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Habría sido ciertamente una locura combatir a campo abierto contra semejante rival, hombre tan incapaz como el fogoso Aquiles, de sufrir la menor oposición a sus amores, Íchabod, por consiguiente, hacía sus avances de manera muy suave e insinuante. So capa de maestro de canto hacía visitas frecuentes a la alquería; sin que esto signifique, de otro lado, que tuviese nada que temer de la oficiosa intervención de la familia que a menudo representa un grave escollo en la senda de los amantes. Balt Van Tássel era un hombre bueno e indulgente; amaba a su hija más aún que a su pipa, y a fuer de hombre razonable y excelente padre, dejábala hacer su voluntad en todo cuanto se la antojase. Su arreglada mujercita tenía demasiado que hacer con atender a la casa y cuidar de las aves; y además, como observaba sabiamente, los patos y los gansos son muy tontos y es preciso mirar por ellos, mientras que las muchachas pueden cuidarse por sí mismas. Así, mientras la atareada señora bullía por la casa o daba vueltas a la rueca en un extremo del corredor, el honrado Balt sentábase a fumar su pipa al otro extremo, contemplando las proezas de un pequeño guerrero de madera que, armado de una espada en cada mano, desafiaba al viento valientemente desde el pináculo del granero. Entretanto Íchabod defendía su causa con la hija bajo el gran olmo al lado de la fuente o vagando por la granja hacia el crepúsculo, hora la más propicia para la elocuencia amatoria.

No me precio de saber cómo se vence y es vencido el corazón de la mujer. Para mí ellas han sido siempre un enigma y un motivo de admiración. Algunas parecen tener solamente un punto vulnerable o puerta de acceso, mientras otras tienen millares de avenidas y pueden capturarse de mil modos diferentes. Es un gran triunfo de la estrategia conquistar a las primeras, pero demanda aun mayores conocimientos en esta ciencia conservar la posesión de las segundas, porque entonces el hombre tiene que librar batalla en todas las puertas y ventanas para defender su fortaleza. Aquel que vence un corazón de mil entradas tiene ciertamente derecho a algún renombre; pero el que conserva dominio indisputable en el corazón de una coqueta es un héroe, en verdad. Mas no era éste el caso con el temible Brom Bones, pues desde el momento en que Íchabod Crane inició sus avances, declinaron evidentemente los intereses del primero; no se veía ya su caballo atado en la caballeriza los domingos por la noche, y una enemistad mortal desarrollóse gradualmente entre él y el preceptor del valle encantado.

Brom, con su natural rudeza caballeresca, habría llevado de buena gana las cosas a campo abierto y definido las pretensiones de ambos sobre la dama en combate singular, de acuerdo con la moda de los más concisos y simples razonadores, los caballeros errantes de antaño; pero Íchabod tenía demasiada conciencia de la superioridad física de su adversario para arriesgarse a justar con él; había oído jactarse a Bones de que “doblaría en dos al maestro y le encerraría en uno de los anaqueles de la escuela;” y era demasiado prudente para darle ocasión de ponerlo en práctica.

Había algo extremadamente provocativo en su sistema de pacífica obstinación, que no dejaba a Brom otra alternativa que acudir al fondo de bellaquería que tenía siempre a su disposición y jugar a su rival pesadas bromas, Íchabod llegó a convertirse en el objeto de una fantástica persecución de parte de Bones y sus zafios camaradas. Pillaban sus en otro tiempo pacíficos dominios, llenaban de humo la sala de canto obstruyendo la chimenea, invadían la escuela durante la noche a despecho de las ataduras de mimbres y estacas de las ventanas volviéndolo todo de través, de manera que el pobre maestro comenzaba a creer que las brujas de todo el país se congregaban allí para celebrar sus sábados. Pero todavía lo más insoportable era que Brom aprovechaba toda ocasión de ponerle en ridículo delante de su dama, y tenía un canalla de perro a quien había enseñado a aullar de la manera más irritante y al cual presentaba como rival de Íchabod para enseñar a Katrina la salmodia.

