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Maestros de la música
Nadia Koval

© Nadia Koval, 2017

ISBN 978-5-4485-0653-6

Создано в интеллектуальной издательской системе Ridero

Este libro compila 66 artículos sobre la música clásica escritos por Nadia Koval y publicados en la Revista de la cultura urbana QUID (Argentina) y en Russia Beyond the Headlines (Edición en español) (Rusia), durante el período de 10 años: desde el 2006 hasta el 2016.

El libro contiene dos partes:

La Parte I está dedicada a los compositores más famosos desde la época barroca hasta los tiempos modernos.

La Parte II está destinada a los intérpretes de la música clásica más destacados e incluye las entrevistas con el compositor Rodión Shchedrín, el tenor José Cura, las cellistas Christine Walevska y Sol Gabetta, los violinistas Ilya Gringolds, Maxim Vengerov y Lisa Batiashvili, el director de orquesta José Serebrier, entre otros.

Parte I Compositores

BENJAMIN BRITTEN. la cuarta «B»

Benjamin Britten (1913—1976) / Foto: Roland Haupt


Benjamin Britten nació en 1913, en Lowestoft, Inglaterra. Se crió en una familia de clase media, su padre se ganaba la vida como dentista y su madre era una talentosa cantante amateur. Ella protegía a su hijo en exceso, diciendo que él pronto se convertiría en «la cuarta B», después de Bach, Beethoven y Brahms. Nacido el 22 de noviembre, el día de la festividad de Santa Cecilia, patrona de la música, el pequeño Benjamin era capaz de componer antes de que pudiera escribir. A los catorce años, Britten comenzó a tomar lecciones particulares con el compositor Frank Bridge, quien percibió rápidamente el potencial del niño. El primer año de estudios produjo, entre otras cosas, el ciclo de canciones orquestales Quatre chansons françaises, que no sólo estuvo asombrosamente logrado en términos técnicos, sino que era muy maduro y original.

En 1930, Britten recibió una beca para estudiar en el Royal College of Music de Londres. Por otro lado, pasaba su tiempo escuchando a la British Broadcasting Corporation (BBC), que en sus transmisiones dedicaba un generoso espacio a la música de compositores contemporáneos. Las emisiones de la radio despertaron el interés del compositor por Arnold Schönberg y por Alban Berg. Ese mismo año la BBC ofreció la primera presentación nacional de Britten al transmitir su pieza coral A Boy Was Born. Al año siguiente, empezó a trabajar para la Unidad Cinematográfica de la Oficina General de Correos como compositor residente. Su primer cometido consistió en escribir música para una película sobre el sello conmemorativo del vigésimo quinto aniversario del reinado de Jorge V. Pronto conoció al poeta Wystan Hugh Auden, con quien colaboró en el ciclo de canciones Our Hunting Fathers, obra radical en su tratamiento musical y en el sentido político. El joven Britten hizo acopio de un lenguaje personal a partir de todo aquello que agradaba a su oído: la música de Berg, de Stravinski, de Holst. Enormemente impresionado por una producción londinense de Lady Macbeth de Mtsensk de Shostakovich en 1936, dominó las artes de la parodia y del tono grotesco, y también acudió, en busca de inspiración, a la opereta, el vodevil y la canción popular.

Cuando falleció la madre de Britten en 1937, el testamento que aquella dejó le permitió comprar la Old Mill, una casa circular del siglo XVIII en las afueras de Aldeburgh. La muerte de su madre lo dejó consternado, pero a la vez lo hizo sentir liberado del papel de niño mimado. Por primera vez empezó a explorar seriamente su sexualidad. Conoció al cantante Peter Pears, el futuro amor de su vida, con quien viajó a Estados Unidos en abril de 1939, con la intención de establecerse allí permanentemente. En este país, Britten compuso la opereta Paul Bunyan, primera obra lírica con libreto de Auden, así como el primer ciclo de canciones para Pears. Este período fue también notable por varios trabajos orquestales, incluyendo las Variaciones sobre un tema de Frank Bridge, el Concierto para violín y la Sinfonía da Requiem.

