– Pues os repito, señora, que habeis acudido tarde á no ser que lo que me preponeis sea una discreta industria para alejarme con mi gente.
– Os juro que nada hay en mis palabras doble ni artificioso; sino os alejais sois gente perdida.
– Pues creo que eso lo hemos de ver muy pronto, dije aplicando el oido, porque me pareció haber escuchado un disparo de arcabuz.
En efecto, no me habia engañado; poco despues, y partiendo del templo, retumbaba sobre la ciudad un cerrado fuego de mosqueteria: oíanse distintamente los gritos tumultuosos de los idólatras, y dentro del mismo palacio se dejaba oir una animacion terrible.
Estrella se presentó pálida en la cámara y se arrojó en los brazos de su madre, que se habia levantado y fijaba en mí, que me habia levantado tambien, una mirada fija y terrible.
– ¿Qué significa esto, caballero? me preguntó.
– Esto significa que las gentes de la ciudad han acometido á mi gente, que, como es natural, se defiende. Por mi parte os juro que nada sé de esto, y que me pesa; pero lo tenia previsto.
– Pues bien, no saldreis de aquí, caballero, dijo una voz á la puerta.
Aquella voz era la de Calpuc, que se presentaba, no con el traje español con que se habia presentado aquel dia ante nosotros, sino con sus ostentosas vestiduras de rey mejicano, armado con un hacha corta y reluciente.
– ¡Ah! ¡me habeis tendido un lazo! exclamé; ¡me habeis asegurado en vuestra casa, creyendo que mis gentes sin su capitan serian mas fácilmente vencidas! Pero os habeis engañado: lo he previsto todo; no tardaran en llegar aquí mis soldados.
– ¡Ah! ¡lo habiais previsto todo! dijo sombríamente Calpuc: ¡habeis venido no á extender la religion de Cristo, sino á robarme mi esposa! El duque de la Jarilla os envia, y contábais demasiado fácilmente con el logro de vuestra empresa. Os habeis engañado capitan: habeis venido á morir á mis manos como un traidor.
Y adelantó hácia mí.
Yo desnudé mi daga, única arma de que, por imprevision, estaba provisto: doña Inés se interpuso.
– No, no, exclamó: no vertamos mas sangre que la necesaria para defender nuestros hogares.
– Nuestros hogares estan acometidos é incendiados, exclamó con rabia Calpuc, y este miserable renegado, que blasfema la religion de Cristo, va á morir á mis manos.
Y rechazó con fuerza á su mujer.
Trabóse poco despues una lucha desigual: yo solo tenia mi daga: el rey del desierto era valiente, vigoroso y ágil, y se defendia con las armas de que iba cubierto, de mis golpes. Para defenderme de los suyos me veia obligado á retroceder; oia ya cerca, muy cerca, los gritos y los disparos de arcabuz de mis soldados; un resplandor rojizo se veia al fondo en las habitaciones, por la puerta que habia dejado franca Calpuc: pero yo no podia ganar aquella puerta: las mujeres, asustadas, habian huido por otra; habiamos quedado solos el indio y yo: él estrechándome, yo retrocediendo: al fin me alcanzó un hachazo en el brazo izquierdo, luego otro en el rostro. Caí, la sangre me cegó, el vértigo se apoderó de mí: sentí diferentes golpes de hacha en el cuerpo, y perdí los sentidos.
Calpuc me dejó tal como me ves ahora, con un costuron en el rostro, con una manga sin brazo, y con una pata de palo, á mas de otras heridas profundamente señaladas en el resto de mi cuerpo.
Aquella negra aventura dió ocasion á que me llamasen mis compañeros primero y despues todos los soldados de los tercios en que he servido, el capitan estropeado.
Debes tener tambien en cuenta, que en tu servicio he recibido estas heridas, ó por mejor decir, he perdido el agradable aspecto que antes tenia mi semblante; un brazo y una pierna: no debes olvidar esto, Yuzuf.
– ¿Te mandé yo, que penetrases en el interior de los desiertos de Méjico? dijo con desden Yuzuf: si te llevaron á ellos tus vicios, esto es, tu lujuria y tu codicia, tuya, y sola tuya es la culpa: no en mi servicio, síno en el tuyo fuiste estropeado.