En esta forma marcharon los asuntos por algún tiempo sin producir efectos sensibles en la respectiva situación de los poderes beligerantes. Una hermosa tarde de otoño encontrábase Íchabod muy pensativo, entronizado en el alto escabel desde donde dominaba generalmente todos los incidentes de su pequeño reino de las letras. Balanceaba en su mano una férula, cetro de su despótico poder; la varilla justiciera, terror constante de los malhechores, reposaba en tres clavos detrás del trono, mientras sobre el escritorio podían verse diversos artículos de contrabando y armas prohibidas, como manzanas mordidas, cerbatanas, perinolas, jaulas de moscas y legiones enteras de exuberantes gallitos de papel, decomisados sobre la persona de aquellos holgazanes bribonzuelos. A todas luces, había tenido lugar hacía poco algún tremebundo acto de justicia, porque los escolares estaban intensamente atareados con sus libros o cuchicheaban tras ellos a hurtadillas con ojo avizor sobre el maestro; y una especie de latente zumbido reinaba en toda la sala de clase. Bruscamente el silencio se interrumpió con la aparición de un negro, vestido de chaqueta y calzón de cáñamo, con un fragmento redondo de copa de sombrero semejando el gorro de Mercurio, y montado en un potro esmirriado, salvaje y cojitranco, al que manejaba con una soga a guisa de ronzal. Se presentó alborotando a la puerta de la escuela y trayendo a Íchabod una invitación para una fiesta campestre o “quilting frolic”24 que tendría lugar aquella noche donde los Van Tássels; y después de declamar su mensaje con el aire de importancia y el esfuerzo por expresarse en lenguaje fino que los negros son tan dados a desplegar en pequeñas embajadas de esta clase, saltó sobre su rocinante y desapareció por la hondonada con toda la prisa ceremoniosa que requería su misión.

Todo era ahora bullicio y aturdimiento en la poco ha tranquila sala de clase. Los muchachos pasaron sus lecciones al escape sin detenerse en bagatelas; los más vivos escamotearon la mitad impunemente; los tardíos recibieron de vez en cuando alguna eficaz aplicación en la parte posterior para aguijonear su inteligencia y ayudarles a encontrar cualquier palabra difícil. Arrojáronse los libros a un lado sin preocuparse de ordenarlos en los anaqueles; volteáronse los tinteros, cayeron las bancas, y la escuela quedó desierta una hora antes de lo acostumbrado, dejando escapar una legión de diablillos que chillaban y alborotaban entre el verdor en la alegría de su temprana emancipación.

El galante Íchabod dedicó por lo menos media hora más de lo ordinario a su tocador, acepillando y puliendo su mejor y a decir verdad único vestido negro desteñido, y arreglando sus guedejas con ayuda de un trozo de espejo colgado en una de las paredes de la escuela. Para presentarse ante su dama en verdadero estilo caballeresco, pidió prestado un corcel al granjero en cuya casa se alojaba por entonces, un viejo holandés gruñón llamado Hans Van Rípper, y así, bizarramente montado, salió como un caballero errante en busca de aventuras. Mas tratándose de una historia romántica, necesito consignar aquí siquiera en somera forma el aspecto y equipo de mi héroe y de su cabalgadura. Montaba un averiado caballo de arado que había dejado tras sí todo en la vida menos sus defectos. Era flaco y peludo, con pescuezo de oveja y cabeza que parecía un martillo; sus amarillentas crines y cola estaban todas enredadas y llenas de nudos de cadillos; uno de sus ojos había perdido la pupila y aparecía vidrioso y espectral, mientras el otro tenía reflejos genuinamente diabólicos. A juzgar por su nombre, Gunpowder (Pólvora), debía haber tenido mucho fuego y brío en sus días. Había sido, en efecto, la montura favorita del iracundo Van Rípper, jinete frenético, que había infundido probablemente al animal algo de su propio espíritu, pues viejo y maltratado como estaba, conservaba aun más oculta malicia que cualquier potro joven de la comarca.

Íchabod era figura adecuada para tal cabalgadura. Llevaba estribos cortos que ponían sus rodillas cerca del pomo de la silla; sus codos agudos proyectábanse hacia fuera como patas de saltamonte; sostenía el látigo perpendicularmente como un cetro; y al trotar del caballo, el movimiento de sus brazos figuraba un continuo aleteo. Un pequeño sombrero de lana descansaba en la cumbre de su nariz, que así podía llamarse la estrecha faja que hacía las veces de frente; y los negros faldones de su chaqueta flotaban sobre las ancas casi hasta la cola del caballo. Tal era el aspecto de Íchabod y de su corcel cuando transpusieron renqueando la portada de Hans Van Rípper, formando en conjunto una aparición tan extraordinaria como pocas veces es dado contemplar a la clara luz del día.

Era, como he dicho, una hermosa tarde de otoño; el cielo estaba claro y sereno y la naturaleza hacía gala de la rica y dorada librea que asociamos siempre a la idea de abundancia. Los bosques ostentaban su soberbio amarillo obscuro, mientras algunos árboles tiernos se habían teñido con la helada de brillante colorido anaranjado, púrpura y escarlata. Hileras interminables de patos salvajes aparecían en el horizonte; podía oírse el latido de la ardilla desde los bosquecillos de hayas y nogales y a intervalos el meditabundo silbo de la codorniz desde el vecino campo de rastrojo.

