Satisfecho de sí mismo hasta cierto punto, en medio de aquella desolación moral, contemplaba la rectitud de su alma, que rechazaba sofismas vanos y gritaba: «¡robar, robar!». Lo cual no impidió que Bonis se lavase y vistiera lo más de prisa que pudo y saliese de casa sin ser visto ni oído, con ánimo de estar de vuelta antes que Emma despertase.
«Estas cosas hay que hacerlas así, iba pensando por la calle. Si vacilo, si me estoy días y días dándome jaqueca con la idea de que esto es un crimen… a lo mejor viene el trueno gordo, D. Benito se cansa de esperar, Nepomuceno se entera del caso y… primero morir; cien veces la muerte y el infierno. A pagar, a pagar. ¿No quería secreto el señor cura? Pues ya verá qué secreto. Y soy un ladrón, no cabe duda, un ladrón.... Sí, pero ladrón por amor». Esta frase interior también le satisfizo y tranquilizó un poco. «¡Ladrón por amor!». Estaba muy bien pensado. Llegó al portal de la casa del escribano. «¿Subiría? Sí; en último caso, si lo que iba a hacer era un verdadero delito, su honradez heredada, la fuerza de la sangre, limpia de todo crimen, el instinto del bien obrar, en suma, le impedirían llevar a cabo lo que intentaba. Se le trabaría la lengua o se le doblarían las piernas, como en recientes aventuras de otra índole; si nada de esto le sucedía, no debía de haber tal crimen ni tales alforjas».
D. Benito estaba en pie en medio de su despacho oscuro, de techo bajo; estaba rodeado de escribientes que trabajaban en vetustos escritorios forrados de muletón verde. Los libros del protocolo, macizos y graves, de lomo pardo, estaban allí, con la solemnidad misteriosa que tal pavor supersticioso infundía en el alma romántica y nada jurisperita de Bonis.
El notario se acercó a su amigo el Sr. Reyes y le frotó las orejas con ambas manos como para entrar en calor. Fingimiento inverosímil, pues estaba la atmósfera que ardía, según el otro.
–¿Qué hay, perillán? ¿A qué viene usted aquí? ¿A robarme tiempo, eh? Pues me lo pagará usted en dinero, porque el tiempo es oro. Y se reía D. Benito, encantado con su propia gracia.
–Sr. García, quisiera hablar con usted dos palabras....
Bonifacio hizo un gesto que pedía una entrevista a solas.
D. Benito, cogiendo al deudor por las solapas del gabán, le llevó tras de sí a un gabinete contiguo, cuyas paredes estaban ocultas también por estantes, continuación del protocolo. Allí estaban los libros de siglos pasados. «¡Dios mío, pensaba sin querer Bonis, bien antiguos son estos líos del papel sellado y las triquiñuelas de los escribanos!». Sin saber por qué, se acordó de haber oído describir las bodegas de Jerez y las soleras de fecha remota, que ostentaban en la panza su antigüedad sagrada. «¡Qué diferencia, pensó, entre aquello y esto!».
D. Benito le volvió a la realidad.
–Vamos a ver, señor mío, desembuche usted....
«Solos estamos los dos,
solos delante del cielo…».
¡Je, je!…
El notario, después de declamar aquellos dos versos de una comedia de aficionados, muchas veces representada en el pueblo porque era de hombres solos, dio una palmadita en el vientre a Reyes; y de pronto se quedó muy serio, muy serio, sin decir palabra, como dando a entender: «Soy todo oídos; basta de chistes; aquí tiene usted al representante de la fe pública, o al prestamista sin entrañas, lo que usted quiera».
–Sr. García, vengo a pagar a usted aquel piquillo....
–¿Qué piquillo?
–Los seis mil reales que usted tuvo la amabilidad....
–¿Qué amabilidad?, quiero decir, ¿qué seis mil reales?… Usted no me debe nada.
–¡Qué bromista es usted!—dijo Bonis, que más estaba para recibir los Santos Sacramentos que para chistes.
Y se dejó caer en una silla y empezó a contar onzas sobre una mesa.
Aquel dinero le quemaba los dedos, pensaba él, o debía quemárselos. La verdad era que la operación material de contar el dinero la hizo con bastante tranquilidad, muy atento sólo a no equivocarse, como solía; porque el reducir aquello a miles de reales, le parecía cálculo superior a sus fuerzas ordinarias.
D. Benito le dejaba hacer, estupefacto, o tal vez por el gusto de amateur. Era indudable que el espectáculo del oro le quitaba siempre la gana de bromear. Fuese por lo que fuese, la presencia del dinero siempre era cosa muy seria.
–Aquí están los seis mil; cámbieme usted esta....
–Pero…—a D. Benito se le atragantó algo muy serio también—; pero.... ¿qué está usted haciendo ahí, criatura?… ¿No le digo… a usted que.... ya no me debe nada?
–Sr. García… celebraría estar de buen humor para poder seguírselo a usted....
–¡Señor diablo!, le digo a usted que ayer mismo me he reintegrado de esa cantidad insignificante.
–¿Ayer?… usted… ¿quién?…
Lo que tenía atravesado en la garganta el escribano había saltado sin duda al gaznate de Reyes, porque el infeliz se atragantó también.
–A ver, D. Benito, explíquese usted… ¡por los clavos de Cristo!…
–Muy sencillo, amigo mío. Ayer de tarde, en el Casino, D. Juan Nepomuceno, su tío de usted....
–No es mi tío....
–Bueno… su....
–Bien, adelante; el tío… ¿qué?
