la apetecía, pensaba en ella a todas horas, buscaba con afán los medios de agradarla y aborrecía de muerte a sus rivales. Por mas que se esforzaba en seguir los consejos del admirado Pepe Castro, procurando ocultar su inclinación o al menos la vehemencia con que la sentía, no lo lograba. Había empezado por cálculo a festejarla, con el dominio sobre sí de un hombre que tiene libre el corazón: había llegado pronto, gracias a la resistencia desdeñosa de la chica, a preocuparse vivamente, a sentirse aturdido y fascinado en su presencia. Luego la competencia de otros pollos le encendía la sangre y los deseos de hacerse pronto dueño de la mano de la niña. En obsequio a la verdad, hay que decir que se había olvidado "casi" de los millones de Calderón, que amaba ya a la hija "casi" desinteresadamente.
–¿Conque ha hablado usted en el Ayuntamiento, Ramón?—le preguntó Pacita—. ¿Y qué ha dicho usted?
–Nada, cuatro palabras sobre el servicio de alcantarillas—respondió con afectado aire de modestia el joven.
–¿Pueden ir las señoras al Ayuntamiento?
–¿Por qué no?
–Pues yo quisiera mucho oirle hablar un día…. Y Esperancita tiene más deseos que yo, de seguro.
–¡No, no!… Yo no—se apresuró a decir la niña.
–Vamos, chica, no lo disimules. ¿No has de tener ganas de oir hablar a tu novio?
Esperanza se puso como una amapola y exclamó precipitadamente:
–Yo no tengo novio, ni quiero tenerlo.
Ramoncito también se puso colorado.
–¡Pero qué cosas tan horribles tienes, Paz!—siguió aturdida y confusa—. No vuelvas a hablar así porque me marcho de tu lado.
–Perdona, hija—dijo la maliciosa niña, que se gozaba en el aturdimiento de su amiga y del concejal—. Yo creía…. Hay muchos que lo dicen…. Entonces, si no es Ramón será Federico…. Maldonado frunció el entrecejo.
–Ni Federico ni nadie…. ¡Déjame en paz!… mira, aquí está el padre Ortega; levántate.
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