Britten y Pears descartaron la idea de recibir la ciudadanía estadounidense, aunque la situación de la Segunda Guerra Mundial y los peligros que conllevaba el viaje transatlántico les impidieron volver a Inglaterra hasta 1942. En el viaje de regreso, el compositor completó los corales Himno a Santa Cecilia, última colaboración con Auden, y Ceremonia de Villancicos. Enseguida comenzó a trabajar en su ópera Peter Grimes, cuyo estreno en Sadler’s Wells en 1945 fue uno de sus mayores éxitos. Al mismo tiempo Britten comenzó a encontrar oposición en el ambiente musical de Londres, y gradualmente salió de escena fundando el Grupo de Opera Inglesa en 1947 y el Festival de Aldeburgh al año siguiente con el objetivo, aunque no exclusivo, de interpretar sus propias composiciones.

Otra destacada obra de Britten es el Requiem de Guerra. Fue escrita por encargo para la reapertura de la Catedral de Coventry en 1962 y es una fuerte manifestación contra cualquier tipo de conflicto bélico, una denuncia de la irracionalidad e inutilidad de la guerra. Estaba pensada para que se convirtiese en un símbolo de un nuevo espíritu de unidad, de reconciliación en plena guerra fría. Y así reunió a un trío de solistas que provenían de las tres naciones europeas que más protagonismo habían tenido en la guerra: el barítono alemán Dietrich Fischer-Dieskau, el tenor inglés Peter Pears y la soprano rusa Galina Vishnevskaya.

En sus últimos años Britten se trasladó con Pears a Horman, donde escribió Phaedra, Death in Venecia, el Tercer Cuarteto para cuerdas, entre otras. Logró llegar a ser una figura nacional respetada, un emblema del orgullo británico. «Era un poco como Sibelius, un hombre solitario, atribulado, que se convirtió en un ícono patriótico. Más cerca aún de su temperamento estaba Shostakovich, a quien Britten llegó a conocer en los años sesenta. A pesar de la barrera idiomática, los dos compositores establecieron un vínculo duradero. Britten hizo que su paisaje interior resultara tan vívido como el estruendo del mar, los gritos de las gaviotas y el escabullido de los cangrejos», escribe en su libro «El ruido eterno» Alex Ross.

Benjamín Britten murió el 4 de diciembre de 1976, a los sesenta y tres años, de complicaciones provocadas por una endocarditis bacteriana, la misma dolencia que había sucumbido a Mahler. El compositor inglés Michael Tippett escribió así en el obituario: «Britten ha sido para mí la persona musical más pura que he conocido». Igual de extraordinario fue el gesto que tuvo la reina Isabel II: cuando le llegó la noticia de la muerte de Britten, envió un telegrama de condolencia a Peter Pears.


Revista QUID Nº 65, agosto 2016

ANTON BRUCKNER. uN «bicho raro»

Anton Bruckner (1824—1896)


El verdadero genio no tiene ascendencia terrenal. Solo un genealogista puede estar interesado en rastrear la ascendencia de una persona famosa, pero ¿en qué nos beneficia leer largas discusiones acerca de los antepasados de Anton Bruckner, si ellos eran originariamente de la Alta o Baja Austria, si habían sido campesinos por un tiempo largo o corto? Tal vez, el único hecho importante en el estudio sobre la personalidad de Bruckner podría ser que su abuelo había podido dejar de ser campesino y convertirse en maestro de escuela. No se sabe si en la familia de Bruckner alguien se había dedicado a la música, así que se puede suponer que el compositor no estaba en deuda con sus antepasados por su talento.

Nació en 1824 en la localidad de Ansfelden. Estudió en St. Florián, un pueblo ubicado alrededor de un antiguo monasterio austriaco, el cual no abandonó hasta una madura edad. Los años de juventud los pasó ocupado con estudios musicales. Dedicaba horas y horas al órgano con el fin de convertirse en uno de los organistas más grandes del mundo. Recién a los 40 años Bruckner sintió la confianza suficiente para embarcarse en el proyecto sinfónico que lo sustentaría durante toda su vida. Al hacerlo, tuvo que enfrentarse a la ira y las bromas de los críticos y de sus colegas músicos que lo llamaban desde «borracho» hasta «compositor de sinfonías boa-constrictoras». A pesar de esto, a diferencia de Beethoven, cuya comprensión de la sinfonía y el estilo personal cambiaron a lo largo de los años, Bruckner encontró muy pronto su visión artística única y después exploró, incluso con mayor sutileza, las implicaciones y posibilidades de su lenguaje.