–Pero hijo, ¿qué le pasa a usted? Está usted palidísimo, le va a dar algo, ¿será el calor? Abriré aquí…
–No abra usted… hable, hable; el tío… ¿qué?
–Pues nada; que hablando de negocios, vinimos a parar en las probabilidades del resultado de esa industria que van a montar ustedes con el dinero de las últimas enajenaciones.
–¿Una industria? Que vamos a montar… ¿nosotros?…
–Sí, hombre, la fábrica de productos químicos.
–¡Ah!, sí, bien; ¿y qué?
Bonifacio había oído en casa, a los parientes de su mujer, algo de productos químicos, pero no sabía nada concreto.
–¡Al grano!—dijo más muerto que vivo.
–Yo… con la mayor inocencia del mundo, le pregunté a su señor.... pariente si el dinero que usted acababa de tomar, honrándome con su confianza, era para los gastos primeros… para algún ensayo; para muestras de… qué sé yo…; en fin, que se me había metido en la cabeza que era para la fábrica. D. Juan… me miró con aquellos ojazos que usted sabe que tiene. Tardó en contestarme; noté eso, que tardaba en hablar. En fin, encogiendo los hombros, me dijo: «Sí, efectivamente, para gastos preliminares, de preparación… pero tengo orden, ahora que me acuerdo, de pagar a usted inmediatamente ese dinero». Yo, la verdad, extrañaba que haciendo tan pocas horas que usted había recogido los cuartos… pero a mí, ¿quién me metía en averiguaciones?, ¿no es eso? En fin, que nos citamos para esta su casa a las diez de la noche, y a las diez y cuarto estaba aquí D. Juan Nepomuceno con seis mil reales en plata. Esta es la historia.
¡Aquella era la historia!, pensó Reyes desde el abismo de su postración. Estaba aturdido, se sentía aniquilado. El tío lo sabía todo… y ¡había pagado! ¿Y Emma? Al acordarse de su mujer experimentó aquella ausencia de las piernas, sensación insoportable que nunca faltaba en los grandes apuros.
Callaban los dos. El notario comprendió que allí había gato encerrado; «algún misterio de familia», pensaba él. Pero como había cobrado su dinero, de lo que estaba muy contento, como se había reintegrado, sabía contener su curiosidad, que dejaba paso a la más exquisita prudencia. Allá ellos, se decía, y seguía callando.
Rompió el silencio Bonis, diciendo con voz sepulcral:
–Si usted hiciera el favor de mandar que me sirvieran un vaso de agua.
–Con mil amores.
Una maritornes sucia y muy gorda presentó el agua con un panal de azúcar cruzado sobre el vaso.
–Gracias; sin azúcar. Nunca tomo azúcar en el agua. Gracias.
Esto lo decía Bonis con los ojos estúpidos clavados en el rostro risueño y soez de la moza; lo decía con una voz y un tono como los que emplean los cómicos al despedirse del pícaro mundo al final de un tercer acto, cuando están con el alma en la boca y un puñal en las entrañas.
El agua le calmó y dio cierta fuerza. Pudo levantarse y despedirse. No pensó en dar explicaciones ni disculpas. Su silencio era muy ridículo, es claro. ¿Qué estaría pensando aquel señor? Lo menos, que él estaba loco. Bien, ¿y qué? Valiente cosa le importaba en aquel momento a Bonis que se riera de él el mundo entero. ¡Nepomuceno había pagado los seis mil reales! Esto, esto era lo terrible. ¿Volvería a casa? ¿Se escaparía?
Viéndole tan conmovido, D. Benito, el Mayor, no quiso hablar una palabra más sobre el asunto misterioso; sin tirarle de las orejas ni andarse con cuchufletas, le despidió muy serio, con rostro compungido como acompañándole en una desgracia tan respetable cuanto desconocida para él; y después de conducirle hasta el primer tramo de la escalera, se volvió a su despacho. Sólo entonces se le ocurrió esta diabólica idea:
–Aquí hay gato, es claro; a mí no me importa; pero si… es una hipótesis, si hubiera podido haber un medio… así… verosímil.... legal… de… de cobrar yo mis seis mil reales, al tío primero, y después otros seis mil al sobrino.... Disparate, absurdo; corriente; pero hubiera tenido gracia.
Y dando un patético suspiro, se frotó las manos; y renunciando al ideal de cobrar dos veces, no pensó más en aquello y volvió a sus negocios.
En cuanto a Reyes, al llegar al portal, donde trabajaba y comía un zapatero de viejo, tuvo varias ideas y un desmayo. Las ideas fueron las siguientes: «Ese farsante de ahí arriba me ha engañado, he debido tener valor para acogotarle, o, por lo menos, para decirle cuántas son cinco. Miente como un bellaco; el tío Nepomuceno ha pagado porque este traidor no se fiaba de mí; me conoció en la cara que yo no podía sacar de ninguna parte seis mil reales y se fue al otro… y cantó… Verdad es que yo no le había encargado el secreto. Pero se suponía que lo necesitaba; debía de conocérseme en la cara; y a él acudí por su fama de discreto, de hombre de mucho sigilo.... Voy a volver arriba a matarle, exprofeso…».
Y cuando pensaba en esto, fue cuando sintió absoluta necesidad de dejarse caer. Cayó sentado en el portal y se le fue la cabeza. El zapatero acudió en su auxilio. Cuando volvió en sí Reyes, sintió, como la noche anterior, que le regaban la cara con agua fresca. Y medio delirando, dijo:
–Gracias… sola, sin azúcar.
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