– Si, es cierto en alguna parte lo que dices; pero ten en cuenta, Yuzuf, que tú habias apurado los tesoros de tu padre: que la contribucion que te pagaban las Alpujarras, no bastaba para alimentar á tus monfíes, ni para sostener tu decoro de emir: que tú, como el emperador don Carlos, y como los aventureros y golillas españoles, habias pensado en la América, en ese rico tesoro encontrado mas allá de los mares por Cristóval Colon: que para procurarte riquezas fue únicamente para lo que me compraste una compañía, y me diste ciento de los tuyos: que sino hubiera sido por tí, yo no hubiera ido á Méjico, no hubiera conocido al duque de Jarilla, no hubiera visto el retrato de su hija, y no hubiera pasado de la frontera, donde, sin gran peligro y trabajo, se alcanzaban ricas presas. Recuerda, en fin, que en seis años que estuve por allá, llené tus arcas de oro para mucho tiempo.
– Y dime: ¿á quién debes tu salvacion en tu descabellada excursion por el desierto sino á mis monfíes?
– Es cierto; pero eso no quita el que te haya servido fielmente, y el que estés obligado á darme ayuda.
– Si me has servido fielmente, es porque te tenia sujeto: porque á tu lado y como alféreces tuyos, iban hombres que no te hubieran permitido que me hicieses traicion: si hubieras podido, no me hubieras enviado ni un solo marco de oro: nada tengo que agradecerte, eres mi esclavo. Pero continúa, y sepamos á donde vas á parar con tu extraño relato.
– Cuando volví en mí, me encontré dentro de una cabaña en el centro de un bosque; estaba en un lecho de pieles de búfalo, y enteramente solo: era de noche: una lámpara de hierro puesta sobre una piedra, alumbraba la cabaña: junto á mí, tendido en el suelo, y echada la cabeza sobre el lecho, dormia un hombre, y únicamente sus fuertes ronquidos interrumpian el profundo silencio que reinaba.
Yo estaba vendado, dolorido, débil: por el momento, nada percibí mas que en conjunto: despues pasé de la observacion de los objetos exteriores á mí mismo, y me aterré: me faltaban un brazo y una pierna; el conocimiento de esta falta me hizo arrojar un grito de terror; á aquel grito, el hombre que dormia junto á mí despertó; era uno de mis alféreces; uno de tus monfíes.
Esto me tranquilizó un tanto; al menos no estaba en poder de los idólatras: no debia temer el ser sacrificado á sus horribles ídolos. Sin duda estaba en medio de mis gentes, puesto que el alférez se mostraba completamente armado.
– Gracias á Dios, me dijo, que al fin habeis tornado en vos, capitan: tres dias habeis estado como muerto.
– ¿Y dónde nos hallamos?
– A muchas leguas de la ciudad de ese perro idólatra, en cuyo palacio os encontramos casi hecho pedazos.
– ¿Y qué ha sido de ese hombre?
– Logró escapar de nuestras manos; reunió su gente en número considerable, y nos obligó á retirarnos de la ciudad.
– Pero no nos ha perseguido, puesto que estamos en reposo, y debe estar muy lejos el peligro, porque dormiais profundamente, alférez, cuando yo he vuelto en mí.
– Perdonad, capitan, me dijo, si he podido dormirme; hace tres dias con sus noches que no dormimos: pero eso no quiere decir que no haya peligro: por el contrario, tenemos al otro lindero del bosque el campo de los idólatras, y nuestras postas (centinelas) estan al frente de ellos. Tres dias hemos venido retirándonos, conteniendo una infinita muchedumbre con el fuego de nuestra mosqueteria, sin cesar de andar, llevándoos delante de nosotros en un lecho cubierto. Aquí fue necesario cortaros una pierna y un brazo, y para hacer esta operacion, nos fue forzoso detenernos y sostener un reñido combate: en él hemos perdido diez hombres.
– ¿Y las mujeres? dije con ansiedad.
– Las mujeres y la presa la hemos mantenido constantemente en medio de nosotros, y aun no nos hemos visto obligados á perder la menor parte del botin.
– Y entre esas mujeres, ¿vienen por acaso la esposa y la hija del rey Calpuc?
– Sí señor.
– Supongo que esas mujeres se habran respetado.
– Ninguno de vuestros soldados, capitan, se hubiera atrevido á tocar á la presa antes de que vos la hubiéseis repartido.
– ¿Y quién me ha curado?
– El médico judio que nos acompaña desde las Alpujarras.
