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III
LA BODA

El señor Le Bris tenía el coche a la puerta. Se hizo llevar a una lujosa confitería del barrio, compró una cajita de madera de violeta, la hizo llenar de bombones, volvió a subir al coche, que se detuvo bien pronto delante de la casa de la señora Chermidy. La bella arlesiana era propietaria del edificio, aunque no ocupaba más que el primer piso. El conserje era uno de sus criados y sabía que dos golpes de timbre significaban una visita para su señora.

Las puertas se abrieron por sí solas ante el joven doctor. Un lacayo le cogió el gabán de sobre los hombros con tanta ligereza que apenas si lo advirtió. Otro le introdujo, sin anunciarle, en el comedor. En aquel momento el conde y la señora Chermidy se sentaban a la mesa. La dueña de la casa le presentó sus mejillas y el conde le estrechó cordialmente la mano.

Los cubiertos habían sido puestos sin mantel sobre una mesa biselada de encina tallada. La habitación estaba adornada con tallas antiguas y cuadros modernos; un célebre banquero de la Calzada de Antin, que manejaba el pincel en sus ratos de ocio, había ofrecido a la señora Chermidy cuatro grandes panneaux representando escenas de naturaleza muerta; el techo era una copia del Banquete de los dioses; la alfombra había venido de Esmirna y los floreros de Macao. Una gran araña flamante, de vientre redondeado y delgadas patas, se agarraba implacablemente al centro del techo sin respeto alguno para la asamblea de los dioses. Dos aparadores esculpidos por Knecht brillaban a la luz con su profusión de cristal, loza y plata. El servicio de mesa correspondía a tanta suntuosidad; los platos eran chinos, las botellas de Bohemia y los vasos de Venecia. Los mangos de los cuchillos provenían de un servicio encargado a Sajonia por Luis XV.

Si el señor Le Bris hubiese gustado de las antítesis, habría podido hacer una comparación muy interesante entre el mobiliario de la señora Chermidy y el de la duquesa de La Tour de Embleuse. Pero los médicos de París son filósofos imperturbables que viajan entre el lujo y la miseria, sin extrañarse de nada, del mismo modo que pasan del calor al frío sin resfriarse.

La señora Chermidy estaba envuelta en vestido acolchado de raso blanco. Con aquel traje parecía una gata sobre un edredón, una joya en su estuche. No habéis visto nunca nada más brillante que su persona, ni más muelle que su envoltura. Tenía treinta y tres años, una hermosa edad para las mujeres que han sabido conservarse. La belleza, el más perecedero de todos los bienes terrestres, es aquel cuya administración resulta más difícil. La Naturaleza la da; el arte añade muy poca cosa, pero es necesario saberla conservar. Los pródigos que la derrochan y los avaros que no hacen uso de ella, llegan en pocos años al mismo resultado; la mujer de genio es la que se gobierna con una sabia economía. La señora Chermidy, nacida sin pasiones y sin virtudes, sobria en todos los placeres, siempre tranquila en el fondo del corazón con las apariencias de una vivacidad meridional, administraba con tanto cuidado su belleza como su fortuna. Cultivaba su frescura lo mismo que un tenor cultiva su voz. Era de aquellas mujeres que dicen locuras a todas horas, pero que no las hacen más que con su cuenta y razón; muy capaz de arrojar un millón por el balcón para que le entrasen dos por la puerta, pero demasiado prudente para cascar una avellana con los dientes. Sus antiguos admiradores de Tolón apenas si hubieran podido reconocerla: tanto había cambiado, o, por mejor decir, ganado. Sin ser tan blanca como una flamenca, había encontrado, no sé dónde, reflejos nacarados. La salud subía hasta sus pupilas en suaves arreboles rosados; su boca pequeña, redonda, carnosa, parecía una gruesa cereza que los gorriones hubiesen abierto a picotazos. Sus ojos brillaban en sus órbitas obscuras como un fuego de sarmientos en el centro de la chimenea. La indiferencia y la bondad formaban en su rostro una mezcla deliciosa. Sus cabellos, de un negro azulado, se partían sobre una frente pura, como las alas de un cuervo sobre la nieve de diciembre. Todo en ella era joven, fresco, sonriente; hubiera sido necesario tener muy buenos ojos para descubrir en los ángulos de aquella linda boca dos arrugas imperceptibles, finas como el cabello rubio de un recién nacido, y que ocultaban una ambición insaciable, una voluntad de hierro, una perseverancia china y una energía capaz de todos los crímenes.

