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II

Romadonga se acercó al grupo cuando la discusión religiosa acababa de zanjarse de aquel modo imprevisto y húmedo. Mario vio el cielo abierto. D. Laureano le hizo con sonrisa de condescendencia una seña, y nuestro impaciente joven se disponía a levantarse cuando uno de los mozos que servían allá abajo, cerca de la puerta, se acercó al viejo tenorio y le habló algunas palabras al oído.

–Soy con usted al momento—dijo éste a Mario.

Y se alejó.

–¿Qué pasará?—preguntó uno de los tertulios.

–¿Qué ha de pasar? ¡Lo de siempre!—repuso Mario de mal humor.—¿No lo ve usted?—añadió fijándose en la puerta.

Por detrás de los cristales se traslucía la silueta de una mujer.

Al cabo de pocos instantes viose llegar de nuevo a Romadonga mordiendo el imprescindible cigarro y con el mismo paso tranquilo, dirigiendo miradas insolentes a las parroquianas.

–¿Por qué se ríen ustedes?—dijo al llegar.—¿Se figuran que se trata de una aventura amorosa? Pues no hay tal… Es decir, sí ha sido una aventura amorosa, pero en tiempos remotos. Ahora no es más que una vieja que viene a pedirme diez duros.

–¿Se los ha dado usted?

–¡Nunca! y eso que me ha dicho que tiene un hijo muriendo. No quiero sentar precedentes funestos. Hija mía, lo siento mucho, le dije, pero yo no mantengo clases pasivas.

No faltó quien celebrase el chiste y quien admirase la firmeza de corazón del empedernido seductor. Mario no pudo reprimir un gesto de repugnancia. Aquel rasgo de crueldad expresado en forma tan cínica le dio frío. Pero este frío y esta repugnancia se disiparon cuando Romadonga, poniéndole cariñosamente una mano sobre el hombro, le dijo:

–A las órdenes de usted, amigo Costa.

Lo que ahora le acometió fue una extraña sensación de terror, unos deseos atroces, de echar a correr. Levantose, sin embargo, automáticamente y, pálido y trémulo como si le condujesen al suplicio, siguió a D. Laureano.

–Buenas noches, señores—dijo éste acercándose al patíbulo.—¿Cómo sigue usted, doña Carolina?… ¿Qué tal, D. Pantaleón? ¿Y ustedes, niñas?

Todos buenos, todos buenos, y todos sonrientes, acogiendo a D. Laureano con la misma alegría que a un bienhechor de la humanidad. La sonrisa de la más regordeta de las muchachas iba acompañada de un poco de carmín en las mejillas que se propagó instantáneamente al resto de la cara, sin excluir las orejas, cuando Romadonga, dando un paso atrás, dijo estas solemnes palabras:

–Tengo el honor de presentar a ustedes a mi amigo D. Mario de la Costa.

D. Mario de la Costa, a juzgar por su palidez, estaba rezando en aquel momento el credo, preparado a morir cristianamente. Alargó al jefe de la familia su mano temblorosa y fría, y preguntó con voz que semejaba un estertor:

–¿Cómo está usted?

El jefe de la familia estaba bueno y celebraba la ocasión de conocer al señor de la Costa. Éste volvió a alargar su mano a la esposa del jefe, pero su garganta ya no pudo dejar salir el más leve soplo. En cuanto a las niñas, podían sacudir la cabeza, sonreír, ruborizarse, hacer, en suma, lo que tuvieran por conveniente. De todos modos, no lograrían obtener la más mínima atención por parte del joven presentado. Éste permaneció de pie e inmóvil esperando el golpe fatal cuando la mano protectora de D. Laureano le obligó a sentarse en una silla que previamente había acercado. Presentación, la más delgada de las jóvenes, se apartó un poco haciendo signos de inteligencia a Romadonga, y la silla quedó colocada al lado de Carlota, la más gruesa. Pero Mario sorprendió aquel signo de inteligencia y la sonrisita burlona con que fue acompañado. Inmediatamente el blanco cera de sus mejillas se tornó en un rojo ladrillo no menos interesante.