– ¿Y qué dice el médico acerca de mi vida?
– Despues de haberos cortado la pierna y el brazo, y de haberos examinado las heridas de la cabeza, nos aseguró que os quedaban muchos años de vida; pero… ¿no ois, capitan?
Habia resonado á lo lejos un disparo de arcabuz, al que siguieron instantáneamente algunas descargas. Poco despues el fuego se extendió á la redonda, se acercó y se estrechó alrededor de la cabaña donde yo me encontraba.
– Los idólatras han acometido el campo, exclamó el alférez, y nunca como ahora nos han cercado: quiera Dios que no nos exterminen esta noche.
– Esperad, le dije: ¿no me habeis dicho que estan entre nosotros la hija y la esposa del rey Calpuc?
– Si, por cierto.
– Hacedlas venir al momento.
El alférez salió, y poco despues entró con la madre y la hija.
Doña Inés venia pálida, grave; pero altiva, con el mismo trage con que la habia visto tres dias antes: á no ser por los pasos que dió en la cabaña al entrar en ella, se la hubiera podido creer una estátua.
Su hija Estrella, inmóvil tambien, abrazada á la cintura de doña Inés, pálida y trémula, fijaba en mí una mirada llena de terror; el alférez estaba detrás de ellas impasible, como sino se tratara de una mujer tan hermosa como doña Inés, y una niña tan semejante á un ángel como Estrella.
– Doña Inés, la dije: las circunstancias en que nos encontramos haran que no extrañeis la resolucion que voy á tomar para salvar á mi gente.
– Comprendo la resolucion que tomareis, me dijo con acento glacial doña Isabel, y bien, estoy resuelta: pereceremos todos.
– ¿Y vuestra hija? exclamé con acento profundo.
Noté que doña Inés temblaba, que la niña palidecia aun mas, y que pugnaba en vano por contener sus lágrimas.
– Ved lo que haceis doña Inés, la dije: vuestro padre tiene indisputables derechos á recobraros por el honor de su familia, y prescindiendo de eso, vos teneis un deber sagrado de protejer á vuestra hija. ¿No os causa horror solo el pensar en ver ensangrentada á vuestros piés á esa hermosa criatura?
Estrella lanzó un grito de terror, se asió mas á su madre, y rompió á llorar á gritos.
Doña Inés me llamó infame.
– Y doña Inés tenia mucha razón para llamártelo, dijo Yuzuf.
– Yo no sé si he sido infame, dijo secamente el capitan. Lo que sé es, que por doña Inés hubiera arrostrado la condenacion de mi alma. Déjame continuar, Yuzuf.
– Continúa en buen hora, pero procura abreviar, porque tu cuento se ha hecho ya muy largo, y me aquejan otros cuidados.
– No; es preciso que sepas cuánto he sufrido, cuánto he hecho por el amor de esa mujer, para que comprendas cuánto puedo hacer todavía.
– Sigue, sigue.
– Si doña Inés hubiera sido mi única prisionera, hubiera arrostrado por todo y los indios nos hubieran exterminado; pero doña Inés no se atrevió, no tuvo valor para sacrificar consigo á su hija, y su amor de madre nos salvó. Escribió una carta para su esposo, en que le hacia presente su horrible situacion y la de su hija: deciale, que su padre el duque de la Jarilla me habia enviado para arrancarla de su poder, del mismo modo que él la habia arrebatado de la frontera en otro tiempo; que nada tenia que temer de mí, que todo se reducia á volver al seno de su familia. Doña Inés, en fin, mintió y se valió de su buen ingenio para aterrar á su marido. Uno de nuestros soldados atravesó el fuego, y fue á llevar al rey del desierto la carta de su esposa.
Inmediatamente cesó el combate, y se entró en capitulaciones.
Calpuc exigió que se le entregasen los demás cautivos hombres y mujeres, y la presa, y juramento por mi parte de entregar sanas y salvas, sin ofensa en su honor, su esposa y su hija al duque de la Jarilla.
Cuando tus monfíes, Yuzuf, supieron que para que se retirasen los idólatras era necesario entregar la presa, quisieron continuar al combate á todo trance, á pesar de que contra cada monfí habia mil enemigos. Hay que confesar que tus monfíes son muy valientes, y que á duras penas conseguí que entregasen la presa.
Solo doña Inés y Estrella quedaron en mi poder.