Sus manos eran quizás un poco cortas, pero blancas como el marfil, con los dedos redondos, ondulosos, regordetes, en los que, no obstante, se adivinaba la garra. Su pie era el pie corto de las andaluzas, redondeado, lo mostraba tal como era y no cometía la tontería de usar botas largas. Todo su cuerpo era corto y redondeado, lo mismo que sus pies y sus manos; el talle un poco grueso, los brazos un poco carnosos, las caderas un poco pronunciadas; demasiada gordura, si os parece, pero la gordura graciosa de una codorniz, la redondez sabrosa de una hermosa fruta.

Don Diego se la comía con los ojos con una admiración infantil. ¿Es que los enamorados de todas las clases no son niños? Según las teogonías antiguas, el Amor es un niño de cinco años y medio, y no obstante Hesiodo asegura que es más viejo que el Tiempo.

El conde de Villanera descendía en línea recta de esos españoles caballerescos hasta lo ridículo, que el divino Cervantes ha ridiculizado, no sin admirarlos. Nada había en él que descubriese su origen napolitano, y se hubiera dicho que sus antepasados le habían legado, con armas y bagajes, la vieja virtud de la España heroica. Era un joven serio, rígido, frío, algo engreído, con un corazón de fuego y un alma apasionada. Hablaba poco, siempre después de larga reflexión, y nunca había mentido. No le gustaba discutir y reía rara vez, pero su sonrisa estaba llena de una gracia afable que no carecía de grandeza. La alegría, convengo en ello, le hubiera sentado mal. Intentad representaros un don Quijote joven, vestido de frac. A primera vista no se distinguía más que por sus negros bigotes, puntiagudos, lustrosos. Su larga nariz se encorvaba vigorosamente como el pico de un águila; tenía los ojos negros, las cejas negras, los cabellos negros y la tez del color uniforme de una naranja de Portugal. Sus dientes podían haber pasado por hermosos si no hubiesen sido tan largos y si su dueño no hubiera sido fumador. Estaban revestidos de un esmalte un poco amarillento, pero tan sólido que de él se hubieran podido construir piedras de molino. El blanco de sus ojos era también algo amarillento; no obstante, no se podía negar que tenía unos ojos muy hermosos. En cuanto a su boca, no dejaba nada que desear, y debajo de sus mostachos se advertían unos labios rosados como los de un niño. Sus brazos y sus piernas, así como sus manos y sus pies, eran de una longitud aristocrática. Finalmente, tenía la estatura de un granadero y la apostura de un príncipe.

Si preguntáis por qué un hombre así había podido caer en las manos de la señora Chermidy, os contestaré que la dama era más atractiva y más hábil que Dulcinea del Toboso. Los hombres del temple de don Diego no son los más difíciles de engañar, y el león se arroja con mayor aturdimiento sobre la trampa que el zorro. La sencillez, la rectitud y todas las cualidades generosas son otros tantos defectos para tratar con ciertas gentes. Un corazón honrado no desconfía de los cálculos y bellaquerías de que es incapaz, y cada cual se hace el mundo a su imagen. Si alguien hubiera dicho al señor de Villanera que la señora Chermidy le amaba por el interés, se habría encogido de hombros. Ella no le había pedido nada y él se lo había ofrecido todo. Al aceptar cuatro millones, le hacía un favor y él le estaba reconocido.

Por lo demás, al ver las miradas que le lanzaba a intervalos, era fácil adivinar que la fortuna de los Villanera podía cambiar de manos en el espacio de ocho días. Un perro echado a los pies de su dueño no era más humilde ni más respetuoso que él. Se leía en sus grandes ojos negros el reconocimiento apasionado que todo hombre galante debe a la mujer que ha elegido; la admiración religiosa de un padre joven por la madre de su hijo. Se veía, en fin, como un deseo no saciado, una sumisión de la fuerza al capricho, el temor de la negativa, una solicitud inquieta que probaba que la señora Chermidy era una mujer de talento.