Los pajarillos celebraban su último banquete diurno. En la plenitud de su regocijo revolvíanse chirriando y triscando de rama en rama y árbol en árbol a su capricho, entre la profusión y variedad de los alrededores. Revoloteaba por allí el honrado petirrojo con su nota alta y quejumbrosa, caza favorita de los mozalbetes; y los mirlos gorjeadores volando en negras nubes; el carpintero de doradas alas con su cresta carmesí, su ancha gorguera negra y espléndido plumaje; el pájaro del cedro con sus alas de puntas rojas, su cola terminada en amarillo y su pequeña montera de plumas; y el gayo azul, ese estrepitoso currutaco, con su chaqueta azul claro y su ropaje blanco interior, chillando y gorjeando, cabeceando, agitándose y haciendo cortesías, y afectando estar en buenas relaciones con todos los cantores del boscaje.

Mientras Íchabod seguía a trote lento su camino, sus ojos, siempre abiertos a todo síntoma de abundancia culinaria, recontaban con deleite los tesoros del opulento otoño. Divisaba por todos lados amplia provisión de manzanas, colgando unas de los árboles en pesada madurez, reunidas otras en cestos y barriles para el mercado, y amontonadas las de más allá en abundantes pilas destinadas a la prensa del lagar. Más lejos podía observar los hermosos campos de maíz con sus doradas mazorcas asomando entre la hojosa cubierta, sugiriendo la promesa de bollos y pasteles; y debajo las amarillas calabazas mostraban sus redondos vientres, preludio de las pastas más exquisitas; y dondequiera que atravesaba y observaba los fragantes campos de trigo sarraceno exhalando un olor a colmena, dulces esperanzas se apoderaban de su mente haciéndole saborear de antemano las tortas bien cargadas de mantequilla y endulzadas con miel o jarabe, preparadas por las lindas y regordetas manecitas de Katrina Van Tássel.

Alimentando así su imaginación con mil dulces pensamientos y “azucaradas” fantasías, caminaba por el flanco de una hilera de colinas que dominaban algunos de los paisajes más bellos del majestuoso Hudson. Gradualmente descendía el sol hundiendo su ancho disco hacia el oeste. El dilatado seno del Tappan Zee yacía inmóvil y vidrioso, y apenas una ligera ondulación acá y allá delineaba y engrandecía la sombra azulada de las montañas lejanas. El horizonte lucía bellos tonos dorados que paulatinamente se tornaban en nítido verde manzana y luego en el azul profundo del cenit. Rayos oblicuos, prolongándose sobre las crestas arboladas de las montañas que dominan algunos puntos de la ribera, prestaban mayor intensidad al gris obscuro y purpúreo de sus rocosos flancos. Una barca mecíase indolentemente a la distancia, derivando con suavidad a impulsos de la corriente mientras su vela flotaba ociosa contra el mástil; y, como la refracción del cielo se reflejaba sobre el agua quieta, la embarcación parecía suspendida en el espacio.

Hacia la noche llegó Íchabod al castillo de Herr Van Tássel, encontrándolo atestado de lo más alto y florido de la comarca adyacente. Viejos granjeros con el rostro enjuto y curtido de su raza, vistiendo calzas y chaquetas de tela basta, medias azules, enormes zapatones y magníficas hebillas de metal. Mujercitas vivarachas y ajadas, con sus gorros plegados y ceñidos, sus faldas cortas y corpiños de talle largo, enaguas de tela basta, y las tijeras y acericos y bolsillos de zaraza colgando al exterior. Alegres doncellas, vestidas de moda casi tan anticuada como las mamás, salvo uno que otro sombrero de paja, alguna linda cinta y a veces algún vestido blanco que revelaba síntomas de ciertas innovaciones de la ciudad. Mozos llevando chaquetas de faldones cuadrados, hileras de estupendos botones de metal y el pelo largo por lo común y dispuesto en coleta según la moda de aquel tiempo – especialmente si habían podido conseguir una piel de anguila, que se consideraba en todo el país como el tónico más poderoso y eficaz para el cabello.

Brom Bones era, sin embargo, el héroe de la jornada, habiéndose presentado a la fiesta montando su caballo favorito Daredevil (Temerario), que poseía a la par que su amo grandes bríos y coraje, y al cual nadie sino Bones habría podido dominar. Distinguíase, en efecto, por su afición a esos animales reacios y espantadizos, acostumbrados a toda clase de mañas y que ponen al jinete en continuo riesgo de romperse la crisma; pues sostenía que un caballo tratable y bien domeñado era cabalgadura indigna de un mozo de hígados.