John Butt, profesor de música en la Universidad de Glasgow y un devoto de Bruckner, cuenta que el compositor era «un bicho raro»: tenía la manía de contar los ladrillos y las ventanas de los edificios y también el número de barras en sus partituras orquestales gigantescas, asegurándose de que sus proporciones fueran estadísticamente correctas. Pero había cosas más extrañas en su comportamiento. Por ejemplo, cuando su madre murió, Bruckner encargó una fotografía de ella en su lecho de muerte y la dejó en su habitación de enseñanza. No tenía retratos de su madre de cuando estaba viva; sólo miraba fijamente a esa única fotografía como si en ella hubiese un «memento mori» inquietante. Bruckner parece no haberse involucrado nunca demasiado profundamente con una mujer. Las mujeres le fascinaban y continuamente les proponía matrimonio a las jovencitas. En su diario llevaba una lista de todas las mujeres por las que alguna vez se había sentido atraído. Sus frustraciones amorosas continuaron prácticamente hasta su muerte. En 1891 y, nuevamente en 1894, le propuso matrimonio a una camarera de un hotel, pero ella se negó a convertirse al catolicismo y el imposible matrimonio nunca se llevó a cabo.

No obstante, «la verdadera naturaleza de Bruckner se revela en sus obras. En comparación con sus creaciones todo lo demás carece de importancia y conlleva el peligro de hacer que aparezca bajo una luz equivocada ante un público que aún no ha reconocido plenamente su grandeza». Estas palabras escritas por el compositor y ex alumno de Bruckner, Friedrich Klose, son tan verdaderas como desalentadoras para los biógrafos. Para muchos de ellos el hombre cuya vida están describiendo y el creador de las nueve grandes sinfonías parecen ser dos temas totalmente diferentes. Pero hay un puente de un solo sentido que va desde las obras de Bruckner hacia el hombre mismo. Solamente teniendo esto en cuenta se puede conocer su verdadero carácter.

Es interesante notar que la vida externa de Bruckner no ha tenido ningún efecto aparente en su trabajo. Una inmensa reserva de fuerzas psíquicas, originaria de un reino que no estaba sujeto a ninguna influencia del exterior, fue almacenada en él, dotándolo de un gran poder creativo. Hoy en día es difícil de imaginar conciertos sinfónicos sin la música de Bruckner, pero para los directores de orquesta de aquella época, tales como Arthur Nikish, Karl Muck o Franz Schalk, era un atrevimiento incluir una sinfonía de Bruckner en sus programas. Interpretarlos significaba un riesgo para la gestión de los conciertos. Había varias razones para causar esta incertidumbre. En primer lugar, la gran parte de los oyentes prefería las obras de Brahms, considerándolas la culminación de la música sinfónica. En segundo lugar, las nuevas tendencias en la música le parecían al público completamente desfavorables para el oído.

Los amantes de la música clásica no cesan en debatir acerca de la importancia y el valor artístico de las sinfonías de Mahler y Bruckner. Sobre la cuestión se expresaba ampliamente Bruno Walter, famoso director de orquesta, diciendo que «…en la música de Bruckner vibra un tono malheriano secreto, al igual que en la obra de Mahler algún elemento intangible es una reminiscencia de Bruckner. A partir de esta intuición de su parentesco trascendental es claramente permisible hablar de Bruckner y Mahler; por lo tanto, es posible que a pesar de las diferencias en su naturaleza e incompatibilidad de características importantes de sus trabajos, mi amor incondicional e ilimitado puede pertenecer a los dos».

Aunque Bruckner siempre trabajaba meticulosamente, los nueve años dedicados a su última sinfonía fueron algo sin precedentes. Su salud estaba decayendo y presentaba claros síntomas de inestabilidad mental. Una de las manifestaciones de su enfermedad fue la manía por revisar varias de sus sinfonías anteriores. Además, otro fanatismo se apoderó de él y le quitó sus energías: su devoción religiosa, que siempre había sido fuerte, en sus últimos años quedó fuera de control. Su deseo de dedicar la Novena Sinfonía a Dios es sintomático de su obsesión. La obra quedó incompleta debido a la muerte del compositor en 1896.


Revista QUID N° 55, diciembre 2014

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