El simpático doctor, sentado enfrente del conde, formaba con él un contraste singular. El señor Le Bris era lo que se llama un muchacho guapo. Quizá le faltaban un centímetro o dos para llegar a una estatura regular, pero era bien proporcionado. No tenía cara de tonto ni mucho menos, pero no sé si su nariz era del todo correcta. Su fisonomía decía muchas cosas, pero su filiación no os hubiese dicho nada. Se vestía con un aseo que se confundía con la elegancia; el corte de sus patillas castañas era irreprochable y su raya se prolongaba casi hasta la nuca. No era un hombre vulgar y, sin embargo, no se salía de lo vulgar. Ninguna muchacha casadera le hubiese rechazado por su físico, pero me habría extrañado mucho que se echase al agua por él. Además, se veía que no llegaría a los cuarenta años sin tener vientre.

Difícilmente otro médico podía ser más a propósito que él para la clientela. Sin parar mañana y tarde, afectuoso con lo más alto y lo más bajo de la sociedad, no desentona nunca. Es un Alcibíades burgués que se acomoda a todas las costumbres. Es apreciado en el faubourg Saint-Germain por su reserva, en la Calzada de Antin por su ingenio y en la calle Vivienne por su franqueza. Las mujeres, fuese cualquiera su posición, trabajaban activamente por él; ¿y sabéis por qué? Porque al lado de una enferma joven o vieja, fea o hermosa, demostraba una solicitud amable, una especie de galantería intermedia entre el respeto y el amor. El mismo no ha sabido explicarse jamás la naturaleza de este sentimiento, pero todas las mujeres sienten por él una simpatía benévola que puede llevarle muy lejos.

Sus antiguos camaradas del hospital le habían llamado, por este motivo, la llave de los corazones. Yo sé de una casa donde se le llama, y no sin motivo, la tumba de los secretos. Sus jóvenes clientes del faubourg Saint-Germain le reprochaban el que visitase todas las noches el escenario de la Opera y le llamaban mata ratas. En cambio, en el salón de baile su juiciosa conducta le había valido el apodo de Nuevo Continente.

– Y bien, Tumba de los secretos – dijo la señora Chermidy con su ligero acento provenzal – , ¿ha cumplido usted mi encargo?

– Sí, señora.

– ¿Se trata de la tísica en cuestión?

– Sí, de la señorita de La Tour de Embleuse.

– ¡Bravo! me parece que es una buena alianza… Yo siempre había sentido interés por las tísicas… ¡Las mujeres que tosen…! Ya ve usted cómo el Cielo recompensa mi compasión.

– Doctor – preguntó el conde – , ¿ha hablado usted de las condiciones?

– Sí, querido conde; las aceptan todas.

La señora Chermidy lanzó un grito de alegría.

– ¡Negocio concluido! ¡Viva París, donde se compran las duquesas al contado!

El conde frunció el entrecejo. El doctor dijo vivamente:

– Si usted hubiese podido venir conmigo, señora, tengo la seguridad de que habría llorado.

– ¿Es realmente muy conmovedor una duquesa que vende a su hija? ¡Un episodio del mercado de esclavas!

– Yo diría mejor un episodio de la vida de los mártires.

– ¡Galante está usted!

El doctor contó la escena en la que él había representado un papel. El conde se emocionó. La señora Chermidy tomó su pañuelo e hizo ademán de enjugar sus hermosos ojos que no lo necesitaban.

– Me satisface mucho – dijo el conde – que sea ella quien haya adoptado esta resolución. Si los padres hubiesen aceptado por sí mismos, tal vez les habría juzgado mal.

– Perdón, pero antes de juzgarles faltaría saber si esta mañana tenían pan en casa.

– ¿Pan?

– Pan, sin metáfora.

– Adiós – dijo el conde – . Voy a saludar a mi madre. Dormía aún esta mañana cuando he salido del hotel. Le contaré todo lo ocurrido y le preguntaré qué es lo que debo hacer. ¿Es posible, doctor, que haya gentes que carezcan de pan?

– He encontrado algunas en el camino de mi vida. Desgraciadamente no tenía un millón para ofrecerles como hoy.

El conde besó la mano a la señora Chermidy y corrió al hotel de su madre. La linda mujer quedó con el doctor.

– Puesto que hay gentes que carecen de pan – dijo – , veamos, doctor, ¡una taza de café!.. ¿Cómo me las arreglaría yo para ver a esa mártir del pecho? Porque es necesario que sepa yo a quién confío a mi hijo.

– Puede usted verla en la iglesia, el día de la boda.

– ¿En la iglesia? ¿Pero es que puede salir?

– Sin duda… en coche.

– Creí que estaba más enferma.

– ¿Usted por lo visto quería un casamiento in articulo mortis?

– No, pero quiero estar segura. ¡Bondad divina! ¡doctor, si llegase a curar!