¿Por qué les da a todos en seguida por hablar entre sí, sin cuidarse de él para nada? Su regordeta vecina era víctima del mismo abandono. Ambos parecían consternados. Carlota, inquieta, temblorosa, pidió auxilio a su hermanita llamándole la atención acerca de una manteleta que vestía cierta señora que acababa de entrar. La cruel Presentación no hizo caso alguno; les echó una mirada burlona y se volvió de espaldas riendo como una tonta. Mario tuvo fortaleza bastante para mantener a salvo su dignidad en tan críticas circunstancias. A nadie demandó socorro. Y comprendiendo que el hombre debe hallar en sí mismo recursos suficientes para flotar en esta clase de naufragios, supo toser y sonarse muy a propósito, limpió la ceniza del cigarro que le había caído sobre el pantalón con admirable oportunidad, no dejando tampoco, claro es, de mirar con cierta insistencia las mangas de la levita a fin de descubrir si era posible alguna mancha salvadora. Es más, cuando gracias a estos heroicos manejos se encontró medianamente tranquilo, tuvo serenidad bastante para decir a su vecina sin temblarle demasiado la voz:

–Es increíble el calor que aquí se desarrolla al llegar esta hora.

–Es verdad, sobre todo los domingos, en que viene tanta gente—repuso la vecina con voz suave, dulcísima, como las notas de una flauta sonando en un bosque de laureles y mirtos.

–¡Eso es!—se apresuró a exclamar Mario, vivamente impresionado por esta profunda observación.

Inmediatamente la vecina emitió otra muchísimo más luminosa, y es que los días no festivos el café estaba más tranquilo y agradable.

Naturalmente, Mario al oír esto cayó en un verdadero espasmo de admiración, y asintió frenéticamente, no sólo con la boca, sino también con los ojos, con el cuello, con las manos, con todos los componentes de su organismo en suma. Y acometido a su vez del fuego de la inspiración, halló en las profundidades de su espíritu un rasgo feliz que a él mismo le dejó sorprendido.

–Basta que haya pocas personas si éstas nos agradan.

La vecina hizo un signo de aquiescencia bajando modestamente los hermosos ojos. Mario quedó tan encantado del éxito de su frase que, excitado por él, supo hallar en poco tiempo otras dos o tres no menos felices.

Ambos quedaron en breve tan abstraídos de los ruidos mundanales que sonaban a su alrededor como si se hallasen en las profundidades de una selva virgen. La soledad que antes les parecía aterradora hallábanla ahora gratísima y gozaban cambiando frases de admirable sentido, como la primera pareja creada por Dios en los jardines del Paraíso.

No fue un ángel quien vino a arrojarles de él, sino el propio creador de la mitad de la pareja, esto es, D. Pantaleón Sánchez, papá de las dos niñas.

–He tenido el honor, Sr. Costa, de conocer a su señor padre hace años, cuando era subsecretario de Hacienda. Entré en su despacho formando parte de una comisión de almacenistas para pedirle una rebaja en el arancel.

Mario daría cualquier cosa en aquel momento porque D. Pantaleón no hubiera tenido semejante honor. Sin embargo, pareció encantado de la noticia. Y sobre este tema departieron algunos instantes.

Era D. Pantaleón un hombre que se hallaría entre los sesenta y los sesenta y cinco años; el cabello enteramente blanco y lo mismo el bigote, largo, poblado y caído de puntas: conservaba el cutis fresco, los dientes seguros y cierta firmeza y decisión en los movimientos, que denotaban vigor corporal. La mirada profunda de sus grandes ojos pregonaba bien claro que tampoco había perdido el espiritual. Hablaba reposadamente y con una gravedad afable que infundía a la vez respeto y simpatía.