De buena gana me detendría a describir el mundo deleitoso que brotó ante las miradas de mi héroe al penetrar en la sala de recibo de la morada de Van Tássel. No se trataba por cierto de los encantos del grupo de muchachas campesinas con su ostentoso despliegue de blanco y rojo, sino de los innumerables atractivos de una mesa de te campestre y genuinamente holandesa en la abundante estación del otoño. ¡Qué aglomeración de fuentes de pastas de diversas clases, casi indescriptibles, y cuyo secreto guardaban las hacendosas amas de casa holandesas! Veíase allí el ilustre doughnut,25 el tierno oly koek,[26] y el frágil y dorado cruller;[26] bizcochos y bollos, pasteles de jengibre y pastas de miel; en fin, todas las familias de pastas y bollos. Y había además pasteles de manzana, de melocotón y de calabaza, codeándose con rebanadas de jamón y carne ahumada y con deliciosas fuentes de conservas de ciruelas, melocotones, peras y membrillos; sin hacer mención de los pescados a la parrilla y gallinas asadas, ni de los tazones de leche y crema, todo amontonado tan confusamente como lo he enumerado, ni de la maternal tetera lanzando desde el centro nubes de vapor. ¡Dios bendiga la marca! Necesitaría aliento y tiempo de que disponer para describir como se merece este banquete, y tengo demasiada prisa para terminar mi historia. Afortunadamente, Íchabod Crane no estaba tan apurado como su historiador, y dispensó grandes honores a todas estas golosinas.

Era una bondadosa y agradecida criatura, cuyo corazón se dilataba en proporción al buen alimento que recibía su estómago y cuyo espíritu se abrillantaba con la comida como acontece a otros con la bebida. Tampoco podía evitar que sus grandes ojos rodaran por todas partes mientras comía, ni regocijarse interiormente ante la posibilidad de llegar algún día a ser el dueño de este lujo y esplendidez casi incomparables. Pensaba cuán pronto volvería entonces la espalda a la vieja escuela, cómo chasquearía sus dedos en las narices de Hans Van Rípper o cualquier otro de sus tacaños patrones, y enviaría a rodar al ambulante pedagogo que se atreviera a llamarle camarada.

El viejo Baltus Van Tássel discurría entre sus invitados con rostro dilatado por la alegría y buen humor, tan redondo y jovial como el plenilunio de otoño. Sus hospitalarias atenciones eran breves pero expresivas, limitándose a un apretón de manos, alguna palmada en el hombro, una risotada y la apremiante invitación para “embestir a las cosas, y atenderse cada uno por sí mismo.”

Pronto el sonido de la música en la sala o aposento general invitaba a danzar. El ejecutante era un negro viejo de pelo gris, que por más de medio siglo había sido la orquesta ambulante de todo el vecindario. Su instrumento aparecía tan viejo y maltratado como el dueño. La mayor parte del tiempo rascaba el violinista sólo dos o tres cuerdas acompañando con la cabeza cada movimiento del arco; inclinándose casi hasta el suelo y dando un golpe con el pie siempre que iba a comenzar una nueva copla.

Íchabod estaba tan orgulloso de sus cualidades de danzarín como de su poder vocal. Ni uno solo de sus miembros, ni una sola de sus fibras quedaba en reposo; y al ver su destartalada figura toda en movimiento y chacoloteando alrededor del cuarto, habría podido creerse que San Vito en persona, el bendito patrón de la danza, había descendido entre los bailarines. Constituía la admiración de los negros de todas edades y tamaños que, habiéndose reunido de la misma granja y del vecindario, formaban una pirámide de rostros de negrura brillante en todas las puertas y ventanas, y miraban la escena con deleite rodando las blancas bolas de sus ojos y mostrando en una mueca de oreja a oreja dos hileras de marfil. ¿Cómo era posible que el azotador de pilluelos no se sintiera animado y satisfecho? La dama de su corazón era su pareja en el baile y sonreía graciosamente a sus amorosos guiños, en tanto que Brom Bones, dolorosamente carcomido por el amor y por los celos, se mantenía todo meditabundo sentado en un rincón.

Cuando terminó la danza, Íchabod se sintió atraído hacia un grupo de personajes serios que, en compañía del viejo Van Tássel, estaban sentados en un extremo de la plazoleta fumando y departiendo sobre los antiguos tiempos y sacando a relucir largas historias de la guerra.

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