– La Facultad de Medicina se extrañaría mucho.

– ¡Y don Diego quedaría casado para siempre! ¡Y yo mataría a usted, Llave de los corazones!

– ¡Ay! señora, no me siento en peligro.

– ¡Cómo ay!

– Perdone usted, es el médico el que habla, no el amigo.

– Una vez casada, ¿usted continuará asistiéndola?

– ¿Es que hay que dejarla morir sin socorro?

– ¡Toma! ¿para qué la casamos, pues? No será para que sea eterna.

El doctor reprimió un movimiento de disgusto y respondió con el tono más natural, como el de un hombre en el que la virtud no es pedantería:

– ¡Dios mío! señora, es mi costumbre, y ya soy demasiado viejo para corregirme. Nosotros los médicos cuidamos a nuestros enfermos como los perros de Terranova salvan a los que se están ahogando. Cuestión de instinto. Un perro salva ciegamente al enemigo de su dueño. Yo cuidaré a esa pobre criatura como si todos tuviésemos interés en que se curase.

Después de la partida del doctor, la señora Chermidy pasó a su tocador y se entregó en manos de su doncella. Por la primera vez en mucho tiempo se dejó vestir sin fijarse: ¡tenía otras preocupaciones más importantes! Aquel matrimonio que había preparado, aquella combinación inteligente que ella misma se aplaudía como un rasgo de genio, podía convertirse en su confusión y en su ruina. No hacía falta para ello más que un capricho de la Naturaleza o la estúpida honradez de un médico para que quedasen fallidos los cálculos más sabios y defraudadas sus más queridas esperanzas. Comenzaba a dudar de su amante, de su buena estrella, de todo, en fin.

Hacia las tres de la tarde comenzaron a desfilar las visitas. Hubo de sonreír a todos los pares de patillas que se acercaron a ella, extasiarse ante cuarenta cajas de bombones salidas todas de la misma tienda. Maldijo con todo su corazón las amables importunidades de año nuevo, pero no dejó traslucir nada de la inquietud que le roía el alma. Todos los que salían de su casa se hacían lenguas de su amabilidad.

Y es que tenía un talento bien precioso para una dueña de casa; sabía hacer hablar a todo el mundo. Hablaba a cada uno de lo que más le interesaba; conducía a cada uno al terreno en que se encontraba más firme. Aquella mujer sin educación, demasiado perezosa y demasiado orgullosa para tener un libro en la mano, sabía fabricarse un fondo de conocimientos útiles leyendo a sus amigos. Y ellos le servían con la mejor voluntad. En el mundo somos así; agradecemos interiormente a todo aquel que nos obliga a hablar de lo que sabemos o a contar la historia que decimos bien. El que nos hace mostrar nuestro talento no es nunca un tonto, y cuando se está contento de sí mismo, no se está descontento de los demás. Los hombres más inteligentes trabajaban en la reputación de la señora Chermidy, tan pronto proporcionándole ideas, tan pronto diciendo con una secreta complacencia: «Es una mujer superior, me ha comprendido.»

En el curso de aquella reunión se encaró con un homeópata de renombre, que cuidaba a las personas más ilustres de París. Encontró medio de interrogarle delante de siete u ocho personas sobre el punto que la preocupaba.

– Doctor – le dijo – , usted que todo lo sabe, ¿quiere decirme si los tísicos pueden curar?

El homeópata le respondió galantemente que ella no tendría nunca nada que temer de tal enfermedad.

– No se trata de mí – repuso – . Es que me intereso vivamente por una pobre niña que tiene los pulmones destrozados.

– Envíeme usted a su casa, señora. No hay curación imposible para la homeopatía.

– Es usted muy bueno, doctor. Pero su médico, un simple alópata, asegura que ya no le queda más que un pulmón, y aun estropeado.

– Se le puede curar.

– El pulmón, tal vez. ¿Pero y la enferma?

– Puede vivir con un solo pulmón. Se ha visto muchas veces. Yo no le aseguro que pueda subir al Mont-Blanc a la carrera, pero sí vivir tranquilamente por espacio de muchos años, a fuerza de cuidados y de glóbulos.

– ¡No deja de ser un porvenir! Nunca hubiese creído que se pudiese vivir con un solo pulmón.

– Tenemos ejemplos muy numerosos. La autopsia ha demostrado…

– ¡La autopsia! ¡pero la autopsia no se hace más que a los muertos!

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