Cuando le pareció oportuno suspendió la conversación volviéndose hacia Romadonga, y Mario quedó nuevamente perdido y solo. No tardó, sin embargo, haciendo un esfuerzo poderoso de ingenio como el anterior, en hallar el camino de la selva donde le aguardaba su simpática vecina.

–El café que sirven los domingos es peor que el de los demás días.

Y se ruborizó al expresar esta juiciosa opinión, lo mismo que si hubiera dicho postrado de hinojos:—¡Te adoro, ángel mío!

–Es imposible que salga bien haciendo tan gran cantidad—repuso Carlota, igualmente ruborizada.

Ambos se perdieron instantáneamente en lo más espeso e intrincado del bosque.

Esta vez no fue D. Pantaleón, sino su último retoño, quien vino a su encuentro.

Presentación se volvió hacia ellos con ademán tan vivo, expresando tal furor en su movible fisonomía, que lo mismo Mario que su dulce compañera quedaron sorprendidos y levantaron los ojos para saber cuál era la causa. Un joven pálido, de pómulos salientes, nariz remangada y ojos claros, pero no serenos, se acercaba en aquel momento a la mesa con la cabeza descubierta.

Mario reconoció en seguida al violinista.

–Buenas noches, D. Pantaleón… Buenas noches, D.ª Carolina… Buenas noches, Presentacioncita… Buenas noches, señores… ¿Cómo siguen ustedes? ¿Están ustedes bien?

La boca del joven artista se dilataba al pronunciar estas palabras con una sonrisa que no dejaba ocioso el más insignificante músculo, la fibra más diminuta de su semblante incoloro. La voz se arrastraba lenta, gangosa por aquella formidable boca antes de salir, de tal modo que al llegar a los oídos de sus interlocutores parecía venir cargada de saliva. Y así era en efecto.

–Buenas noches, Timoteo, buenas noches.

Todos respondieron amicalmente al saludo, menos Presentación. Y, sin embargo, los que la boca temerosa del artista había dejado escapar, y muchos otros que habían quedado dentro, a ella exclusivamente iban dirigidos. Mientras hablaba en pie y arrimado a la mesa con los papás y con Romadonga, sus ojos de pez, claros y fríos, no se apartaban de la gentil muchacha.

¿Gentil? Sí, Presentación era una lindísima joven que acababa de cumplir los veinte. Delgadita, morena, de rostro fino y expresivo, los ojos picarescos con afectación, los cabellos negros y pegados a la frente, la boca tan pronto grande como chica, de una extrema movilidad, lo mismo que los ojos, que el talle, que las manos, que todo lo demás. Una mujer, en suma, hecha de rabos de lagartija. El reverso de su hermana Carlota, tan redondita, tan sosegada, de una pasta tan excelente que no había medio de alterarla. No era bella, al decir de los inteligentes; su nariz no estaba bien modelada; los labios eran demasiado gruesos. No obstante, había quien la prefería a Presentación por la dulzura de sus grandes ojos, suaves, hermosos, por la frescura nacarada de su tez, por lo macizo y bien torneado de su talle. Pero eran los menos.

Presentación se había vuelto de espaldas por completo. Su rostro y todo su cuerpo reflejaban agitación violentísima que se traducía en muecas y contorsiones y se exhalaba también en frases incoherentes pronunciadas en voz baja, que ni Carlota ni Mario llegaban a comprender. La causa de tal estado espasmódico no podía ser otra que la influencia magnética de la mirada del violinista pesando continuamente sobre su cogote.

Carlota la contemplaba con sonrisa benévola y le decía por lo bajo:

–¡Calma, niña, calma!

–¡Sí, sí, calma!… ¡Que te pasase a ti lo que a mí me está pasando!—exclamaba con coraje, esforzándose en apagar la voz.

–Buenas noches, Carlotita—dijo en aquel momento Timoteo, tratando de dar a su voz gangosa acento picaresco.—No se las he dado antes porque la veía a usted muy entretenida.

–Abre el paraguas, Carlota—dijo Presentación por lo bajo.