Calpuc, que habia comprendido que si bien le era fácil exterminarnos, atendiendo á que mi gente estaba sin capitan y á que era infinitamente inferior en número á la suya, el destruirnos era sentenciar á morir á su esposa y á su hija, quiso mejor que estando vivas, le quedase la esperanza de recobrarlas algun dia. Yo habia contado con esto, y no habia contado mal. Antes del amanecer se habian retirado los idólatras al otro lado del bosque, y pudimos continuar nuestro camino. Pero la mitad de la compañia habia quedado muerta sobre el campo.
Como me habia dicho en nuestra primera entrevista doña Inés, hasta que habiamos entrado en los dominios de Calpuc, no habiamos encontrado gentes formidables: nuestros triunfos habian sido fáciles hasta entonces, y asi es que cuando desandamos el camino que habiamos llevado hasta la ciudad de Calpuc, vencimos con facilidad á algunas tribus salvajes que nos salieron al encuentro. Pero no pudimos hacer una sola presa y llegamos á la frontera, tan pobres como un año antes habiamos partido de ella.
Los monfíes estaban desatalentados. Solo yo habia conseguido mi objeto; pero á medias. Traia conmigo á doña Inés; pero me dejaba allá en el centro del desierto un brazo y una pierna, y el hacha de Calpuc, cruzando mi cara, me habia desfigurado conpletamente.
Ademas, mis proyectos de ambicion habian fracasado. Yo no podia ser esposo de doña Inés, porque doña Inés estaba casada.
A pesar de que el duque de la Jarilla habia dejado el adelantamiento de la frontera, no me atreví á entrar en las ciudades con doña Inés, que era muy conocida, y restablecido ya completamente de mis heridas, me dediqué á hacer la guerra de frontera como antes de mi expedicion al desierto, llevando siempre conmigo á doña Inés.
Llegó al fin un dia, en que, subyugadas de nuevo las provincias rebeldes, los indios que no quisieron sujetarse al yugo se internaron en el desierto, donde no era posible perseguirlos sino con grandes ejércitos, y por último, no habiendo ya aldeas que quemar ni presas que hacer, me mandaste que volviese á España.
Yo temia volver á España con doña Inés, por la misma razon que no habia entrado con ella en ninguna de las villas y ciudades de Nueva España: temia que algun amigo ó deudo de su padre la conociese. Te envié, pues, tu gente, y me quedé solo con doña Inés y Estrella, como esclavas.
Dudé al embarcarme con ellas para Europa á dónde mi dirigiria: en Flandes y en Italia me exponia á dar con un tropiezo, porque en aquellos paises abundaban los españoles. Difícil era encontrar un punto en Europa donde los españoles no llevasen su planta. Me decidí, pues, por Grecia.
En el archipiélago he vivido algunos años. Me hice construir una casa á las orillas del mar, en Chipre, y compré una almadía. Yo necesitaba oro, y me hice pirata. ¿Qué quieres? Yo necesitaba ejercitarme en algo. Cuando volvia de mis excursiones cargado de oro y cubierto de sangre, gozaba entre los brazos de doña Inés…
– ¡Cómo! ¿doña Inés fue tan miserable que al fin manchó su fe, amándote? exclamó con severidad Yuzuf.
– Recuerda emir que doña Inés tiene una hija.
– ¡Ah!
– Como se habia sacrificado la esposa, se sacrificó la madre. Doña Inés luchó largo tiempo y fue preciso para que sucumbiese que yo la amenazase con separarla de su hija. Estrella era mi esclava y podia venderla. ¿Comprendes ahora que doña Inés pudiera ser mia, y hasta que por no irritarme fingiese que me amaba?
– Comprendo que eres un infame, Sedeño, y que Calpuc ha tenido y tiene mucha razón para pedirme tu cabeza.
– ¡Eh! yo no sé si he sido infame ó no: lo que sé es que doña Inés podia haber sido muy feliz conmigo, si hubiera sido menos testaruda. Al fin, lo hecho está hecho. La obstinacion de doña Inés me ha obligado á tratarla con crueldad. No es mia la culpa. ¿Acaso la amé yo porque quise? Si no con su hermosura, con un no sé qué misterioso, que me enloquecia, me obligó á amarla. Era necesario que yo ó ella nos sacrificásemos, y entre los dos sacrificios elegí el suyo. Esto es muy natural. Ademas, me habia costado muy cara para que yo renunciase á ella: me habia costado una expedicion al desierto en que expuse mi vida en cien combates, y por último un brazo y una pierna. ¿Cómo querias que yo renunciase á doña Inés?