Pero no tan bajo que no llegase como un rumor a los oídos del joven. Éste, sin percibir las palabras, comprendió su tristísimo sentido y quedó avergonzado y confuso.

–Buenas noches, Presentacioncita—dijo entonces abriendo la boca desmesuradamente para sonreír.

–Buenas noches—respondió la joven sin volver la cabeza, mirando con fijeza al frente.

–Hoy la he visto a usted en un comercio de la calle de la Montera—profirió el artista abriendo la boca un poco más.

–Puede ser—repuso Presentación sin dejar de mirar al frente.

–Estaba usted comprando unas enaguas.

–¡Enaguas!—replicó la joven con el acento más despreciativo que pudo hallar.—¡Vamos, debe usted tener los ojos en el cogote para confundir enaguas con chambras!

Timoteo quedó anonadado. Apenas pudo murmurar algunas frases de excusa.

Y he aquí por qué el violín se quejaba tan amargamente hacía poco tiempo, por qué arrastraba las notas de un modo tan lamentable. Presentía el infortunado que las chambras jamás deben confundirse con las enaguas.

D.ª Carolina acudió generosamente al socorro de aquella desgracia.

–Los hombres no entienden nada de nuestra ropa, muchacha, y además, mirando por los cristales del escaparate no es fácil distinguir lo que se compra.

Timoteo le dirigió una mirada de carnero moribundo agradeciendo el cable de salvación. Pero convencido de que era inútil luchar contra un temporal tan deshecho, renunció a agarrarse a él.

D.ª Carolina era del mismo corte y figura que su hija Presentación, esto es, delgada, nerviosa y con unos ojillos vivos y penetrantes que los años habían hundido y rodeado de un círculo oscuro y fruncido.

–¡Hija, ten un poco de educación!—añadió por lo bajo ásperamente, tratando al mismo tiempo de alargar la mano con disimulo para darle un pellizco corroborante.

Presentación separó las piernas instantáneamente y soltó una carcajada que puso más nerviosa y más arrebatada a su mamá. Vivían ambas en constante guerra. Sus genios eran igualmente vivos. Pero así y todo, no podían prescindir la una de la otra y formaban dentro de la casa un partido. Presentación era la preferida de su madre, como Carlota de su padre.

–Oiga usted, Timoteo—dijo de pronto la niña volviéndose hacia el violinista con ojos risueños.—¿Qué era lo que usted tocaba hace poco?

–¿Lo último?… Un stornello titulado Día de sol.

–¡Qué bonito es!

–¿Le gusta a usted?—preguntó dilatando su boca para sonreír de tal modo que dejó estupefactos a los circunstantes a pesar de hallarse acostumbrados a los prodigios que la naturaleza solía obrar en su fisonomía.

–¡Muchísimo! Es precioso… precioso…

–¿Quiere usted oírlo otra vez?

–¡Ya lo creo!

–Pues lo tocaré, lo tocaré, Presentacioncita—dijo el artista lleno de condescendencia, rebosando de orgullo.

–El caso es—manifestó la maligna joven con tristeza—que nos vamos a ir pronto.

–Eso no importa. Voy a tocarlo en seguida… Verá usted.

Y se fue a buscar al pianista. Éste no parecía por ningún lado. Timoteo daba vueltas como loco por todos los rincones del café.

–Vamos—decía en tanto Presentación a su hermana,—el Día de sol nos librará de la lluvia.

–¡Pobre chico! ¿Qué culpa tiene él de que se le escape la saliva?—repuso aquélla sonriendo.

–¡Anda! ¿Y qué culpa tengo yo?—exclamó enfurecida la otra.

Mario rió la ocurrencia, irritado contra el violinista que le había impedido extraviarse por la floresta. Romadonga la amenazó con el dedo.

–¡Niña! ¡niña!

–¿Qué le duele a usted, D. Laureano?

–A mí nada. A Timoteo es a quien le arden las orejas… Diga usted, ¿cómo no han estado ustedes esta tarde en la Castellana?

–Eso cuénteselo usted a mamá.

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