– Continúa.
– Ya te he dicho que doña Inés solo se doblegaba á mis deseos por el temor de perder á su hija. Pero yo no podia engañarme: me aborrecia con toda su alma, y este aborrecimiento, que no podia ocultarme, me irritaba y mi irritacion era siempre fatal para ella: de dia en dia iba desapareciendo su hermosura, y su palidez enfermiza, su demacracion, la aguda enfermedad de pecho que la aflige, la tornaron al fin desconocida, fea, flaca, cuando apenas contaba treinta y cinco años. Entre tanto Estrella crecia cada dia mas hermosa, y me enamoré de Estrella.
– ¿Despues de haber sacrificado á la madre, querias sacrificar á la hija? exclamó con indignacion Yuzuf. ¿Y te atreves á confesarme sin rubor tales infamias?
– ¿Qué quieres Yuzuf? Son cosas del corazon. Yo siempre me he dejado llevar de mi corazon, y bueno es que sepas cuánto me interesan esas mujeres, para que comprendas hasta qué punto me dejaré llevar antes que consentir en que nadie me las arrebate. Además, tú no tienes por qué extrañarte de nada. ¿Acaso tú al frente de tus monfíes no has incendiado villas y llevado á sangre los viejos, las mujeres y los niños?
– Son gente de la raza maldita; son cristianos, son los enemigos de mi pueblo: los que se gozan en nuestro sufrimiento, en las crueldades que se apuran con los moriscos. Entre los cristianos y nosotros, no puede haber mas que sangre y fuego.
– Resulta que tú eres cruel con los cristianos por venganza, y que yo soy cruel con esas dos mujeres, porque la una y la otra me han enamorado: exigencias del corazon, Yuzuf. Pero necesito concluir. El estado en que se encontraba doña Inés, y los años que habian trascurrido desde que fue robada á su padre, me aseguraban de que no pudiese ser reconocida, si por un azar lograba verla alguien, burlando mi vigilancia. Deseaba volver á España, y hace un año que volví á las Alpujarras y me puse de nuevo en inteligencia contigo. Volví á ser capitan del presidio de Andarax, espía de los cristianos en servicio tuyo, y ya sabes cuan bien te he servido durante este año.
– Por lo mismo he hecho jurar á Calpuc que no tocará á tu cabeza mientras yo no se lo permita.
– Sí, sí, todo esto es cierto. Pero tambien es cierto que hubieras hecho mucho mejor en dejarle morir á manos de la justicia que le habia preso por intento de asesinato contra mí, que en librarle de la cárcel y protegerle, contentándote solo con exigirle juramento de que no atentaria á mi vida. Mejor hubieras hecho en castigar al monfí, que habiendo sido hecho cautivo por las gentes de Calpuc en el desierto, le ha servido de guía hasta las Alpujarras. Pero ¡ya se ve! Calpuc es muy rico y te habrá comprado tu proteccion.
– Concluyamos, Sedeño: ¿que quieres de mí?
– Quiero que me permitas deshacerme de ese hombre.
– Yo no puedo ser el verdugo de un rey.
– ¡De un rey de bárbaros, cuyo trono está al otro lado de los mares!
– Sea como quiera, Sedeño, las desgracias de Calpuc le hacen merecedor de una proteccion mayor que la que yo le he dispensado; en conciencia yo debia haberte dejado entregado á él…
– ¡Entregado á Calpuc! ¿crees tú que si Calpuc no estuviera protegido por tí, por tí, que tienes demasiadas pruebas para entregarme al rey y á la Inquisicion, ya que no quisieras destruirme por tu propio poder, estaria vivo Calpuc?
– Calpuc te hará pedazos el dia en que yo se lo permita.
– ¡Oh! ¡oh! tú eres el que me tienes atado de piés y manos: en cuanto á Calpuc está tan resuelto á romper el juramento que te hizo de respetar mi vida, que me ha obligado á salir de las Alpujarras, y hace algunos dias que ronda mi casa en Granada.
– Eso prueba que respeta su juramento, lo que no impide el que pretenda rescatar su esposa y su hija.
– Pues cabalmente es necesario que eso no suceda.
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